Al principio, soñaba con su regreso, lo deseaba fervientemente, como si hubiera desaparecido del pueblo por error. Porque suponer que él haría lo correcto, y era lo que había supuesto, habría resuelto sus problemas de forma limpia y ordenada. Porque su vuelta habría dado sentido al caos en que se había convertido su vida tras su partida.
Y porque se imaginaba que estaba enamorada de él.
Pero él no se había dignado a romper con su meteórico ascenso a la riqueza para volver. Entonces, ella habría recibido su regreso con placer. En lugar de eso, volvía ahora, cuando ella menos lo deseaba. Y no solo porque ya no creyera en algo tan infantil como estar enamorada.
–¿Quién es «él»? –preguntó Pascal–. ¿Y por qué te imaginas que quiero quedarme con «él», sea lo que sea lo que eso signifique?
A ella no le pasó desapercibida la afrenta en aquella voz profunda que había hecho lo posible por olvidar.
Seguía arrodillada en el suelo, apoyada en los talones. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Le pareció más alto de lo que recordaba, mientras que se imaginaba que ella le parecería consumida e infinitamente endurecida por los años, porque así era como se sentía.
Años antes tenía fe. Creía que la gente era fundamentalmente buena y que las cosas le saldrían bien, aunque fuera una niña abandonada.
Pero había aprendido la lección.
Pascal, en cambio, parecía recién salido de una de esas revistas cuya existencia ella fingía no conocer y que hojeaba para ver su rostro. Se había convertido en hombre altivo y arrogante, que no se parecía en absoluto al hombre destrozado al que ella había cuidado con alegría.
Si no fuera por las cicatrices a la izquierda de la mandíbula, que ella sabía que continuaban hasta el pecho, aunque las recordaba más rojas e inflamadas que las líneas blancas que veía, le hubiera sido difícil imaginar que algo había afectado a aquel hombre.
Y mucho menos ella.
Al pensarlo, tuvo ganas de echarle por encima el cubo de agua sucia para estropearle el precioso traje que llevaba con tan inconsciente y masculina elegancia.
¡Cómo lo odiaba!
Le había resultado fácil burlarse de aquellas fotos suyas, decirse que estaba mucho mejor sin un hombre que iba a semejantes sitios, con semejante gente y vestido de aquella manera, con una ropa que costaba un dinero que ella nunca tendría ni por asomo. Un dinero que ni siquiera deseaba tener, porque era corrosivo.
Siempre había llevado una vida sencilla. Las cosas se le habían complicado seis años antes, pero de todos modos, su vida era sencilla.
Y nada referente a Pascal Furlani lo era.
Tampoco su forma de reaccionar ante él.
Cecilia había olvidado que su presencia llenaba el sitio en que se hallaba, la habitación del hospital o, ahora, la iglesia, simplemente estando allí, con los negros ojos brillándole
El problema era lo fascinante que resultaba.
Había cambiado desde su marcha del hospital. Había ganado peso y parecía sólido, grande y fuerte, con poderosos músculos que indicaban cuánto cuidaba su cuerpo.
Pero Cecilia no quería pensar mucho en su cuerpo.
El cabello negro era el que recordaba. Lo llevaba muy corto y aumentaba la fascinación de sus negros ojos.
Parecía un centurión romano de nariz aquilina, labios sensuales y rasgos graves e impasibles.
Y ella odiaba saber cuál era su sabor.
–No eres bienvenido –le dijo–. Se lo dejé claro a tus espías. No hacía falta que vinieras hasta aquí.
–No tengo espías, Cecilia.
–Llámalos como quieras –quería levantarse, pero se contuvo porque hacerlo haría aún más evidente que a ella le frustraba la diferencia de poder. Así que se quedó inmóvil, mirándolo de forma desafiante, como si fuera él quien estuviera en el suelo.
–Me dijeron que formaban parte del consejo de administración de tu empresa. Me perdonarás si supuse que tenían algo que ver contigo. ¿O de verdad esperas que me crea que dos visitas, la tuya y la de tus subalternos, en tres semanas son una coincidencia?
–¿Han estado aquí miembros del consejo de administración?
Ella tardó unos segundos en asimilar su forma de decir «aquí», como si aquel pueblo, en el que había estado a punto de morir y había vuelto a nacer, estuviera tan por debajo de él que lo consternara la mera idea de que alguien de su consejo de administración lo visitara.
–Voy a decirte lo que les dije. No tienes nada que hacer aquí ni conmigo. Te marchaste. Así que no deberías haber vuelto ahora, sea cual sea la razón. No lo permitiré.
Los oscuros ojos de él brillaron.
–¿Ah, no?
–¿Qué quieres, Pascal? –preguntó apretando los dientes.
Él la miró desde su irritante altura.
–Creo que he venido a deshacerme de antiguos fantasmas.
–No reconocerías un fantasma aunque apareciera a los pies de tu cama, envuelto en cadenas y diciendo tu nombre con un gemido.
–¿Crees que tu recuerdo no me ha perseguido durante estos años, cara?
A ella no le gustó el apelativo cariñoso, como si fuera una cuchilla afilada con la que la quisiera cortar.
–Pues aquí estoy, a pesar de haberme jurado que no volvería.
–Pues te sugiero que te vuelvas por donde has venido y mantengas tu juramento.
Él no aceptó la sugerencia, sino que se quedó donde estaba y la examinó durante unos segundos.
–No sé por qué le interesas al consejo de administración de mi empresa –dijo al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad–. No he mantenido en secreto esa parte de mi vida. Todos saben que estuve a punto de morir en las montañas y que aquello me cambió profundamente. He hablado de ello con frecuencia. ¿Por qué han venido ahora? ¿Qué esperaban encontrar, además de a una antigua amante?
Cecilia se quedó sin aliento. No se imaginaba cuál sería la expresión de su rostro. «Una antigua amante». ¿Era eso todo lo que ella significaba para él?
Pero trató de serenarse. Debía hacerlo, no reaccionar ante la opresión que sentía en el pecho, la dificultad para respirar ni la aceleración del pulso.
Todo ello lo atribuía al miedo, mientas Pascal la miraba con arrogancia e impaciencia. Sin duda se trataba de pánico. Una extraña sensación, muy parecida a la anticipación, de que sus peores miedos iban a tomar forma, lo quisiera o no.
Esa reacción la entendía. Le preocupaban más las otras, sobre todo esa sensación, en el bajo vientre, de que se derretía, porque le indicaban la terrible verdad de lo que sentía ante la vuelta de Pascal y que intentaba negar desesperadamente.
Se levantó y al hacerlo se alegró de parecer quién y lo que era: una mujer que se ganaba la vida fregando suelos. En nada se parecía a las mujeres consentidas que siempre iban del brazo de Pascal en las revistas. No era como ellas ni nunca lo sería. No era elegante. Los vaqueros le quedaban grandes y estaban rotos y sucios. Llevaba una vieja camiseta debajo de la camisa de manga larga que se había atado a la cintura. Su cabello estaba hecho un desastre, a pesar de llevarlo recogido con un viejo pañuelo.
Suponía que su aspecto sería trágico para alguien como él. Sin duda se estaría preguntando cómo se había rebajado a tocarla. Ella se hacía la misma pregunta.
Pero eso era bueno, porque debía marcharse para no volver. Y si ahora lo desagradaba