Capítulo I
La filosofía, la política y los comienzos de la historia educacional argentina
La objetividad y la valoración de los hechos históricos
La Historia es una ciencia y, como toda ciencia sus conocimientos, deben tener validez universal, para lo cual deben ser objetivos. Sin embargo, como suele ocurrir en las llamadas Ciencias Humanas (lo mismo suele ocurrir con las Ciencias Sociales), el que la enseña (e incluso el que la estudia) lo hace desde una perspectiva personal, interpretando los hechos desde sus propios principios o creencias. No obstante, es necesario hacer el mayor esfuerzo posible por lograr la objetividad, que se encuentra en la realidad misma del hecho histórico (que ocurrió como ocurrió, más allá de nuestras interpretaciones). En los hechos o acontecimientos, no en palabras o conceptos. La necesaria contextualización incluye el nuevo uso que, con el tiempo, tienen los términos que se refieren a hechos históricos, para comprenderlos en el significado que tenían para los usuarios de entonces, ya que las palabras cambian de sentido o significado según el uso que se les da a lo largo de la historia.
Hay varias formas de explicar qué es la Historia. A mí me parece mejor la hecha no por un historiador sino por un sobresaliente escritor clásico: don Miguel de Cervantes Saavedra: “Historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.” Quijote, I, IX. Esta descripción brinda muchos elementos para comprender también “para qué sirve” la historia de la Educación Argentina. Ya Cicerón había escrito que la historia es “maestra de la vida”, no solamente porque nos explica cómo sucedieron las cosas sino, sobre todo, porque nos dice qué puede pasar en el futuro. Quienes tienen una interpretación determinista de la historia sostienen que a iguales causas iguales consecuencias. La historia tendría un sentido que los hombres no pueden modificar, por lo que una correcta lectura del presente nos indicaría inexorablemente qué pasará en el futuro. No acepto esta interpretación determinista. Pero la historia sí nos muestra que, cuando algo sucede muchas veces de la misma forma, es al menos probable que vuelva a suceder de modo parecido. Así, si en un país o lugar determinado se han realizado dos o tres reformas educativas con similar contenido y finalidad, y éstas han fracasado, la historia nos indica que es probable que, si volvemos a hacer lo mismo, obtendremos el mismo resultado.
Johan Huizinga escribió que la historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas de su pasado. Pero esto debe hacerse sin ideologismos de facción, sin partidismos interesados y sin resentimientos que puedan perturbar el juicio libre del historiador. Solamente así se puede comprender el pasado y entender el presente, para prevenir el futuro.
Los juicios de valor son perfectamente lícitos en el juicio histórico (un personaje o un hecho determinado a uno le parece bien y a otro puede parecerle lo contrario). España pobló y gobernó América desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta el extremo sur de la actual Argentina; a algunos esto le resultará bueno y a otros malo, pero la realidad (lo objetivo) es que este hecho efectivamente ocurrió. La conferencia de Juan C. Probst La instrucción primaria entre nosotros durante la época hispánica es muy ilustrativa sobre esto: se pueden valorar de distinta forma los hechos históricos, pero nunca deben ser tergiversados o negados.1 Escribe allí Probst: “La historia es investigación y reconstrucción del pasado. El historiador debe poner los datos sueltos que la investigación le ha proporcionado, en relación causal con la totalidad, para llegar así a un concepto claro y objetivo del conjunto. ¡Tarea difícil y hasta imposible de realizar en términos absolutos! Pues es evidente que la objetividad absoluta es, dada nuestra constitución orgánica, un postulado irrealizable, tanto en el terreno de la historia como en el de las demás ciencias. La objetividad tiene que ser siempre relativa, pero esto sí, nuestro saber debe corresponder a la realidad de los fenómenos hasta donde sea posible al espíritu humano con la ayuda de todos los recursos a su disposición.”2
La ciencia histórica, continúa Probst, ofrece dificultades particulares en este sentido. No nos hallamos desinteresados e insensibles frente a las actividades humanas que impulsan la historia. Subjetivamente otorgamos nuestra simpatía a las ideas y a los fines que consideramos más dignos de nuestro esfuerzo, damos nuestra preferencia a las tendencias y a las personas que los sostienen, a las épocas donde dominan y prosperan. “Contra este influjo de nuestra parcialidad subjetiva tenemos que ponernos constantemente en guardia, del mismo modo que el juez, por más simpatía que tenga por el acusado, no debe desechar o pasar por alto los indicios que lo condenan. Un historiador que no es capaz de superar esta unilateralidad, no merece el nombre de tal; no es un hombre de ciencia, sino un polemista”.3
Cuando formulamos juicios de valor que se basan en nuestras convicciones éticas, políticas, religiosas o sociales, y que arraigan hondamente en nuestra concepción del mundo, sostiene Probst, la objetividad es no sólo imposible, sino hasta inconveniente, pues quitaría a nuestra labor de reconstrucción del pasado la espontaneidad, el entusiasmo y la pasión que debe animar toda obra humana.
Si se formula, por ejemplo, un juicio de valor sobre una época de la historia, la divergencia de criterios es perfectamente aceptable y legítima. Un historiador puede sostener que el reinado de Carlos III fue funesto para España, porque las tendencias afrancesadas y masónicas que predominaron durante el mismo significaron una traición a la tradición hispánica. Otro, por el contrario, puede sostener que al absolutismo ilustrado de Carlos III y de sus ministros se debieron muchas iniciativas que abrieron a su postrado reino una nueva era de progreso. Ambos puntos de vista, concluye Probst, son perfectamente legítimos.
“Pero no merece el nombre de historiador quien generalizando algún dato suelto que favorece su tesis y pasando por alto, adrede, toda la documentación que la contradice, afirme ‘que durante la oscura noche de la época colonial, la instrucción estaba tan atrasada que puede decirse que era nula, que había miedo de saber, que nadie se acordaba de la escuela, que no había maestros’, y otros infundios por el estilo”.4 Esto había sido repetido por los que negaron la acción cultural de España en América. Tampoco lo merece el que sostenga que, con la expulsión de los jesuitas, “se extinguió toda luz cultural en la Colonia”. Esto lo había afirmado el padre Furlong en su conferencia. Las dos afirmaciones responden a concepciones contrarias sobre el mismo asunto, pero Probst tiene razón en restarles valor histórico, porque no son ciertas. No son solamente valoraciones.
Hay veces en que no es posible afirmar con certeza cómo aconteció un hecho histórico, pero existe la verdad del hecho mismo: que sucedió como sucedió, más allá de la posibilidad del historiador de demostrarlo. Los asesinatos en Katyn, durante la Segunda Guerra Mundial, son un buen ejemplo de esto. Allí fueron asesinados (ejecutados con un disparo en la nuca) miles de oficiales del ejército polaco, sacerdotes e intelectuales. Se presumía que el hecho había ocurrido antes de 1941, cuando la zona estaba en manos de la Unión Soviética. Cuando llegaron los alemanes al lugar, encontraron las fosas comunes con los cadáveres. Acusaron del genocidio a los soviéticos. Éstos lo negaron y dijeron que habían sido los alemanes. Concluida la Segunda Guerra Mundial los norteamericanos sostuvieron que los genocidas habían sido los soviéticos. Pocos les creyeron, ya que estaban en plena Guerra Fría con la Unión Soviética. Y no aportaron pruebas concluyentes. ¿Quiénes fueron los genocidas de Katyn? Durante décadas no se pudo saber. Pero el hecho existió y tenía la objetividad del hecho mismo: miles de oficiales e intelectuales polacos (veintidós mil) habían sido ejecutados de la misma manera,