Culto, cultura y cultivo. Justo Gonzalez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Justo Gonzalez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религия: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786124252532
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por el pastor reformado alsaciano Fréderic Hoffett, y se había publicado en castellano bajo el título de Imperialismo protestante. La tesis de aquel libro era que el protestantismo necesariamente conducía a un orden social más avanzado y más justo. Lo que aquel pastor había hecho era comparar toda una serie de estadísticas, poniendo a un lado los países protestantes, y al otro los católicos. A un lado Italia, España, Portugal y la América Latina. Al otro, Gran Bretaña, Alemania, los Estados Unidos, Australia. Las estadísticas parecían irrefutables. El analfabetismo, los nacimientos ilegítimos, las enfermedades venéreas, el subdesarrollo económico, la mortalidad infantil, las desigualdades sociales... todas las estadísticas negativas resultaban ser más altas en los países católicos que en los protestantes. Y lo contrario era cierto: estadísticas positivas, tales como el nivel de educación, la longevidad, el empleo, los niveles de ingresos, etc., eran mayores en los países protestantes. En consecuencia, decía Hoffet, los graves problemas de los países católicos se deben a su catolicismo, y los grandes adelantos de los protestantes a su protestantismo.

      Para nosotros, aquel era un argumento contundente. Ahora podíamos decirles a nuestros compañeros de clase, en nuestros interminables debates, que todo lo que debían hacer era mirar unos ciento cincuenta kilómetros al norte, y allí verían cuánto de valor hay en el protestantismo y en sus consecuencias sociales y económicas.

      Pero, aunque no nos dábamos cuenta de ello, el problema estaba en que al hacer uso de tal argumento estábamos precisamente dándoles más base a quienes decían que el protestantismo era un elemento foráneo que subvertía y desvaloraba nuestra cultura, y que, por tanto, ser buen cubano era también ser buen católico o al menos no ser protestante, puesto que el catolicismo que existía entonces en mi país podía contar con muy pocos buenos católicos.

      Para complicar las cosas, vivíamos entonces hacia el final de uno de los períodos de mayor diferencia y tensión entre el catolicismo y el protestantismo. Aunque las diferencias teológicas entre ambas tradiciones se establecieron en el siglo dieciséis, y en el diecisiete hubo cruentas guerras de religión, lo cierto es que el contraste entre ellas nunca fue mayor que en el siglo diecinueve y, en cierta medida, la primera mitad del veinte.

      La Revolución francesa y las gestas independentistas americanas trajeron una nueva realidad política. Tanto España como Portugal y Gran Bretaña sufrieron enormes pérdidas territoriales en los imperios que habían logrado formar. Los imperios portugués y español nunca más recobrarían lo perdido, y acabarían por desaparecer. En contraste, el británico, a pesar de perder trece de sus colonias norteamericanas, alcanzó enorme expansión en África, Asia y Oceanía. Las pérdidas territoriales de los imperios tradicionalmente católicos fueron acompañadas de una vasta expansión por parte de británicos, holandeses, daneses y otras potencias protestantes.

      Mucho más impactante que las pérdidas o ganancias territoriales fue la capacidad o incapacidad del protestantismo y del catolicismo para adaptarse a las nuevas circunstancias. Debido a su estructura centralizada, y a la idea de que esa estructura era parte de la naturaleza misma de la iglesia, el catolicismo tuvo enormes dificultades para adaptarse a las nuevas realidades políticas. Las antiguas colonias españolas y portuguesas no pensaban haberse rebelado contra el Papa, sino contra sus gobiernos coloniales. Por ello la mayoría de nuestras primeras constituciones americanas afirmaban que el catolicismo era la religión oficial del Estado. Pero desde el punto de vista de las autoridades eclesiásticas no bastaba con esto. El papado estaba comprometido con una visión centralizada y altamente jerárquica, de modo que para ser buen católico había que sujetarse, no sólo al Papa, sino también a las autoridades civiles por él sancionadas. Esto tenía larga historia en nuestra América, donde el Patronato Real había dado a las coronas española y portuguesa enormes poderes sobre la iglesia en sus colonias. Luego, aunque los rebeldes americanos veían en sus acciones sólo el deseo de librarse del yugo colonial, el papa y sus consejeros no podían sino ver en ellas también una rebelión contra la autoridad pontificia. Como es de todos sabido, esto trajo difíciles conflictos entre las nuevas repúblicas y Roma, con la consecuencia de que nuestra América, al tiempo que siguió siendo profundamente católica, en algunos lugares se volvió también profundamente anticlerical.

      En contraste, cuando las colonias británicas en Norteamérica se independizaron, aunque la oficialidad de la iglesia de Inglaterra se opuso al proceso, hubo varias otras denominaciones que ya habían echado raíces en este hemisferio. Puesto que el protestantismo no tenía en su mayor parte la ideología centralizadora que se había vuelto parte integrante del catolicismo, las iglesias en las antiguas colonias británicas —ahora los Estados Unidos de Norteamérica— no sufrió los descalabros de su contraparte más al sur. En algunos casos surgieron denominaciones nuevas, separadas de las iglesias en Gran Bretaña a que habían pertenecido. Pero, por lo general, las iglesias sufrieron relativamente poco en el proceso de la independencia norteamericana.

      Empero, el conflicto y contraste eran mucho más profundos. Las nuevas repúblicas nacidas de las revoluciones a fines del siglo dieciocho y principios del diecinueve se fundaban sobre ideales que chocaban con buena parte de la práctica católica tradicional. Esos ideales incluían, por ejemplo, el derecho del individuo a sus propias opiniones, a seleccionar y juzgar sus lecturas, y a actuar de acuerdo con sus propias conclusiones y convicciones. Esto se oponía a la práctica tradicional de la Iglesia Católica Romana, que publicaba un Índice de libros prohibidos, insistía en que los fieles debían concordar en todo con las enseñanzas de la Iglesia —incluso con aquellas que los fieles mismos desconocían, pero debían aceptar por fe implícita en la iglesia— y castigaba al menos con excomunión a quienes diferían de sus doctrinas. En las nuevas naciones —incluso las que se declaraban oficialmente católicas— se fue imponiendo el principio de la autonomía del Estado, que no tenía obligación alguna de sujetarse a los dictados de la jerarquía eclesiástica. Como medio de sostener esa autonomía, y de promover la libertad de pensamiento entre sus ciudadanos, varios Estados comenzaron a responsabilizarse por la educación de sus ciudadanos, y a hacerlo en escuelas independientes del control eclesiástico. Todo esto era anatema para las autoridades católicas, y en particular para Roma. En Italia misma, los estados pontificios se veían amenazados por el creciente nacionalismo italiano, que buscaba la unificación de la península.

      Todo esto llegó a su punto culminante durante el pontificado de Pío ix —el más largo de toda la historia. Este papa fue quien por fin perdió los estados pontificios, de los cuales se le permitió retener sólo el Vaticano y otras pequeñas posesiones. Pío ix fue el primer papa en promulgar una doctrina —la de la inmaculada concepción de María— sobre la base de su propia autoridad, sin mediación de un concilio o de ningún otro cuerpo eclesiástico. Fue él quien en el año 1854 promulgó el Sílabo de errores, en el cual se listaban errores que ningún buen católico debía aceptar. Entre esos errores se contaban el Estado secular, el derecho al libre juicio, la educación pública bajo el control del Estado, y varios otros del mismo tono. Y fue Pío ix quien ocupaba la sede romana cuando, por acción del Primer Concilio de Vaticano, el papa fue declarado infalible.

      La reacción del resto del mundo a la promulgación de la infalibilidad papal muestra hasta qué punto el papado había perdido verdadero poder. Cuando, tres siglos antes, el Concilio de Trento comenzó la reestructuración de la iglesia medieval, creando la estructura centralizada que ha caracterizado