Su ángel de misericordia. Su mayor tentación.
La mujer que casi lo había hecho naufragar.
«Es diciembre», se dijo. «Siempre me pasa lo mismo en diciembre. Cuando empiece el nuevo año, ella desaparecerá, como hace siempre».
El teléfono sonó y lo devolvió a la realidad alejándolo de aquel pueblo del norte en un valle olvidado de los Dolomitas, donde se había estrellado y había estado a punto de arder, en sentido literal.
Y ella lo había cuidado y devuelto a la vida.
Y, desde entonces, su recuerdo lo había perseguido.
Esa noche, dejaría atrás el pasado y se concentraría en el siguiente paso de su glorioso futuro.
Mucho más tarde, la mujer con la que se había citado le dijo:
–Creo que es importante que fijemos unos límites claros desde el principio.
Había llegado tarde, muy pagada de sí misma por pertenecer a la nobleza danesa. Había entrado en uno de los restaurantes más caros de Roma con expresión de desagrado, como si Pascal le hubiera sugerido que se vieran en un restaurante americano de comida rápida. Su actitud no había mejorado al tomar el aperitivo.
–Es evidente que lo importante de cualquier fusión es asegurar la línea sucesoria.
–¿La línea sucesoria?
–Estoy dispuesta a comprometerme a tener un heredero y un hijo más –afirmó con altivez–. En un periodo de cuatro años. Y creo que lo mejor es que acordemos por escrito que la procreación debe llevarse a cabo en circunstancias controladas.
Pascal estaba convencido de que había tenido conversaciones más románticas en áreas industriales.
–Ya tengo un excelente especialista en fertilidad, discreto y capaz, que se ocupará, para satisfacción de todos, que el ADN correcto pase a la siguiente generación.
Pascal parpadeó. Había tenido cenas en que le habían sonreído tontamente; otras claramente sexuales, con acercamientos francos y directos. Pero aquello era nuevo, tan mecánico.
–Me miras como si hubiera dicho algo asombroso –dijo la mujer.
–Perdona –Pascal intentó sonreír–. ¿Me sugieres que procreemos en un laboratorio, en vez de como lleva siglos haciéndose?
–Esto es un acuerdo de negocios –respondió ella, con aspecto más severo que antes, si aquello fuera posible–. Espero que encuentres satisfacción en otro lado, como haré yo. Con discreción, por supuesto. No soporto el escándalo.
–Nada menos escandaloso que un matrimonio sin sexo, naturalmente.
–No hay necesidad alguna de ensuciar un matrimonio perfectamente funcional con eso.
–Has pensado en todo.
Más tarde, después de haberse despedido de la mujer con una leve inclinación de cabeza y la falsa promesa de volver a ponerse en contacto con ella, despidió al chófer y echó a andar.
Roma era su recompensa. La ciudad de su nacimiento y de su miserable infancia, donde se había convertido en un hombre y se había enrolado en el ejército para conseguir lo que sus padres no le habían dado: disciplina, una vida, una carrera. Le había parecido una buena solución.
Hasta esa noche de diciembre parecida a aquella, hacía ya seis años, en que, había actuado por capricho. Llovía en Roma, por lo que pensó que estaría nevando en los Dolomitas y decidió ir a aprender a esquiar.
Se rio al pensarlo, mientras cruzaba la Piazza Navona y su mercado navideño, abarrotado de turistas y habitantes de la ciudad.
La noche era fría y húmeda. Hacía un tiempo ideal para preguntarse cómo había acabado con aquella mujer tan fría y aséptica esa noche. ¿A eso había quedado reducido él? ¿A un experimento de laboratorio disfrazado de matrimonio?
Sabía que debía casarse, pero se había imaginado que sería algo más cálido y cordial.
No tenía la intención de seguir los pasos de su padre. Una vez casado, no engañaría a su esposa. No buscaría satisfacción en otro lado.
No tenía la intención de crear otra mujer como su madre, tan frágil y perdida que era incapaz de cuidar a su hijo. Y no se arriesgaría a tener un hijo ilegítimo.
La mera idea lo ponía enfermo.
Le sonó el móvil en el bolsillo. Seguro que sería Guglielmo para saber cómo había ido una más de aquellas insoportables citas, que eran poco más que sesiones de examen. Pascal seguía creyendo que podía dejarse de esas tonterías, pedir exactamente lo que deseaba y conseguirlo. Si había sido así en los negocios, ¿por qué no en el matrimonio?
No contestó la llamada.
Se perdió en el caótico abrazo de la ciudad. Roma era un monumento en continuo cambio, llena de contradicciones. En ella se sentía vivo. Era donde había llegado a entender que su existencia era una afrenta para algunos y donde había aprendido a darle sentido.
Caminar por Roma siempre lo calmaba. Y en los años oscuros lo había mantenido vivo.
Por eso no había motivo alguno para verse acosado por los recuerdos de un pueblecito de escasos habitantes, rodeado de altas montañas, donde había llegado destrozado.
Se detuvo en una fuente en un patio escondido y alejado del ruido de la calle principal. El agua caía de los labios de un viejo dios de piedra y, en la oscuridad, hubiera jurado que veía el reflejo de ella en el agua, del mismo modo que siempre la veía en su cabeza.
La dulce Cecilia, mitad ángel, mitad enfermera. Una mujer tan encantadora e inocente que él había estado a punto de traicionar todas las promesas que se había hecho a sí mismo y de quedarse allí, rodeado de aquel imponente silencio.
La mera idea era absurda. Era Pascal Furlani. No estaban hechas para él las delicias pastorales de un remoto pueblo de montaña sin interés para nadie, salvo para quienes habían vivido allí a lo largo de los siglos o para quienes formaban parte de la tranquila abadía, que también llevaba allí desde el comienzo de los tiempos.
No estaba hecha para él una vida olvidada y escondida.
Suponía que ella ya habría tomado los votos y que sería monja, como el resto de las mujeres de la orden. O tal vez la última noche que él había pasado allí había supuesto su caída. ¿Se habría quedado ella o habría ocupado su puesto fuera de los muros de la abadía? Tal vez ahora viviera en el propio pueblo o en el campo, con algún granjero. Habría dedicado la vida a Dios o estaría casada, y estaría irreconocible.
Igual que él.
A Pascal no lo perseguía el recuerdo de su niñez. Había llorado la muerte de su madre y la había enterrado con mucho más respeto del que ella le había mostrado en vida. Rara vez pensaba en su padre.
Nunca miraba atrás.
Salvo en el caso de Cecilia.
Su fantasma personal.
–Basta –murmuró. Se sacó una moneda del bolsillo, la lanzó al aire y la observó caer al agua. La última decisión imprudente la había tomado la noche en que había conducido como un loco a aquellas montañas buscando una estación de esquí. El ejército le había concedido un permiso y se le había ocurrido la idea.
No llegó a ninguna estación de esquí. Al tomar mal una curva en un puerto de montaña, el coche había comenzado a dar vueltas de campana. Él había salido despedido por el parabrisas con mucha fuerza, razón por la que había sobrevivido.
El coche se había incendiado y él habría ardido también de no yacer entre la vegetación.
El fuego había alertado