Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra:
—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar.
Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro.
Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra, que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba maravilloso aquello.
Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris.
—¿Ése que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre?
—Sí, ése que está ahí solo.
—No lo conozco —fue su respuesta.
Y, al parecer, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro.
Empezó a calentar más el sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de campaña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros; en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… Y nadie encontró en ello nada extraño.
A mí, que hacía rato que me parecía aquello inquietante, casi para dar miedo, me lo dio del todo cuando al siguiente deseo que alguien expresó lo vi sacarse del bolsillo tres caballos de montar; sí, tres caballos grandes, negros, preciosos, con silla y todo lo de montar. ¡Figúrate, por el amor de Dios! Tres caballos ensillados del mismo bolsillo de donde habían salido ya una carterita, un catalejo, una alfombra de veinte pasos de largo por diez de ancho y una tienda de lujo del mismo tamaño con todos sus hierros y palos. Si no te jurara haberlo visto con mis propios ojos, no podrías creerlo.
A pesar de lo rendido y humilde que parecía el hombre y de la poca atención que le prestaban los otros, su figura pálida, de la que no podía apartar los ojos, me resultaba tan repelente que ya no pude aguantarlo más.
Decidí apartarme de aquella gente, lo que me parecía bien fácil dado el insignificante papel que yo hacía allí. Pensé irme a la ciudad y a la mañana siguiente volver a intentar fortuna en casa del señor John y preguntarle a él mismo —si es que tenía el valor— sobre el hombre gris. ¡Ojalá hubiera sido así!
Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Lo miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:
—¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberlo seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego…
—¡Pero, por Dios, señor! —dije lleno de miedo—. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que…?
Nos quedamos callados los dos y creo que nos pusimos colorados.
Después de un momento de silencio, volvió a hablar.
—Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado…, si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin darse cuenta, con un cierto noble descuido… arroja ahí a sus pies. Y ahora, perdóneme la atrevida pretensión: ¿no podría quizá sentirse inclinado a cedérmela?
Se calló, y a mí me daba vueltas la cabeza como una rueda de molino. ¿Qué pensar de una proposición tan rara? ¡Comprarme la sombra! Debe de estar loco, pensé. Y, cambiando a un tono más de acuerdo con el suyo, tan humilde, le contesté:
—Pero, ¡cómo! ¿No tiene usted bastante con su sombra, querido amigo? Me parece un negocio muy raro.
Y él respondió enseguida:
—Yo tengo aquí en mi bolsillo algunas cosas que posiblemente no le parezcan mal al señor… Para esa inapreciable sombra, cualquier precio, por alto que sea, me parece poco.
Me corrió un escalofrío ante esa alusión al bolsillo y no supe cómo había podido llamarlo antes querido amigo. Empecé a hablar otra vez intentando en lo posible contentarlo con la máxima cortesía.
—Mire, señor, le ruego que perdone a su servidor más rendido, pero, de verdad, no entiendo bien del todo lo que dice. ¿Cómo iba yo a poder vender mi…?
Él me interrumpió.
—Yo le suplico solamente que me dé permiso para recoger aquí mismo, en el acto, su sombra del suelo y guardármela. Cómo hacerlo es asunto mío. A cambio, como prueba de mi reconocimiento al señor, le dejo escoger entre todos estos tesoros que llevo en el bolsillo: la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado…,14 al precio que quiera. Pero ya veo que no le interesa. Mejor el sombrerito de los deseos de Fortunato,15 nuevo y fuerte, recién restaurado. También una bolsa de la suerte, como la que él tuvo…
—¡La bolsa de Fortunato! —exclamé interrumpiéndolo.
Había ganado mis cinco sentidos (a pesar del miedo que tenía) con esas palabras. Me dio una especie de mareo y vi brillar delante de mis ojos dobles ducados.
—El señor puede examinar y poner a prueba esta bolsita cuando lo desee.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de tamaño medio, de cordobán fuerte, bien cosida a dos firmes cordones de cuero, y me la dio. Metí la mano dentro y saqué diez piezas de oro y luego otras diez, y otras diez, y otras diez. Le tendí rápidamente la mano.
—¡De acuerdo! Trato hecho. Llévese mi sombra por la bolsa.
Me