nosotros,
después de la tempestad,
dormiremos tranquilos un sano sueño en el puerto.
Berlín, agosto de 1834
CARTA A JULIUS EDUARD HITZIG, DE VON CHAMISSO
TÚ, QUE NO TE OLVIDAS de nada, te acordarás de un cierto Peter Schlemihl, que hace tiempo viste algunas veces en mi casa, un muchacho zanquilargo al que se le tenía por torpe, porque era zurdo, y que parecía perezoso por su desidia. Yo le tenía cariño… No puedes haber olvidado, Eduard, cómo en nuestros buenos tiempos una vez se escapó de nuestros sonetos; yo lo llevé a uno de nuestros tés poéticos y él se durmió mientras escribíamos, sin esperar a la lectura. Y ahora me acuerdo también de un chiste que hiciste a su costa. Lo viste una vez —Dios sabe cuándo y dónde— con una vieja kurtka,1 que por entonces siempre llevaba encima, y dijiste: “Este muchacho podría considerarse feliz si su alma fuera la mitad de inmortal que su kurtka”. ¡Lo estimabas tan poco! Yo le tenía cariño… Pues de este Schlemihl, que hace muchos años perdí de vista, procede precisamente el cuaderno que te doy a leer. Y te lo doy a ti solo, Eduard, mi amigo más íntimo y cercano, mi mejor otro yo con el que no quiero guardar ningún secreto, únicamente a ti; y, por supuesto, a nuestro Fouqué, arraigado en mi alma lo mismo que tú. Pero a él se lo doy sólo como amigo, no como poeta. Comprenderás que me sería muy molesto que algo así como la confesión que un hombre honrado ha depositado en mi corazón, fiado de mi amistad y lealtad, fuera puesta en la picota, publicada como obra literaria, o tan sólo que sucediera algo desagradable, así como alguna broma pesada a costa de algo que no es broma ni debe serlo. Naturalmente tengo que reconocer que es una lástima de historia convertida en una tontería por la pluma de un pobre hombre y que acaso podría revelar toda su fuerza cómica a través de otra mano más hábil (¡qué no hubiera hecho de ella Jean Paul!).2 Además, querido amigo, quizá se nombra en ella a personas que todavía viven, y eso también hay que tenerlo en cuenta.
Todavía unas palabras de cómo han llegado a mí estas páginas. Me las dio ayer temprano, al despertar por la mañana, un hombre extraño, con larga barba gris y una kurtka negra gastadísima. Llevaba colgada una caja de botánico y, como estaba el tiempo húmedo y lluvioso, chanclos encima de las botas. Preguntó por mí y me dejó esto. Afirmó que venía de Berlín.
ADELBERT VON CHAMISSO
Kunersdorf, 27 de septiembre de 1813
Posdata: Te adjunto un dibujo que el artista Leopold3 —que en ese momento estaba en la ventana— hizo de su chocante aspecto. Cuando notó el gran interés que tenía por el boceto, me lo regaló gustoso.
1 Una kurtka es un abrigo largo de piel, cerrado con cordones; de origen polaco-ruso, militar en un principio. [N. de la T.]
2 Von Chamisso admiraba a Jean Paul (seudónimo de Johann Paul Friedrich Richter, 1763-1825), teólogo, filósofo y novelista. [N. de la T.]
3 Era un retrato de Von Chamisso camuflado bajo una larga barba, realizado por Franz Joseph Leopold (1783-1832). [N. de la T.]
CARTA A JULIUS EDUARD HITZIG, DE FOUQUÉ
QUERIDO EDUARD:
Debemos proteger el relato del pobre Schlemihl, y hacerlo de tal manera que permanezca oculto a ojos que no lo entiendan. Tarea difícil, porque ¡hay tantos ojos de esos! ¿Y qué mortal puede asegurar el destino de un manuscrito, una cosa casi más difícil de guardar que algo hablado? Así que voy a hacer como uno que tiene vértigo y, por miedo, prefiere tirarse al abismo. Voy a imprimir el relato.
Pero hay más serios y mejores motivos para mi comportamiento, Eduard. O mucho me engaño, o en nuestra querida Alemania laten muchos corazones dignos y merecedores de comprender al pobre Schlemihl, y en el rostro de más de un buen compatriota aparecerá una conmovida sonrisa por su candidez y la amarga broma que le jugó la vida. Y cuando veas este sincero libro, Eduard, y pienses que a muchos desconocidos que sienten como tú pueda gustarles, es posible que caigan unas gotas de bálsamo en la honda herida que en ti y en todos los que te aman ha causado la muerte.4
Finalmente, no hay ningún duende (de ello estoy convencido por múltiples experiencias), no hay ningún duende que ponga un libro impreso en las debidas manos, pero sí que lo mantenga apartado de las indebidas, si no siempre, por lo menos muchas veces. Y además pone una cortina invisible delante de cada auténtica obra con espíritu y humor, y sabe descorrerla y correrla con tino infalible.
A este duende, mi muy querido Schlemihl, confío tus sonrisas y tus lágrimas, y sea lo que Dios quiera.
FOUQUÉ
Nennhausen, finales de mayo de 1814
4 La mujer de Hitzig había muerto recientemente. [N. de la T.]
CARTA A FOUQUÉ, DE HITZIG
¡YA TENEMOS LAS CONSECUENCIAS de tu desesperada decisión de imprimir el relato de Schlemihl, que debíamos haber guardado como un secreto entre nosotros! No solamente lo han traducido los franceses, los ingleses, holandeses y españoles, y lo han reimpreso los americanos e ingleses, de lo que informé ampliamente en nuestro culto Berlín, sino que también en nuestra querida Alemania se prepara una nueva edición con las ilustraciones de la edición inglesa que el famoso Cruikshank hizo sacadas del natural.5 Con lo cual la historia, sin duda, se conocerá más ampliamente. Y te hubiera acusado públicamente por tu manera arbitraria de proceder (pues en 1814 no me dijiste ni una palabra de la publicación del manuscrito) si no te considerara suficientemente castigado por el hecho de que nuestro Von Chamisso, durante su vuelta al mundo en los años 1815-1818, ya se quejó de todo en Chile, en Kamchatka6 y en casa de su amigo, el difunto Tameiamaia7 de Oahu.
Pero, aparte de esto, lo hecho, hecho está y también es verdad que tienes razón, porque muchos, muchos amigos en estos trece años pasados están encantados, como nosotros, con el libro desde que vio la luz. Jamás olvidaré el momento en que se lo leí a Hoffmann.8 Estuvo pendiente de mis labios, divertido y lleno de interés, hasta que lo terminé. No pudo esperar a conocer personalmente al poeta y, a pesar de que odia toda imitación, no resistió la tentación de hacer una variante (bastante desdichada) de la idea de la sombra perdida en su relato “La aventura de la noche de san Silvestre” con la pérdida de la imagen de Erasmus Spikher en el espejo. Y es verdad que entre los niños también ha sabido nuestra maravillosa historia abrirse camino. Una vez que en un claro atardecer de invierno subía yo por la calle Burg con el autor, cogió a un chico que iba patinando y que se rio