En consecuencia, podemos ubicar las relaciones de los grupos inmigrados dentro de la segunda dimensión, por la posibilidad del ejercicio democrático adquirido por los inmigrantes que obtienen la ciudadanía del país receptor y que posteriormente trabajan en grupos políticos a favor de los inmigrantes, y en la tercera, en la que se puede ubicar a los inmigrantes que no tienen su situación de residencia regulada y originan las difusas y múltiples acciones policíacas frente a su tránsito al no contar con una posición regulada en la sociedad.
En efecto, los pilares de la modernidad que determinan un sistema de seguridad mundial son, según Giddens (1994), basados en criterios económicos a través de la relación entre las dimensiones institucionales de la modernidad y las dimensiones de la globalización (ver figura 3). Como dimensiones institucionales de la modernidad que se relacionan entre sí, tenemos: la vigilancia (control de información y supervisión social), el capitalismo (acumulación de capital en el contexto de mercados competitivos de trabajo y productos), el poder militar (control de los medios de violencia en el contexto de la industrialización de la guerra) y el industrialismo (transformación de la naturaleza: desarrollo de un entorno creado).
FIGURA 3. Relación entre dimensiones institucionales de la modernidad y las dimensiones de la globalización. Fuente: Giddens (1994, p. 64).
Las dimensiones de la globalización que establecen relaciones mutuas entre las partes son el sistema de Estado nacional, la economía capitalista mundial, el orden militar mundial y la división internacional del trabajo (ver figura 4).
FIGURA 4. Dimensiones de la globalización que establecen relaciones mutuas entre las partes. Fuente: Giddens (1994, p. 73)
Por lo tanto, la relación entre las dimensiones institucionales de la modernidad y las dimensiones de la globalización se expresa en el proyecto moderno. Este pretende mantener la estabilidad de un orden económico mundial a través de su estrecha relación con dimensiones e instituciones de control militar y supervisión social, que prevengan y repriman cualquier ataque al sistema económico global.
Cabe precisar que el creciente recurso a la securitización por los Gobiernos para la gestión política se articula con el concepto de seguridad humana, establecido por la ONU, que se refiere a la protección del ser humano, más allá de la protección del territorio y de la soberanía del Estado (González, citado por Aldana y Ramírez, 2012, p. 87). De esta forma, la securitización se desliza en el campo de la seguridad interior y abre la posibilidad de la utilización de medios bélicos en actividades propias de la seguridad pública. En palabras de Orozco Restrepo (2006, p. 144), asistimos a la aceptación o legitimación de la ruptura de las reglas de juego político con el objetivo de despejar la amenaza.
No cabe duda de que, si bien son los Gobiernos los principales actores securitizadores, en la práctica, también los líderes políticos y los grupos de presión pueden liderar los procesos de securitización (Buzan y Hansen, 2009, p. 214). Por ello, en el caso del tema migratorio observamos que, además de las élites gobernantes, grupos sociales y políticos locales –directamente o por intermedio de sus representantes legislativos– ante los Gobiernos nacionales abogan para que se integre el tema migratorio en la agenda de la seguridad nacional. Más aun cuando, como expresión de un subconsciente colectivo, se incrementa la figura discursiva sobre la existencia de un enemigo inesperado y difuso que provoca un clima de miedo ante la presencia del otro y cataliza la expresión de discursos y actitudes de rechazo hacia las migraciones:
El uso del lenguaje con la figura discursiva sobre la existencia de un enemigo impredecible, invisible y súbito, posiciona en el subconsciente colectivo algo que desconocemos, que jamás vamos a controlar y que está siempre presente en nosotros, y provoca un clima persecutorio permanente. Ya no controla el agente o actor el espacio particular privado, necesita de la protección de un Estado que tenga la habilidad y certeza para usar la fuerza, la autoridad y los recursos necesarios para eliminar al enemigo imaginario, a costa de perder o permitir la invasión en la vida privada. (Salazar y Rojas, 2011, p. 34)
En este contexto, bajo el paraguas de la protección de la seguridad nacional, policías y militares son autorizados tácitamente a participar en actividades contra la inmigración –particularmente la irregular–, lo que en ocasiones puede llevar a cometer actos discriminatorios, contrarios a los derechos humanos universalmente reconocidos. En la práctica, se convierten entonces en los principales agentes securitizadores, puesto que su objetivo principal es identificar y neutralizar las amenazas que vehiculan los inmigrantes y sus redes, en general, así como identificar cuáles de ellos se encuentran en situación de irregularidad y detectar las redes de traficantes de inmigrantes, en particular. Esta práctica es habitualmente asociada al uso frecuente de la psicología del terror con el propósito de interiorizar en los conciudadanos el miedo al extranjero, la idea de los indocumentados como generadores de violencia e inseguridad, asociándolos con el terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico; esto contribuye a ver al migrante irregular o en situación de irregularidad como un enemigo interno.
Esta relación entre securitización y psicología del terror se expresa, en algunos casos, en la conformación de autodefensas civiles contra la potencial amenaza que deriva de la presencia del extranjero. Este fenómeno se evidencia en los grupos paramilitares en la frontera sur de Estados Unidos y los grupos de tendencia neonazi en Europa, que se sustentan sobre discursos antiinmigración, nacionalistas y xenófobos, basados sobre el rechazo a los elementos raciales y culturales extranjeros y diferentes a la identidad nacional histórica. Este tipo de posturas tienen auge sobre todo en tiempos de crisis; cuando se buscan chivos expiatorios o a quiénes culpar por la inseguridad política o las penurias económicas y sociales que padecen las poblaciones nativas, tal como sucedió después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, con la crisis económica de 2008 y con la gran crisis de 1929. Como hemos evidenciado que esta situación de miedo y odio al extranjero puede ser asociada a los procesos de securitización de las migraciones, vale la pena explorar algunas dimensiones de la xenofobia, el racismo y la discriminación en las sociedades modernas.
Racismo, xenofobia y discriminación
Para realizar una definición de racismo y xenofobia, es necesario tomar en cuenta el enfoque metodológico desde el cual se pretenden identificar las prácticas de rechazo a personas por su origen étnico, nacional, cultural o religioso. Por lo tanto, a partir de la aproximación teórica que propone Wetherell, el racismo se entiende “como el proceso de marginalizar, excluir y discriminar a aquellos definidos como diferentes sobre la base de un color de piel o pertenencia grupal étnica” (citado por Cea D’Ancona, 2009, p. 16).
También se reconoce la existencia de racismo de clase, cultural y simbólico. En el caso del racismo de clase, si “el racismo y la xenofobia son, en la mayoría de los casos, expresión de un clasismo muy arraigado”, encontraríamos un punto de conexión con la teoría marxista, ya que el racismo y la xenofobia pueden ser considerados como elementos de lucha entre opresores y oprimidos, que podrían ser superados al moderarse dicha confrontación de clases. En este orden de ideas,
el racismo cultural acaece cuando la identidad cultural del inmigrante contraviene la identidad de la población autóctona y esta siente que sus rasgos identitarios están amenazados. El inmigrante pasa a percibirse como amenaza a la pérdida de la homogeneidad cultural. (Cea D’Ancona, 2009, p. 7)
Por su parte, el racismo simbólico se relaciona con el rechazo