Ante la ráfaga, el único mesero alza el mentón para ver cómo se sacuden los muros, más curioso que atemorizado ante la furia de la corriente. Cuando el viento amaina, sólo deja un asfixiante olor a tierra seca que entra de lleno por mi nariz.
La luz anaranjada que se cuela por las persianas, el zumbido de la radio sobre la barra, el rechinar de los grasientos ventiladores en el techo, el olor de la parrilla de hamburguesas… todo me provoca una repentina nostalgia, como si me hubiese perdido en algún lejano punto del pasado.
Ante el sofocante calor, intento abanicarme con la postal en mi mano cubierta por un guante color marrón, pero al ver que el paisaje impreso ya está casi desvaído, decido meterla en el bolsillo de mi parka de verano.
Tarareo una canción en hindi y saco un cigarro, dispuesto a transformar en humo la melancolía. Los huesos expuestos rumian debajo de mi guante, ansiosos por sentir el calor de las cenizas.
Pero antes siquiera de que pueda buscar el encendedor, escucho un siseo frente a mí.
Alzo la barbilla hacia mi acompañante invisible, sentado al otro lado de la mesa; tiene el rostro tenso como un ladrillo y sus hambrientas cuencas vacías prestas sobre mi cigarrillo. Sonrío y alargo el brazo hacia él.
—¿Quieres? —ofrezco.
Barón Samedi ni siquiera mueve los labios; tan sólo me mira en silencio como un espectador ausente mientras se llena, poco a poco, de una ira impotente que soy capaz de sentir en la punta de la lengua.
Letras pequeñas de un mal contrato, si me lo preguntan.
—Sí. Eso creí —sentencio con una risa ronca mientras llevo el filtro a la boca.
De reojo, me percato de que el mesero arruga el entrecejo, desconcertado al escucharme hablar solo. Acostumbrado a que la gente me tome por un loco, me limito a aspirar una nube de humo caliente y a girar el rostro con indiferencia hacia la ventana.
Y es entonces, justo cuando un placer nauseabundo se anida en medio de mis pulmones, que el fastidioso ruido de la radio se detiene de pronto. Alzo una ceja y miro al mesero, cuyos ojos perplejos yacen sobre mi cigarro.
Me toma menos de un segundo comprender que, una vez más, lo he prendido sin necesidad del encendedor.
El Señor del Sabbath se ríe de mi descuido con un sonido irritante y gangoso que retumba en las paredes de su boca vacía. Pero su sonrisa se transforma en una mueca de dolor cuando, de un solo movimiento, aplasto el cigarro sobre el dorso de su mano.
El Loa contrae su extremidad y aprieta los labios hasta volverlos una línea siseante mientras yo arrojo una generosa cantidad de billetes de un dólar sobre la mesa, justo donde el cigarro ha dejado su rastro de ceniza.
Me levanto y me largo a zancadas del restaurante, con el aún más estupefacto semblante del mesero sobre mi espalda. Echo a andar sobre el polvoroso suelo en dirección al motel detrás del negocio, con la mirada furibunda de Samedi siguiéndome desde la ventana.
A medio camino me detengo para prender otro cigarro y contemplar los últimos rayos de luz del atardecer. Esta vez procuro usar encendedor.
La brisa caliente y polvorienta de finales de julio me abrasa la piel, y la nostalgia vuelve a surgir cuando contemplo cómo el sol se acuna entre las montañas del sur de Utah, pintando todo de matices anaranjados y rojos.
Aunque, vamos, aquí casi todo es rojo, sea cual sea la posición del sol.
El paisaje desértico de esta parte del país está formado por largas praderas de matorrales secos y opacos, pelusas espinosas que brotan de la calvicie árida de la tierra. A mi alrededor hay montañas, hoodoos* y mesetas gigantescas de piedra erosionada, cuyos pies están repletos de rocas y arena que se ha deslizado con el paso de los siglos, como si montones de escombros reposaran a las faldas de los gigantes.
Frente al restaurante hay una gasolinera y la solitaria carretera estatal 95, una cicatriz de asfalto que separa el inhóspito horizonte rojo del estereotipado lugar en el que pienso quedarme esta noche: un parador mugriento en medio de la nada en el que ni loco te pararías si vinieras solo, situado a un lado del camino como un pueblo fantasma, revestido de una crujiente piel de óxido y letreros de Coca-Cola que han de ser tan viejos como el café que sirven aquí.
Cuando el sol se oculta por fin, guardo la colilla en el bolsillo y me dirijo al cuarto de motel. El decrépito edificio de un solo piso me recibe con el rugido de su vieja cañería.
Saco la llave y entro en la habitación; me muevo en la oscuridad apenas atenuada por la blanca luz del pórtico. Enciendo la lámpara del buró junto a la cama y desvío la mirada hacia la puerta del baño, la cual yace desatornillada y tendida en el suelo.
Tal cual la dejé antes de ir a cenar.
Miro mi enorme mochila para acampar sobre un sillón y, aunque todo parece estar en su lugar, reviso la puerta de nuevo, de arriba abajo.
A pesar de que soy el único inquilino que alberga el motel ahora, no puedo evitar sentir que este sitio aún no está vacío del todo.
Arrojo mi desordenada trenza hacia atrás y me acuesto en la rígida cama. La tentación de retirar el guante se vuelve persistente, pero en vez de ceder a ella, cierro los ojos y me permito escuchar el techo quejarse, la gotera del lavabo escupir sobre la porcelana y el viento del exterior golpear el cristal con su aliento. Hace calor, los huesos me duelen y necesito dormir con desesperación… pero tras unos cuantos minutos no puedo ni respirar con tranquilidad.
Siento que he olvidado algo.
Escucho que tocan la puerta.
—¿Quién es? —pregunto con somnolencia, pero nadie responde.
Desganado, separo la espalda de la cama y me levanto. Al abrir, me encuentro con el anochecer recostado sobre la carretera, acompañado de una estremecedora quietud. Giro la cabeza hacia un lado y hacia el otro sin lograr distinguir nada ni a nadie.
Pero en cuanto cierro la puerta y doy un paso rumbo a la cama, llaman de nuevo.
Arrugo el entrecejo y miro atrás, irritado por el insistente golpeteo. Me acerco a la ventana y descorro un poco la cortina para asomarme, pero no hay nadie, muy a pesar de que aún escucho el llamado.
—Un momento… —susurro a la par que me percato de algo inusual: el sonido no es hueco como la madera, sino algo chirriante. Vidrioso.
Mi mandíbula se tensa cuando miro hacia el baño, porque aquel llamado no proviene de la puerta, sino del espejo.
La lámpara del buró parpadea hasta apagarse y me deja sumido en un tenebroso claroscuro, donde las sombras de la habitación luchan por erizarme la piel.
Muy despacio, me acerco al baño mientras aquel golpeteo se vuelve cada vez más insistente. Contemplo mi rostro reflejado en el espejo, el cual se sacude a medida que lo que sea que esté del otro lado empieza a arremeter con más fuerza. Me detengo en el umbral del baño con la mirada clavada en el cristal.
Detrás de mí, a través del reflejo y la oscuridad del cuarto, la realidad se tuerce. Las paredes están despellejadas y ennegrecidas, las cortinas desgarradas y llenas de mugre… Y, sobre el colchón destrozado y embadurnado de sangre seca, una silueta negra me observa desde la cama.
Crac.
El espejo se quiebra desde la esquina y arroja una grieta que me parte el rostro de lado a lado. Mi cara en el cristal se contorsiona en una mueca abominable y, por fin, un escalofrío domina mi espalda.
Mi reflejo me sonríe.
Un