Ese es el ambiente ideológico con el cual el epicureísmo y otras tendencias que promovían la serenidad propia se tenían que enfrentar. Como demuestra lo dicho por Fabricio en la corte de Pirro, era una batalla perdida.
VOLVIENDO AL SUEÑO DE TIBULO
A pesar de que la paz era elogiada, sin duda sinceramente, por muchos, hay sin embargo algo notable en el poema que concluye el primer libro de las elegías de Tibulo, que es efectivamente un himno a la paz o a la diosa Paz personificada, escrito probablemente al comienzo del principado de Augusto. Arturo Soler Ruiz (1993), el traductor al castellano de Tibulo, afirma que la décima elegía es “uno de los elogios más conmovedores de la paz en el mundo clásico”. Comienza el poema: “¿Quién fue el primero que forjó las horribles espadas? ¡Qué salvaje y verdaderamente de hierro fue él! Nacieron entonces los asesinatos y las guerras para la raza humana; entonces se abrió un camino más corto de muerte cruel” (1.10.1-5). No contento con atribuir la causa de la guerra solamente a una invención afortunada, Tibulo pregunta en seguida: “¿O es que no tiene culpa el infeliz? ¿Nosotros para nuestro mal cambiamos lo que nos dio contra las fieras salvajes? Este es el defecto del oro opulento: no había guerras cuando una copa de haya se alzaba delante de los platos. No había ciudadelas, ni empalizadas” (6-9). Tibulo nos da una imagen de la felicidad pastoral en tiempos antes de que hubiera guerras, mientras que ahora teme estar arrastrado al combate y golpeado por una espada hostil, y ruega a los dioses de la casa que lo mantengan a salvo. En cuanto a las guerras, “sea otro valiente con las armas y eche por tierra con Marte a su favor a los generales enemigos para que pueda contarme, mientras bebo, sus hazañas el soldado y pintarme con vino el campamento en la mesa” (29-33). Esta afirmación suena egocéntrica: parece que lo que le importa a Tibulo no es la abolición de la guerra tanto como proteger su propia piel y dejar a otros el duro trabajo de defender el imperio. Como escribe Arturo Soler Ruiz (1993) en su comentario a estos versos: “en Tibulo no hay una condena de la guerra, aunque él sea un espíritu pacifista. La guerra es la ocupación de otros como su amigo Mesala, y él mismo le ha seguido en sus campañas. Al evocar la figura del soldado que cuenta sus triunfos y traza en la mesa con el vino las tácticas militares, Tibulo no hace una caricatura, muy fácil, por otra parte, sino que sonríe con simpatía y comprensión”. Se puede objetar que Tibulo no hace más que reconocer, no aprobar, las condiciones prevalentes en su época. De hecho, declara en seguida: “¿Qué locura es llamar con guerras a la espantosa Muerte?” (33), y añade: “Mucho más digno de elogio es este a quien en medio de una familia servicial le sorprende la perezosa vejez en estrecha cabaña” (38-41). Y luego ofrece un elogio explícito de la paz, casi personificada: la Paz, afirma, favorece no solo la vida tranquila del campo sino que también el amor y “los combates de Venus” (54) que causan lágrimas en los ojos de la chica, aunque sigue por condenar tal comportamiento, asegurando que “es de pedernal y de hierro todo el que pega a su joven amante” (58-59): se nota que un amante abusivo es igual de malo que el hombre que inventó el hierro y la espada.12 Tibulo concluye: “Mas ven a mí, Paz bienaventurada, con una espiga en tu mano. Delante de ti deje caer frutas tu blanco regazo”.
¿Como interpretar la naturaleza de la paz en este poema? Los editores y traductores discrepan sobre si se debe escribir Paz con mayúscula: algunos lo hacen por todas partes, otros solo en el penúltimo verso, donde se dirige a la Paz directamente, y otros en absoluto. Se puede defender la idea de que Eirene esté representada como una diosa en la Paz de Aristófanes y de que recibía devoción en una u otra forma en la Grecia antigua, aunque los testimonios para el tiempo de Aristófanes mismo no son concluyentes (Plácido, 1996). En cuanto a Tibulo, sabemos que Pax recibió reconocimiento oficial y un culto en la era de Augusto, quien le dedicó la famosa Ara Pacis y también un templo en el Forum Pacis, y Ovidio la llama “madre adoptiva” o “nodriza de Ceres”, con la cual comparte algunos rasgos conspicuos (Fast. 1.697-704). Así que se puede documentar un interés particular en la paz precisamente en el momento en el que Tibulo escribía estos versos.
Además, Tibulo ha dotado su himno a la paz de una estructura tripartita que, como hemos visto, era típica de tales profecías optimistas de una nueva era. Así que empieza con evocar el momento en el que una época primitiva en la historia humana, simple pero a la vez segura y tranquila, cedió a un nuevo orden de guerra y de avaricia extendida, gracias al descubrimiento del hierro y del oro. Esa es una imagen del mundo de Tibulo mismo, por lo mucho que añoraba la vida sencilla del campo. Sin embargo, sueña con una era presidida por la Paz, que fomentará la agricultura otra vez y restaurará aquel régimen de paz y prosperidad que marcaba la vida humana en las etapas más tempranas de la civilización. Es exactamente el modelo que adoptaba Aristófanes en su Aves y su Ploutos o Riqueza, donde las divinidades desplazadas que presidían una especie de edad de oro recuperan la autoridad y ponen fin a las duras realidades del mundo actual. No está claro si Tibulo quiere decir que la Paz misma reinaba en la época más temprana de la historia humana, pero no cabe duda de que hubiera paz en la tierra antes de que el inventor de la espada de hierro hizo posible la guerra, y es plausible que Paz misma estuviera a cargo, particularmente porque se le atribuye, aparentemente, la invención del arado y por eso de la agricultura, un papel normalmente reservado para Deméter o su hijo, Triptólemo. En este caso, en el poema de Tibulo la paz hace una reaparición, y es precisamente el reino de Augusto el que ha creado las condiciones previas para su vuelta.13
La imagen sentimental de Tibulo de un nuevo orden de paz, en el que él y sus semejantes puedan pasar los días en la tranquilidad rural sin más molestia en sus vidas que un desacuerdo casual de vez en cuando con la novia, es encantadora, pero podemos preguntar con todo el derecho cómo esta visión concuerda con el ideal romano del valor militar, que era y seguía siendo la base del vasto Imperio romano. Desde luego, la poesía del amor se oponía a la exaltación de los valores militares tanto como la de Safo, que declaró que, aunque unos consideraban una flota de naves o una formación militar lo más hermoso, ella creía que era la persona amada (cf. fr. 16 Voigt). Esta tradición alcanzó su apogeo en la elegía romana, en la que Propercio se atrevía a afirmar abiertamente que él jamás se casaría, porque no quería que ningún hijo suyo sirviera en el ejército. “¿Es mi tarea suministrar a hijos para los triunfos de nuestra patria?” pregunta retóricamente, y se contesta: “¡No saldrá ningún soldado de mi estirpe!” (2.7.13-14). Ovidio, por su parte, afirmó que los amantes eran de hecho soldados (militat omnis amans; cf. Ars Amatoria 2.233-236: militiae species amor est), dado que soportaban todas las privaciones de la batalla para conquistar a sus amadas.14 Sin embargo, ni Propercio ni Ovidio imaginaban un mundo sin guerra, así como tampoco Tibulo.
EL EMPERADOR AUGUSTO Y LA PAZ
Alice Borgna ha llamado la atención sobre la dificultad que Augusto mismo enfrentaba para encontrar una solución de la crisis romana, que dependía de la paz en lugar de la postura belicosa con la cual Roma tradicionalmente respondía a cualquier supuesto enemigo (las normas de la guerra justa eran suficientemente flexibles para permitir la atribución de motivos agresivos al enemigo cuando les daba la gana) (Borgna, 2015). La crisis empezó no con las guerras civiles en sí, que sin duda contribuían mucho al deseo que sentían los romanos de poner fin a los conflictos y aceptar el reino de un único princeps.15 La guerra civil siempre tenía mala prensa en comparación con guerras entre estados, y se veía como una violación del orden natural. Sin embargo, el problema con que se enfrentaba Augusto no era tanto negociar con sus oponentes interiores, a los que al fin y al cabo había derrotado completamente, sino las secuelas del conflicto abortado con Partía. Era Craso, con fama de ser el hombre más rico en Roma, el que comandaba la expedición, y, como comenta Alice Borgna: “si se piensa en Craso, será difícil poder evitar la asociación mental