La guerra no solo era atractiva, era también rentable, y sobre todo para los que tenían poco que perder y podían ganar un buen sueldo en las campañas.1
Después de la primera batalla entre Pirro y los romanos, los romanos mandaban una embajada para negociar la liberación de los cautivos. A la cabeza de la embajada estaba Cayo Fabricio, un hombre honrado pero bastante pobre. Pirro intentaba ganar su apoyo con ofertas de oro y luego por intimidación, pero Fabricio permaneció indiferente. En la cena, Cineas mencionó el nombre de Epicuro y explicó que esa escuela consideraba el placer como el bien supremo, y evitaba compromisos en la política porque minaban la felicidad. Ellos mantenían también que los dioses no se preocupaban en absoluto por los seres humanos sino que llevaban una vida de tranquilidad completa. En este momento Fabricio interrumpió a Cineas y exclamó: “¡Oh Hércules, estas sean las opiniones de Pirro y de los Samnitas [aliados de Pirro en el conflicto con Roma] mientras mantienen guerra con nosotros!” (20.4).2 El más virtuoso de los romanos y el héroe de la narrativa de Plutarco rechaza los valores epicúreos porque fomentaban la blandura en combate y por eso eran incompatibles con la virtud y el éxito militares.
LA VISIÓN DE UN MUNDO PACÍFICO: EL EPICÚREO DIÓGENES DE ENOANDA Y ARISTÓFANES
La guerra era un constante en las vidas de los griegos y romanos en la Antigüedad, y la posibilidad de un mundo en paz se consideraba utópica. Incluso para los epicúreos, que mantenían que la verdadera felicidad quedaba en la tranquilidad del alma y veían la causa de la avaricia, la ambición y otras perturbaciones psicológicas en el miedo irracional de la muerte, era difícil imaginar la eliminación completa de la guerra. En el siglo II d. C., no mucho después de la época de Plutarco mismo, un hombre que se llamaba Diógenes ordenó la construcción de un muro de unos ochenta metros de largo en su pueblo de Enoanda (actualmente en el suroeste de Turquía), en el que inscribió un resumen de las doctrinas epicúreas para edificar a sus compatriotas y a los visitantes extranjeros —o más bien, a “los que se llamaban ‘extranjeros’ aunque en realidad no lo son” (fr. 30), porque Diógenes tenía una visión ecuménica de la humanidad—. Diógenes proclama:
Entonces verdaderamente la vida de los dioses pasará a ser la de los hombres. Por todo va a estar lleno de justicia y amor mutuo, y no habrá más necesidad de fortificaciones o leyes, ni todas las cosas que nos ingeniamos para lidiar unos con otros. En cuanto a las necesidades derivadas de la agricultura, ya que no tendremos esclavos en ese momento (porque nosotros mismos araremos, cavaremos, cuidaremos las plantas, desviaremos los ríos y velaremos por los cultivos). (fr. 56, en Ferguson, 1993, p. 243)
Esta imagen de un futuro reino de paz recuerda esa famosa profecía de Isaías (2:4): “Forjarán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en podaderas. No alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra”.3 Desgraciadamente, la inscripción está en un estado lamentable de conservación, y Jürgen Hammerstaedt, que ahora es el editor principal del texto de Diógenes de Enoanda, prefiere interpretar la visión como meramente hipotética, dado que los epicúreos no creían que fuera a llegar jamás un momento en el que todos fueran sabios —una condición previa de un mundo verdaderamente pacífico y sin violencia—, y el texto del fragmento de Diógenes, enmendado por Hammerstaedt, lo dice explícitamente al inicio: “Así que no vamos a alcanzar la sabiduría universalmente, ya que no todos son capaces de ello. Pero si asumimos que es posible, entonces”, etc.4 Tales esperanzas de un reino pacífico siempre tienen la cualidad de un sueño, basadas más bien en la ilusión que en la confianza racional.5
A pesar de que los epicúreos rechazaban la mitología tradicional, se puede reconocer en el futuro previsto por Diógenes un eco de un tema antiguo en la literatura griega y romana, según el cual un mundo antiguamente pacífico, bajo el reinado de Crono o Saturno, cedía a una época de conflicto y trabajo, simbolizado por el reino de Zeus o Júpiter, que, no obstante, ofrecía la promesa de una redención futura, o sea bajo Zeus mismo o, más a menudo, bajo la égida de un nuevo dios o uno antiguo restaurado en el poder. En las Aves de Aristófanes, por ejemplo, el protagonista Pistetero convence a los pájaros de que ellos eran originalmente dueños del universo, y que su reino fue usurpado por los dioses olímpicos, bajo la dirección de Zeus. Una vez que los pájaros recuperen el poder, van a instalar una nueva era de prosperidad y paz: van a eliminar las plagas agrícolas, indicar el buen tiempo para navegar para que los comerciantes prosperen, revelar los lugares de tesoros enterrados y prolongar las vidas de los seres humanos, dándoles la longevidad de sus propios años. También en el Ploutos o Riqueza de Aristófanes, el dios de la riqueza, que anteriormente presidía un primitivo mundo abundante, ha sido expulsado por un Zeus severo que ha impuesto un régimen de trabajo duro a los seres humanos. En esta época cruel, la escasez combinada con la avaricia y la ambición perversas de la humanidad ha resultado en guerras y conflictos permanentes; los malos prosperan y los buenos están empobrecidos. Sin embargo, el momento ha llegado en que las antiguas deidades van a volver y todos serán ricos.6 La inspiración de una visión de la renovación se debe a las cosmogonías órficas y tradiciones semejantes, que consideraban el reino de Zeus no como el último, como por ejemplo en la Teogonía de Hesíodo, sino como una etapa de transición a una era nueva y bendita, presidida por un Dioniso benevolente.7
LA VALENTÍA Y EL AFÁN DE GUERRA
Sin embargo, aunque tales sueños reflejan una aspiración genuina a la paz, que muchos escritores calificaban de un estado deseable, la realidad es que la guerra era omnipresente y condicionaba profundamente los valores y actitudes de los griegos y romanos en la Antigüedad. Entre las virtudes que los romanos celebraban estaban la valentía y la proeza militar y la guerra era inevitablemente el espacio donde estas virtudes se ponían a prueba. De hecho, el término en latín que significaba virtud (virtus) se refería principalmente a la valentía o coraje, y paulatinamente se extendía la esfera semántica para incluir las ideas morales que nosotros asociamos con la palabra. La habilidad militar es valorada sobre todo en los dos poemas fundacionales de la Grecia antigua, la Ilíada y la Odisea, y hasta Aristófanes, quien favorecía un acuerdo con Esparta en sus comedias Acarnienses, Paz, y Lisístrata, jamás despreciaba el valor en sí.8 Como nota Kurt Raaflaub:
Ya en el siglo V, la guerra penetraba las vidas y pensamientos particularmente de los ciudadanos atenienses: la experimentaban en el mar y en tierra casi todos los años, la veían en el teatro en tragedias y comedias, concurrían en actividades relacionadas con la guerra en los festivales panatenaicos, hablaban de ella en sus tiendas, tabernas y asambleas, y veían representaciones de la guerra en estatuas, relieves, monumentos y cuadros en los edificios públicos y los santuarios. (2014, p. 15)
Se les recordaba permanentemente a los atenienses los logros de sus antepasados y “se esperaba que los emularan en su propia entrega al poder ganado por la guerra y conservado por la dominación imperial” (2014, p. 15).9 Estudiosos modernos se han preguntado cómo esas sociedades, especialmente las democracias como Atenas pero también las oligarquías que forzosamente dependían de la buena voluntad de sus soldados-ciudadanos, mantuvieron esa disposición aparentemente voluntaria a luchar una y otra vez con pérdidas tan graves, sin padecer un colapso masivo de moral y los traumas psicológicos que tales experiencias producen hoy en día. Jason Crowley explica que “dado que la soberanía y la supervivencia de su polis se mantenían a través de la guerra, los griegos consideraban los aspectos no-militares de la virilidad secundarios a la valentía en el campo de batalla, que veían como un bien social incondicional que a la vez definía al hombre y determinaba su valor” (2014, p. 111). Aristóteles afirmaba que la valentía en el sentido estricto de la palabra se manifiesta precisamente en la guerra: “la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso” (EN. 3.5.1115a).10 Aristóteles