Yo, imagen de la Divinidad, yo que me figuraba estar ya muy cerca del espejo de la verdad eterna, que gozaba de mí mismo, bañado en la luz y el esplendor celeste, y había despojado al hijo de la tierra; yo, superior al querubín, yo, cuya libre fuerza, llena de presentimientos, ya pretendía osadamente correr por las venas de la Naturaleza, y, creando, aspiraba a gozar de la vida de los dioses, ¡cómo debo expiarlo! Una palabra potente como el rayo me ha anonadado.
No puedo pretender igualarme a ti. Si tuve poder para atraerte, no lo tuve para conservarte junto a mí. En aquellos felices instantes ¡sentíame a la vez tan pequeño y tan grande! Me rechazaste, despiadado, hacia la incierta suerte humana. ¿Quién me instruirá? ¿Qué debo evitar? ¿Tengo que ceder a aquel impulso? ¡Ay! Nuestras mismas acciones, lo mismo que nuestros sufrimientos, entorpecen la marcha de nuestra existencia.
En las más sublimes concepciones del espíritu se ingiere de continuo materia cada vez más extraña. Cuando llegamos a lo bueno de este mundo, lo mejor se califica entonces de engaño e ilusión. Los nobles sentimientos que nos dieron la vida se amortiguan en medio del bullicio mundanal.
Si la fantasía, llena de esperanza y con vuelo audaz, se extiende de ordinario hacia lo infinito, un breve espacio es suficiente para ella cuando una dicha tras otra naufragan en el remolino de los tiempos. Al punto anida la inquietud en el fondo del corazón, engendrando allí secretos dolores, y se agita intranquila turbando placer y reposo. Cúbrese sin cesar con nuevos disfraces y puede aparecer ora como hacienda y hogar, ora como esposa e hijo, o bien como fuego, agua, puñal o veneno. Tiemblas ante todo lo que no te afecta, y tienes que llorar sin tregua aquello que nunca perdiste.
No; no me igualo a los dioses. Harto lo percibo. Me asemejo al gusano que escarba el polvo: mientras busca allí el sustento de su vida, le aniquila y sepulta el pie del caminante.
¿No es polvo también todo cuanto llena estos cien estantes de los altos muros que me oprimen; ese fárrago, que con mil fruslerías me ciñe en este mundo de polilla? ¿Y es aquí dónde he de encontrar lo que me falta? ¿Tengo acaso necesidad de leer en estos mil libros que en todas partes se atormentaron los hombres, y que sólo acá y allá ha habido uno dichoso?
Y tú, vacía calavera, ¿qué gesticulas, cual si me dijeras que tu cerebro, desconcertado en otro tiempo como el mío, buscó la serena luz del día, y sediento de verdad, erró lastimosamente en el triste crepúsculo?
Vosotros, instrumentos, sin duda os burláis de mí con esas ruedas y esos dientes, cilindros y arcos. Yo estaba ante la puerta; vosotros debíais ser las llaves, y con todo y tener vuestras guardas bien rizadas, no movéis el pestillo. Misteriosa en pleno día, la Naturaleza no se deja despojar de su velo, y lo que ella se niega a revelar a tu espíritu, no se lo arrancarás a fuerza de palancas y tornillos. Tú, vetusto ajuar que nunca utilicé, ahí te estás sólo porque mi padre se sirvió de ti. Y tú, vieja polea, ¡cómo te has ennegrecido desde que la triste lámpara ha humeado sobre este pupitre! Mucho mejor hubiera obrado yo disipando lo poco que poseo, que estarme aquí sudando agobiado por el peso de tal escasez. Lo que tú heredaste de tus padres, adquiérelo para poseerlo. Lo que no se utiliza es una carga pesada; sólo puede aprovechar aquello que crea el momento.
Mas, ¿por qué se fija mi vista en aquel sitio? ¿Es aquel pequeño frasco un imán de los ojos? ¿Por qué de improviso todo se vuelve para mí suavemente claro, como cuando de noche, en medio de la selva tenebrosa, nos baña el resplandor de la luna?
Yo te saludo, redoma singular, que con veneración bajo ahora de tu sitio. En ti honro el ingenio y el arte del hombre. Tú, agregado de benéficos jugos soporíferos; tú, extracto de todas las sutiles fuerzas mortales, da a tu dueño una muestra de tu favor. Te miro, y el dolor se mitiga; te tomo en mis manos, y mengua el afán, baja poco a poco la marea del espíritu. Siéntome arrastrado a la alta mar, el espejo de las olas brilla a mis pies, hacia nuevas playas me atrae un nuevo día.
Sostenido por leves alas, un carro de fuego flota en el aire, acercándose a mí. Dispuesto me siento a cruzar el éter por inusitada vía, lanzándome a nuevas esferas de pura actividad. Pero esa existencia sublime, esos deleites divinos, tú, que hace un instante eras un gusano, ¿los mereces? Sí; vuelve con ánimo resuelto la espalda al bello sol de la tierra. Decídete con osadía a forzar las puertas ante las cuales todos querrían pasar de largo. Llegó ya el momento de probar con hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses; hora es ya de no temblar frente a ese antro tenebroso en donde la fantasía se condena a sus propios tormentos; de lanzarse hacia aquel pasaje, alrededor de cuya estrecha boca vomita llamas todo el infierno; de resolverse a dar este paso con faz serena, aun a riesgo de hundirse en la nada.
Desciende ahora, y sal de tu viejo estuche, copa de límpido cristal, en la que no pensaba desde hacía muchos años. Lucías en las regocijadas fiestas de mis antepasados, y alegrabas a los graves comensales según ibas pasando de uno a otro. La rica magnificencia de tus numerosas figuras con tanto arte labradas, la obligación que tenía el bebedor de explicarlas en rimas y de vaciarte de un solo trago, evocan en mí el recuerdo de más de una noche de la juventud. No te pasaré ahora a ningún vecino, ni haré gala de mi ingenio ensalzando tus primores. He aquí un licor que produce súbita embriaguez. Su parda onda llena tu cavidad. Yo mismo lo preparé y lo elijo para mí. Sea ésta mi libación postrera, que consagro, con toda el alma y como solemne y supremo saludo, al mañana.
Se lleva la copa a la boca. Tañido de campanas y canto en coro.
CORO DE ÁNGELES
¡Cristo ha resucitado! ¡Júbilo al mortal, que estaba encadenado por los funestos e insidiosos vicios hereditarios!
FAUSTO
¿Qué profundo rumor, qué armónico son arranca de un modo violento la copa de mis labios? ¿Anunciáis ya, broncas campanas, la primera hora solemne de la fiesta de Pascua? Y vosotros, celestes coros, ¿entonáis ya el himno consolador que largo tiempo ha, en la noche del sepulcro, salía de los labios de los ángeles, como prenda de nueva alianza?
CORO DE MUJERES
Con aromas lo ungimos nosotras, sus fieles; lo depositamos en el sepulcro, lo envolvimos con limpias vendas y blancos cendales, y ¡ay!, ¡no encontramos a Cristo aquí!
CORO DE ÁNGELES
¡Cristo ha resucitado! ¡Feliz aquel que ama, aquel que ha resistido la dolorosa, saludable y aleccionadora prueba!
FAUSTO
¿Por qué venís a buscarme en el polvo, dulces y poderosos acentos celestiales? Resonad doquiera que haya hombres débiles. Oigo bien el mensaje, pero fáltame la fe, y el hijo predilecto de la fe es el milagro. No me atrevo a aspirar a esas esferas desde donde se deja oír la feliz nueva; y a pesar de ello, estos acentos a que estoy habituado desde mi niñez, me llaman ahora de nuevo a la vida. Otras veces, en medio del austero recogimiento del domingo, descendía sobre mí el ósculo de amor celeste; entonces resonaba, llena de presagios, la multitud del sonido de las campanas, y la plegaria constituía para mí un férvido deleite; un dulce e inexplicable anhelo me impelía a divagar por bosques y praderas, y bañado en ardientes lágrimas, sentía nacer un mundo para mí. Este canto anunciaba los alegres juegos de la juventud, la franca felicidad de las fiestas primaverales. Tal recuerdo, impregnado de sentimiento infantil, me impide ahora dar el último, el más grave paso. ¡Ah! Seguid sonando, dulces cantos celestes. Una lágrima corre, la tierra me recupera.
CORO DE DISCÍPULOS
Excelso y lleno de vida, el Sepultado ha ascendido ya glorioso a las alturas. En el goce de la nueva existencia, está cercano a la felicidad creadora, en tanto que nosotros, ¡ay!, permanecemos en el seno de la tierra para sufrir. Nos deja a nosotros, los suyos, languideciendo aquí abajo. ¡Ah, Maestro!, lloramos tu felicidad.
CORO DE ÁNGELES
Cristo ha resucitado del seno de la corrupción. Romped gozosos vuestras ligaduras. Para vosotros, que le glorificáis con vuestras obras, que dais pruebas de amor, que os partís el pan como hermanos, que recorréis la tierra predicando a los hombres y prometiéndoles la bienaventuranza,