Culto, cultura y cultivo. Justo Gonzalez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Justo Gonzalez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религия: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786124252532
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los poderes que Roma parecía estarse adjudicando. En contraste, ahora que el Concilio Vaticano promulgaba la infalibilidad papal, la respuesta del mundo católico, especialmente en la arena política, no fue más que un gran bostezo. El papa podía decir de sí mismo lo que gustara. En fin de cuentas, aparte de sus más fieles seguidores, serían pocos los que le harían mucho caso. Al mismo tiempo, en los países protestantes se tomaba la declaración de la infalibilidad pontificia como la última y más clara demostración de la apostasía católica romana.

      En resumen, por una gran variedad de razones, el catolicismo romano del siglo diecinueve y de principios del veinte se declaró enemigo acérrimo de la modernidad, en la que veía una seria amenaza contra la fe. Y, por su parte, la modernidad se declaró también enemiga del catolicismo, y frecuentemente también de todo cristianismo o toda creencia en lo que no pudiese comprobarse por medios empíricos y supuestamente objetivos.

      En contraste, las nuevas circunstancias del siglo diecinueve redundaron en provecho del protestantismo. Ya he mencionado cómo fue durante ese siglo cuando las grandes potencias protestantes establecieron colonias por todo el mundo. En esos vastos imperios —unas veces con el apoyo de las autoridades coloniales, y otras contra la voluntad de estas— las misiones protestantes avanzaban rápidamente, de modo que pronto hubo fuertes iglesias protestantes en África, Asia y Oceanía. Esos imperios, al menos en su gobierno interno —pues frecuentemente el Gobierno de las colonias era otra cosa— subrayaban el derecho de los individuos a sus propias opiniones, la libre investigación, la libertad de cultos y la autonomía del Estado frente a la iglesia. En cierta medida, todas esas potencias se declaraban democráticas, dándole participación en el Gobierno y en sus decisiones al menos a cierta parte de su población.

      El protestantismo pronto abrazó todo esto. El siglo diecinueve produjo una gran variedad de sistemas teológicos protestantes, particularmente en Alemania. Aunque había grandes diferencias entre tales sistemas, prácticamente todos concordaban en un punto: el protestantismo y la modernidad han de marchar mano a mano, pues el protestantismo es la expresión moderna del cristianismo. Casi todos aquellos teólogos famosos del diecinueve dirían que cuanto hubiese en el cristianismo que no fuera compatible con la modernidad sería descartado como superstición, como reliquias de un tiempo pasado cuando las gentes no pensaban críticamente, sino que se sometían a la autoridad. Todo ello no era sino tergiversación del cristianismo, producto del oscurantismo medieval y de la actitud totalitaria del catolicismo romano.

      Aunque la mayoría de los fieles protestantes nunca siguió a aquellos teólogos hasta sus posturas más extremas, sí aceptó la idea de que el protestantismo era la forma moderna, y por tanto más avanzada, del cristianismo.

      En nuestra propia América, Diego Thomson, a quien se le acredita haber sido el primer misionero protestante, llegó como heraldo y expositor tanto de la Biblia como de la modernidad. Los gobiernos liberales en las recién nacidas naciones lo recibieron como un modo de contrarrestar a los conservadores, en su casi totalidad católicos tradicionalistas. Para ellos, Thomson no era tanto el misionero sino el educador que venía proponiendo y demostrando un nuevo método educativo —el lancasteriano— que para aquel entonces representaba la cumbre de la modernidad.

      En cierto sentido, era todo eso lo que estaba tras el libro de Hoffet, que tanto nos gustaba a mis correligionarios y a mí. Por ello, frecuentemente les señalábamos a nuestros compañeros católicos que en nuestras iglesias se practicaban principios democráticos, que en nuestras iglesias cualquiera podía hablar, que todos leíamos la Biblia y llegábamos a nuestras propias conclusiones. En nuestras iglesias celebrábamos el culto en nuestra propia lengua, y no en latín, de modo que todos pudieran entender lo que se decía, y en ellas no se le prohibía a nadie leer lo que quisiera.

      Mas, aunque yo no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba, mis luchas internas entre ser latinoamericano y ser evangélico, o como dije antes, entre Balmes y Hoffet, no eran solamente mías, sino parte del ambiente de aquellos años en los que todavía el catolicismo romano no había llegado al Concilio Vaticano ii, y el protestantismo no había tenido que abocarse al fracaso de la modernidad. Nuestros argumentos en la escuela eran reflejo de contrastes y conflictos mucho más amplios que yo mismo no empezaría a entender sino veinte o treinta años más tarde.

      Todo lo que antecede no tiene el propósito de volver a enfrascarnos en una nueva controversia entre católicos y protestantes acerca de quién tiene la razón, ni tampoco entre unos evangélicos y otros en cuanto a cuál debe ser nuestra actitud ante el catolicismo romano o ante la modernidad. Tiene más bien dos propósitos. El primero es hacernos ver que las cuestiones que estamos planteando siempre tienen lugar dentro de un contexto histórico, y que para entenderlas se debe tener en cuenta ese contexto. Y su segundo propósito es explicar por qué ya desde mucho antes de iniciar mis estudios teológicos, la cuestión de la relación entre el cristianismo y la cultura me resultaba inquietante. ¿Sería posible ser evangélico cabalmente, tan evangélico como cualquiera de los misioneros que venían de Norteamérica, y al mismo tiempo ser cabalmente latinoamericano, tan latinoamericano como el que más?

      Fui entonces al seminario y allí quedó confirmada la dificultad del problema. Al estudiar la historia de la iglesia, resultaba claro que el protestantismo floreció y triunfó principalmente en los territorios que no habían sido parte del Imperio romano, o algunos que, aunque sí fueron conquistados por los romanos, siempre estuvieron en las márgenes del Imperio. Esto puede verse claramente hasta el día de hoy: donde se hablan lenguas romances prevalece el catolicismo romano; y donde se hablan lenguas germánicas prevalece el protestantismo. Así, Portugal, España, Bélgica e Italia son países católicos, mientras Holanda, Escocia y Escandinavia son protestantes. Lo que es más, los grandes conflictos entre el protestantismo y el catolicismo romano tuvieron lugar precisamente en los territorios donde la romanización no había penetrado tanto como en los países del Mediterráneo. Por largo tiempo, Inglaterra estuvo en la balanza, sin que se pudiera saber hacia qué lado iba a caer. Alemania se vio dividida entre una multitud de Estados, unos protestantes y otros católicos, hasta que tras cruentísimas guerras se decidió por la tolerancia. Pero lo que a la postre sucedió fue que los territorios al sur del país —los más romanizados— resultaron ser católicos, mientras que los del norte son protestantes.

      El caso de Calvino es interesantísimo. El gran teólogo de la tradición reformada era francés, francés de convicciones patrióticas, hasta escribió su famosa Institución de la religión cristiana tanto en latín como en francés, y se la dedicó al Rey de Francia. Su última versión, la de 1560, está en francés. El impacto de Calvino en Francia fue grande, al punto que hubo en el país guerras civiles en las que el tema de la religión fue central. Pero, con todo eso, a la postre Francia rechazó el calvinismo, al tiempo que Escocia, Holanda y algunas regiones de Suiza y Alemania lo adoptaron. A partir de entonces, rara vez se escucharía a aquel hijo de Francia, rechazado por los suyos y por su cultura, hablar en francés, mientras que serían millones quienes le leerían en holandés, inglés o alemán. ¿Sería que Calvino, como yo —y también como yo, sin quererlo, y en el caso de él, sin siquiera saberlo— se vio obligado a escoger entre ser francés y ser protestante? La pregunta no resultaba sólo inquietante, sino también desconcertante.

      En resumen, hacia el final de mis estudios de seminario me encontraba en una serie de dilemas teológicos y culturales. Por un lado, no podía aceptar la tesis según la cual el protestantismo no tiene lugar en la cultura latinoamericana. Por el otro, los hechos mismos parecían probar lo contrario. Por un lado, quería ser genuina y cabalmente latinoamericano. Pero también era y quería ser evangélico, lo cual parecía estar irremisiblemente atado a una cultura foránea. Por un lado, Hoffet; por otro, Balmes. Por un lado la fe, indiscutiblemente evangélica; por otro la cultura, indiscutiblemente latina.

      La tarea resultaba clara, pero el camino era escabroso y desconocido. Si Calvino no logró que su fe evangélica llegara a plasmarse en la cultura francesa, ¿habría esperanza de que nuestra fe, igualmente evangélica, se plasmara en nuestra cultura latinoamericana? ¿Cómo podríamos lograrlo? En cierto modo, esa ha sido una de mis principales preocupaciones teológicas por casi medio siglo, y por ello creo que es hora de que reflexionemos un poco más acerca del aparentemente trillado tema de las relaciones entre la fe y la cultura, aunque debo señalar