Migraciones y seguridad: un reto para el siglo XXI. Alejo Vargas Velásquez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alejo Vargas Velásquez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587837797
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anexión estadounidense de estos territorios generó un fuerte nacionalismo y un acentuado sentimiento antiestadounidense en México. Simultáneamente, los intentos del ejército del norte mexicano por evitar nuevas invasiones desde el norte provocaron en los colonos de ascendencia anglosajona de los nuevos territorios fronterizos, sobre todo en Texas, la percepción del mexicano como un individuo bárbaro y violento, y llevó a la conformación de movimientos antimexicanos.

      La realidad histórica ha demostrado que las relaciones entre estadounidenses y mexicanos han sido más complejas de lo que los imaginarios han transmitido. Si bien el tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848 incluyó cláusulas que garantizaban el derecho a la ciudadanía de aquellos mexicanos que optaron por permanecer en los territorios anexados por Estados Unidos (Durán, 2011, p. 96), Estados Unidos no reconoció los derechos sobre la tierra de los propietarios de origen mexicano.

      El tratado Guadalupe-Hidalgo resulta un evento trascendente para el desarrollo de las posteriores relaciones binacionales. A pesar de su cercanía geográfica y de la gran presencia de población mexicana en Estados Unidos, los Gobiernos federales estuvieron distanciados durante buena parte de los siglos XIX y XX. Las identidades y antagonismos que se generaron desde entonces de un pueblo hacia el otro marcan el inicio de la desconfianza mutua entre los dos Estados y se extienden en amplios sectores poblacionales en ambos lados de la frontera.

      Así, en los estados fronterizos con México (California, Arizona, Nuevo México y Texas), sectores importantes de la sociedad estadounidense identifican la inmigración mexicana –y latina por extensión– como un factor de inseguridad. Por tanto, promueven la adopción de políticas estrictas –tanto federales como estatales– que criminalizan la migración irregular, así como la conformación de agrupaciones paramilitares para la vigilancia de la frontera y la protección de los ranchos en la zona. Esta desconfianza hacia el extranjero es derivada de un imaginario nativista, que tiende a calificar negativa y peyorativamente al mexicano y, por esta vía, a segregar al inmigrante proveniente del sur.

      El nativismo se refiere, en términos generales, a la construcción de una identidad nacional sustentada en la cultura, la religión y la raza. Al respecto, Durán (2011, p. 95) expone cómo el nativismo ha sido una actitud íntimamente ligada con la formación de la nación estadounidense, que privilegia una visión de corte autóctono y una conexión histórico-simbólica con un espacio o territorio particular. De esta forma, el nativismo estadounidense se concibe a partir de una nación anglosajona: de raza blanca, de habla inglesa y de religión protestante. Al igual que se rechazaba al inmigrante irlandés católico en el siglo XIX, el nativismo contemporáneo ve en el inmigrante latinoamericano, mestizo y católico, un elemento ajeno a la nación estadounidense. Esta imagen del latino es construida con base en una serie de estereotipos negativos derivados de la leyenda negra española, promovida por los ingleses durante el siglo XVI y basada en la consideración de una España incivilizada, intolerante, violenta y oscurantista. De esta forma, desde comienzos del siglo XX, sectores radicales en Estados Unidos han utilizado estos mismos prejuicios para cimentar una propaganda contra la población inmigrante mexicana.

      LAS LEGISLACIONES MIGRATORIAS EN ESTADOS UNIDOS

      Desde finales del siglo XVIII, Estados Unidos mantuvo una política de puertas abiertas a la inmigración e incluso, con la Ley de Inmigración de 1864, se buscó estimular el ingreso de extranjeros como medida para incrementar los flujos de población y satisfacer así las necesidades de mano de obra de la industria y de la agricultura (Cortés, 2003). No obstante, durante las últimas décadas del siglo XIX, el nativismo impregnó la normatividad en materia migratoria: el color de piel y las diferencias culturales sirvieron como parámetros para la adopción de medidas de contención al ingreso de inmigrantes de ciertas nacionalidades. Por ejemplo, la Ley de Exclusión China, aprobada por el Congreso en 1882, tuvo como propósito impedir el ingreso de nacionales chinos, quienes habían sido atraídos al país por la creciente fiebre del oro en California. Leyes similares se aprobaron en contra de nacionales japoneses a comienzos del siglo XX (Esquivel, 1993).

      La primera ley orgánica de inmigración [de Estados Unidos] fue adoptada en 1917 e incorporó la legislación existente, agregando nuevas restricciones. Además de la prohibición de admisión de analfabetas, de personas de constitución psicopática inaceptable, de alcohólicos y vagos, se definió una gran zona asiática a la que también se prohibía la inmigración. Entre otras, esta zona incluyó a ciertas regiones de China, India, Persia, Birmania, Siam y los estados malayos, parte de Rusia y Afganistán; también la mayor parte de las islas Polinesias y las islas de la India oriental. Poco después de que el Congreso aprobara esa ley, el Departamento de Trabajo –encargado de su administración en esos años– se valió de una excepción que permitió admitir temporalmente como trabajadores no inmigrantes a decenas de miles de mexicanos y canadienses. (García citado por Esquivel, 1993)

      Durante la Primera Guerra Mundial, los empresarios estadounidenses se vieron afectados por la reducción de la fuerza laboral proveniente de Europa, motivo que los condujo al reclutamiento masivo de trabajadores mexicanos (Durand, citado por González Reyes, 2009, p. 49; Cortés, 2003). Este proceso fue facilitado por el desarrollo de las líneas ferroviarias, lo que permitió un desplazamiento más expedito de obreros y labriegos provenientes del sur. Sin embargo, ya en 1917 se aprobó la primera norma para restringir el ingreso masivo de mexicanos generado por el desplazamiento de personas, como resultado de la Revolución de 1910 (Benítez, 2011, p. 180). Es por esta fecha que ocurre el primer cierre de la frontera y que el tema migratorio comienza a ser percibido como un problema de seguridad. Paradójicamente, las restricciones al ingreso de mexicanos promovieron el aumento de la contratación de indocumentados por parte de los hacendados sureños –que continuaban demandando mano de obra latina–.

      Posteriormente, en la década de 1920, se adoptó un sistema de cuotas –que sigue caracterizando, con ciertas reformas, la actual legislación migratoria– que estableció el número de inmigrantes que se aceptarían por cada país: un 2 % del total de residentes nacionales de ese mismo origen en los Estados Unidos (Esquivel, 1993). Inicialmente, la legislación estableció como límite la aprobación de hasta 290 000 visas de residencia por año. De estas, 120 000 visas estaban destinadas para solicitantes de origen latinoamericano, con excepción de los mexicanos (Durand, 2008, p. 45).

      No obstante, esto coincide con la creación en 1924 de la Patrulla Fronteriza, con lo cual se inicia formalmente el control gubernamental del tránsito terrestre de personas desde el sur. Así, aunque los mexicanos quedaron inicialmente excluidos de la medida de cuotas, la crisis económica del 29 generó un clima hostil hacia ellos –al considerarse que usurpaban empleos, de por sí escasos, a los trabajadores estadounidenses– e implicó el incremento exponencial de las deportaciones de indocumentados. De acuerdo con los datos presentados por Massey, Durand y Malone (citados por González Reyes, 2009, p. 49), entre 1929 y 1937 fueron arrestados y deportados 458 000 mexicanos, mientras que miles más decidieron regresar a su país ante el clima político adverso generado por el desempleo y la recesión.

      Con la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, el país debió importar mano de obra para suplir a aquellos jóvenes que debieron abandonar sus puestos de trabajo para unirse a las fuerzas armadas. En este contexto se produjo la suscripción, en agosto de 1942, del primer acuerdo migratorio formal entre Estados Unidos y México, el Programa Bracero. Mediante este programa, se permitió el traslado legal y temporal de campesinos y trabajadores mexicanos, para laborar como jornaleros en los ranchos de Texas, Colorado y Nuevo México. El acuerdo entre los dos países garantizaba un salario mínimo de 30 centavos por hora y un trato humano para los trabajadores mexicanos. Sin embargo, muchos de los braceros debieron enfrentar abusos por parte de los patronos, alojamiento deficiente, discriminación e incumplimiento de contratos. El Programa Bracero se extendió hasta 1964 y representó el ingreso de más de 4,6 millones de jornaleros mexicanos a territorio estadounidense (Centro para la Historia y Nuevos Medios, 2013).

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