Irónicamente, esta vez N. T. Wright toma su lugar en la mesa en una conversación que alguien podría descartar por su hálito neocolonialista. Wright sostiene un debate con John Piper, quien es más conocido en nuestros vecindarios debido a sus credenciales de evangélico purasangre. Wright y Piper podrían quedarse solos en sus debates domésticos como si se tratara de un asunto que solo puede incumbir a dos dignos herederos de imperios desaparecidos (Wright) y en desaparición (Piper). Además —agregaría nuestro crítico hipotético—, en sus disputas, los dos voceros occidentales ni siquiera se molestan en aventurarse fuera del rincón del Atlántico Norte en el que viven. Por ejemplo, todos los autores por ellos citados —continuaría diciendo nuestro comentarista imaginario— provienen de Estados Unidos o de Inglaterra, con algunos alemanes esparcidos aquí y allá.
De hecho, N. T. Wright menciona a los teólogos con tanta familiaridad, que un lector fiel de sus libros —como yo— se siente tan incómodo como un entrometido en la intimidad de un jardín interior donde dos pesos pesados luchan con problemas que no son de su (mi) interés.
En efecto, esos temas no me involucrarían si no fuera por la retórica evangélica hoy reinante en los cotarros cristianos del mundo hispanohablante y que parece estar a tono con la expuesta por John Piper. La de Piper es la voz que insiste en que uno se justifica porque emite un enunciado que lo pone del lado de una propuesta teológica con un largo historial de aprobación de desigualdades sociales y económicas de cuño colonial. Con todo, y a pesar de reducirse enfermizamente a la parcela noratlántica, la conversación Wright-Piper es relevante para nosotros en el Sur global y, particularmente, para su sección de habla hispana. No obstante, un lector empedernido como este amanuense puede encontrar decepcionante que una figura tan imponente como N. T. Wright ignore totalmente las contribuciones de los eruditos no occidentales. Solo un botón de muestra: es difícil aceptar que una voz como la de Elsa Támez, relevante y todo, principalmente la que se escucha en Contra toda condena: La justificación por la fe desde los excluidos,1 no haya llamado la atención de Wright. Por supuesto, sin que ello menoscabe su solidez, un trabajo académico como el de Wright no puede dar cuenta de todo lo que sucede bajo el sol. Algunas íes, necesariamente, van a quedar sin sus puntos.
Sin embargo, este debate, a pesar de que se desarrolla en acentos innegablemente neocoloniales, lleva consigo las semillas de una nueva siembra que algunos (por ejemplo, JuanUno1 Ediciones) están regando hoy. Son las semillas para una sementera de esperanza. En este momento, América Latina está siendo pretendida por aquellos que temen que sus privilegios se encuentren en riesgo. En todo el continente vemos el surgimiento de una combinación peligrosa: la de las políticas autoritarias de extrema derecha y la de un discurso pseudoneocalvinista en el que esas políticas buscan su justificación. Los lazos comunes que unen a las comunidades se debilitan intencionalmente a medida que las políticas públicas traen al escenario político la equivalencia a la “salvación individual”, tan característica de una soteriología evangélica, que Wright se esfuerza por desmantelar. A lo largo de esas líneas soteriológicas, según las cuales el medio ambiente no tiene un papel a desempeñar en los sueños de liberación y redención de Dios, el primer violín lo ejecuta la destrucción total de la creación de Dios para complacer un consumismo sin fondo centrado en el ego. Es una ejecución que todos podemos escuchar y ver. Ese futuro distópico que los evangélicos aprendieron a cultivar (cortesía del dispensacionalismo) como el punto Omega de fuego y azufre hacia el que se dirige el cosmos todavía ocupa vastas extensiones del imaginario colectivo; por lo cual, mis correligionarios no se esfuerzan en absoluto por construir alternativas de justicia, paz y reconciliación unos con otros y con el medio ambiente.
Es posible que N. T. Wright se sorprenda (y que, tal vez, no le provoque el más mínimo gesto de aprobación) al descubrir que su libro sobre justificación en la literatura paulina pulse unas cuerdas que llevan una fuerte carga política no intencionada —como las que aquí se pulsan. Sin embargo, en su conversación con Piper se hace evidente que la justificación como actor clave en el drama de la salvación juega un papel principal aquí y ahora, en la trama que se está desarrollando en la historia de este lado de la eternidad, en el lodazal de lo histórico-político.
Por lo tanto, lean el libro que aquí se presenta con sus oídos abiertos a la batalla que se libra a nuestro alrededor. Las voces de Wright y Piper serán útiles. Ellos pueden embelesarse citando académicos aquí y allá, y con ello pueden dar la impresión de que no les importa si nosotros seguimos su razonamiento o no. Al fin y al cabo, no somos angloparlantes nativos. Podrían fruncir el ceño ante nuestro acento extranjero si nos atreviéramos a levantar la mano en la sesión de preguntas y respuestas. Y preguntas es lo que tenemos. Por ejemplo: toda esa justicia de Dios que Wright rastrea desde Deuteronomio 30, desde Daniel 9, ¿tiene algo que decirle a un continente tan victimizado, al punto de no estar seguros de si somos nosotras y nosotros (mujeres, el medio ambiente, comunidades aborígenes, campesinos, estudiantes, los urbanos pobres) los que hemos de ser perdonados? ¿No será, antes bien, al contrario? ¿No será, acaso, que el perdón deba venir de nosotras y nosotros, y que la justificación deba ser preocupación de otros actores? ¿Cuál justicia es la que está en juego cuando le oímos a Pablo —vía Wright— hablar de justificación?
La contribución de Wright es, por lo tanto, relevante para América Latina. Lo es, por cuanto reviste una importancia crucial para una dinámica que nos lleve a poner en perspectiva crítica los matices cristianos de los grandes relatos aún vigentes que excluyen a muchos de la mesa de la comunidad a la que la justicia de Dios nos invita a todos. Excluidos han quedado las mariposas y los árboles, los seres humanos y los ríos, las ciudades bulliciosas y los arroyos burbujeantes, las fiestas ruidosas y las alondras.
Siguiendo la empresa de Wright, que destaca el siglo en el que Pablo vivió y trabajó y del cual nos habla, redescubramos nuestros propios momentos históricos mientras luchamos con nuestro sentido de justificación o su ausencia. No es, como sugieren algunas versiones del posmodernismo, que la historia haya alcanzado su punto de Game Over. No estamos siendo arrojados a un presente interminable que se extiende sin rumbo hacia el vacío. El mensaje de justificación revela la falacia de la mentalidad neoliberal actual que manufactura una realidad monocromática e insiste en que la rica variedad de la vida debe sacrificarse en el altar del mercado para ser declarada digna. ¿Ante qué dioses y deidades se erigen esos altares?
Por lo tanto, en lugar de ver a nuestro continente, sus habitantes, sus paisajes como atados a los grilletes de su larga historia de violencia y violación colonialista, volvamos nuestros ojos a una justificación, cuyas raíces se hunden profundamente en un pacto de resistencia y celebración entre Dios, el medio ambiente y las personas. Redescubramos la relevancia de tal mensaje. Las palabras de Wright muestran el camino. Pero, eso sí, prepárense para la gimnasia exegética que les espera.
1 Elsa Támez, Contra toda condena: La justificación por la fe desde los excluidos, San José, Costa Rica: Editorial DEI, 1991.
PrÓLOGO
Cuando escuché acerca del libro de John Piper, The Future of Justification: a Response to N. T. Wright, me debatí entre dos reflexiones. Por un lado, como dicen, al actor no le importa si su papel es el del héroe o el del villano siempre y cuando su nombre figure en la marquesina. Por otro lado, existe el peligro de que, si la gente te identifica solo como el villano, la imagen pueda permanecer al punto que ya puedas desempeñar otro papel. así que, a pesar de mi reticencia inicial a dejarme llevar por los detalles del debate cuando estoy realmente