–No, no estoy diciendo eso –Allegra carraspeó e intentó afrontar el asunto de otro modo–. Aunque os enamorarais apasionadamente, me cuesta creer que lo vuestro tuviera futuro. No creo que Darcy se quiera ir contigo a Shofrar.
Max asintió.
–No, supongo que no; en un sultanato no hay mucho trabajo para una modelo de lencería. Pero, si nos enamoramos, eso importará poco.
Durante unos momentos, Allegra pensó que Max se lo estaba tomando demasiado en serio. ¿Realmente creía que Darcy King se podía enamorar de él? Luego, lo miró a los ojos y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.
–Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Será divertido; pero Darcy se lo tiene que pasar bien y tú tienes que aprender algo nuevo sobre las mujeres. Incluso es posible que te ayude a recuperar a Emma –insistió–. No me digas que lo vas a rechazar porque no te gustan los cócteles con sombrilla.
Max se lo pensó.
–¿Eso es todo? ¿Solo se trata de tomar algo con Darcy?
Ella sacudió la cabeza.
–Antes, tendrás que cambiar un poco. Necesitarás ropa nueva y un corte nuevo de pelo, aunque nuestra estilista te puede ayudar en ese sentido.
–¿Vuestra estilista? –preguntó, horrorizado.
–Sí, eres un hombre muy afortunado. Dickie ha dicho que se encargaría en persona.
–¿Quién diablos es Dickie?
–Dickie Roland, por supuesto. Es el mejor estilista de Londres. ¡Una superestrella! –declaró ella con admiración–. Creo que su nombre real es George, pero en el mundo de la moda se le conoce como Dickie. Es un tipo muy particular. Lleva pajarita desde que llegó de París, me cuesta imaginármelo sin una.
–No pretenderás que me ponga pajarita.
–No, no, en absoluto. Lo de las pajaritas es una manía estrictamente suya –le aseguró.
–Menos mal –dijo, aliviado.
–Dickie te dejará perfecto. Pero te ruego que seas paciente con él. Es un hombre tan brillante como temperamental.
Max suspiró.
–No puedo creer que me vaya a poner en manos de un estilista.
–Así estarás guapo cuando quedes con Darcy, ¿no?
–Todavía no he aceptado –le advirtió–. ¿Qué más tendré que hacer? Algo me dice que tu experimento incluye otras cosas además de llevar ropa nueva y tomarme un cóctel.
–Cuando pase la fase de los cócteles, tendrás que cocinar para ella. Y no vale el truco de pedir una pizza por teléfono. Tendrás que cocinar de verdad.
Max gruñó y Allegra prefirió no decir que, para empeorar las cosas, Darcy era vegetariana. Ya se enteraría después.
–Supongo que puedo cocinar algo. Siempre que no espere nada especial.
–No importa lo que cocines; se trata de que te tomes la molestia de cocinar algo para ella, algo que le guste –dijo Allegra con impaciencia–. Interésate por sus gustos cuando salgáis de copas. Si le gustan los platos complicados, prepárale un plato complicado, aunque sospecho que es una mujer de gustos sencillos.
–Está bien. Tomar un cóctel, cocinar… ¿qué más?
Ella respiró hondo.
–Primero, tendrás que llevarla al cine, al teatro o a ver una exposición sin poner cara de que te estás aburriendo terriblemente –puntualizó–. Y creo que eso es todo… bueno, todo menos el baile, claro.
–¿Qué tipo de baile? –preguntó Max, cuya desconfianza iba en aumento–. Te conozco de sobra, Piernas. Sé que me estás ocultando algo.
–De acuerdo, te lo diré. Es un baile de disfraces que se organiza para una asociación benéfica. Tendrás que vestirte adecuadamente, y aprender a bailar el vals.
Max se la quedó mirando con horror.
–¿Un baile de disfraces? No, no, de ninguna manera –dijo, vehemente–. Preferiría sacarme los ojos con mis propias manos.
–Oh, Max, por favor. Tienes que asistir al baile –le rogó–. Darcy lo está deseando, y estaría bien que te tomaras la molestia de aprender a bailar el vals. Sería un detalle muy romántico por tu parte.
–¿Romántico? ¿Qué hay de romántico en hacer el ridículo?
–Yo siempre he querido asistir a un baile como ese. Con vestidos de época y valses austriacos…
Allegra suspiró y se llevó una mano al pecho. Había crecido en una casa llena de libros, pero en los estantes de Flick solo había pesadas biografías de gente importante y obras literarias de supuesto valor intelectual. Casi tuvo una revelación cuando se quedó por primera vez con la familia de Libby y tuvo acceso a las novelas románticas de su biblioteca, llenas de duques libertinos y gobernantas ardientes.
Desde entonces, estaba enamorada de los salones donde el héroe y la heroína de aquellas historias bailaban juntos, embriagados de energía sexual y completamente ajenos al resto de la gente.
–Adoro el vals –continuó ella, abstraída–. Sueño con un caballero que me lleve flotando por una pista de baile y que, después, sin que casi me dé cuenta, me saque a la oscuridad de una terraza en pleno verano, me apoye contra la balaustrada y declare que no puede vivir sin mí, que me ama con toda su alma y que…
Allegra se detuvo al ver la expresión de asombro de Max.
–Menos mal que no has seguido. Empezaba a tener miedo de que te ahogaras con tus propias palabras –ironizó él.
–Sí, bueno. Pero no puedes negar que lo del baile sería muy romántico.
Max frunció el ceño.
–Si tanto te apetece, ¿por qué no vas con ese novio tuyo? –le preguntó–. ¿Cómo se llamaba? ¿Jerry?
–Jeremy.
–Ah, sí, Jeremy –dijo él–. Estoy seguro de que sabe bailar. Solo nos hemos visto una vez, pero me pareció uno de esos tipos que sabe hacer de todo.
Allegra pensó que tenía razón. Jeremy era un hombre con muchos recursos. Era encantador y elegante; le interesaban la política y la economía y podía hablar largo y tendido de arte y relaciones internacionales. Pero, por desgracia para ella, también era demasiado serio como para bailar.
–Pensándolo bien, ¿no crees que Jeremy sería más apropiado para tu experimento?
Allegra suspiró otra vez.
–No, en absoluto. Jeremy no necesita cambiar y, por otra parte, hace tiempo que no nos vemos. Ni siquiera se puede decir que fuéramos novios.
Allegra intentó sentirse ofendida cuando Jeremy dejó de llamar; pero, en el fondo, se sentía aliviada. Jeremy era demasiado serio para ella. A pesar de haber crecido con una madre como Flick Fielding, sus intereses estaban más cerca de la moda y los rumores sobre famosos que de las intrigas políticas.
–Solo salimos un par de veces –continuó–. Jeremy no era más que un conocido; alguien que Flick me presentó.
A Max no le extrañó que Flick intentara buscarle novios e imponerle su criterio en materia de hombres. La madre de Allegra era una mujer de gran carácter que se había hecho famosa por sus incisivas entrevistas. Hasta los políticos más duros se rendían ante su mirada acerada y los latigazos de su lengua.
Flick Fielding estaba acostumbrada a imponerse. En cambio, Allegra era una chica cálida, graciosa y creativa que no se metía en la vida de los demás y que se veía obligada a sufrir las presiones constantes de su madre.
–Entonces, ¿no te partió el corazón?
Allegra