—Me alegro mucho de verle. De que siga vivo y con esas ganas de bromear conmigo.
Para que mi voz no se terminara quebrando o perdiendo en el infinito, tuve que apartar mi mirada para centrarme en un pequeño hilo que había en su chaqueta. Su cercanía me sobrecogía demasiado, y ser consciente de que estaba tan atento a lo que yo le decía, me hacía enmudecer.
Entonces sentí la dulce sonrisa de James acercarse a mi frente para besar mis sienes, un gesto cariñoso que me enterneció tanto que temí que pudiese notar cómo me estaba derritiendo en sus brazos. Sin embargo, conseguí reponerme a tiempo y disimular el sofoco pasando los dedos por el paño oscuro de su uniforme para apartar ese hilo que había visto antes.
—Quizá la culpable de que sonría hoy así sea usted —respondió tras una pausa.
Si aquella frase no fue suficiente, sus ojos grises terminaron por desarmarme. Estaba totalmente perdida en sus brazos, por eso me escondí de nuevo bajo su cuello. Él se dio cuenta de que yo no podía hablar, de modo que siguió hablando solo:
—En Dunkerque ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos. Dígame, ¿cómo está su padre?
Una gran sonrisa iluminó mi rostro, había encontrado un estupendo tema de conversación para que me lanzase de nuevo a hablar con él, así que sin ningún problema le respondí:
—Muy bien, gracias. Ha construido, junto a un par de vecinos, un búnker en el jardín. Desde que estoy aquí, mis padres ya no quieren mudarse a ningún sitio, aseguran que nadie los echará de su casa. ¡Mi madre es igual de obstinada que Churchill!
—Y seguro que cada día que pasa están más orgullosos de usted.
—Eso intento, señor Baker —respondí con el morro torcido, pues no las tenía todas conmigo en ese punto.
—James —corrigió, obligándome a que lo mirarse de nuevo y cogiéndome con delicadeza de la barbilla—. ¿Sabe que tiene usted unos ojos muy bonitos, Leah Johnson?
Preguntó aquello y me miró como si yo fuera capaz de darle una respuesta. Dijo mi nombre mientras sus pupilas me atravesaban como puñales. Era otro de esos extraños momentos en los que creía que iba a besarme, pero aunque lo deseaba de veras, también me daba muchísimo miedo que lo hiciera.
De pronto, Vera pasó a nuestro lado con una nueva pareja de baile.
—¡Mire! Esa chica de allí es mi acompañante. —Señalé para que desviase la vista hacia ella—. Se llama Vera Adams, es enfermera y trabaja conmigo en el hospital subterráneo que hay bajo los acantilados.
—Y por lo que veo, señorita, ya no recuerda que señalar a la gente es una falta de educación —añadió burlándose de mí una vez más.
No quise contestarle, solo le hice un mohín. Lo cierto es que a veces me seguía comportando como una niña, y a James le gustaba chincharme recordándomelo.
En ese instante otro camarero recogió las copas que habíamos dejado en una mesa y el sonido del cristal me ayudó a salir de la pequeña trampa que eran sus brazos. Nunca antes había probado el alcohol, y la verdad era que no lo necesitaba, porque mi percepción de la realidad ya estaba demasiado distorsionada como para incluir los efectos de ese preciado licor dorado. Había sentido miles de mariposas en el estómago mientras nos balanceábamos al suave ritmo de aquella canción. Estar junto a él era algo electrizante. Como sudar y sentir escalofríos al mismo tiempo. Me ruborizaba, me divertía con sus frases, pero también me hacía enmudecer cuando me miraba con tanta intensidad. Aspiré de nuevo el suave aroma de su perfume, aquella era una agradable fragancia masculina que me prometí no olvidar jamás. A pesar de que ya no bailábamos, su mano siguió en mi espalda mientras intentábamos salir de allí. Ahora había muchas más parejas a nuestro alrededor.
—¿Sabe que he aprendido a bailar swing esta misma tarde? —le dije con confianza, acercándome a su oído, en un gesto muy valiente por mi parte.
Todo merecía la pena para ponerle en un gran aprieto, pues ahora luchaba consigo mismo para que una carcajada no escapase de su boca.
—Nadie lo diría, es usted una estupenda bailarina —logró responder después de serenarse.
—¿Bromea? Antes no dejaba de mirar el suelo porque estaba contando sus pasos. Vera me explicó ese truco para que no me perdiese. Ella me ha enseñado todo lo que sé.
—De modo que le ha cogido usted el gusto a eso de utilizarme como conejillo de indias. Al menos, en esta ocasión no ha sido tan doloroso.
Al terminar de decir eso, James apretó mi mano para avisarme; había encontrado por fin un hueco por el cual podríamos escapar de la pista de baile. Caminábamos uno pegado a la espalda del otro, allí ya había demasiada gente para nosotros.
—Necesito respirar un poco de aire fresco, ¡salgamos de aquí, James! —le supliqué.
El humo de los cigarros había viciado demasiado el ambiente, y me sentía un poco mareada.
Entonces el sargento Baker me rodeó la espalda con su brazo para llevarme hacia la salida. Ya estábamos en la puerta cuando nos cruzamos con aquel tipo que había acompañado a James en Dunkerque. Lo reconocí en seguida, de hecho, no había podido olvidar ninguno de esos rostros. Era ese tal George, el hombre al que el doctor Kitting tuvo que reanimar con sales después de haberlo dormido con una buena dosis de morfina. Allí estaba, vivito y coleando gracias a su compañero. Miró al sargento con recelo, desvió después sus ojos hacia mí y los volvió más tarde hacia él con un aire circunspecto en su mirada. James frunció el ceño y apretó la mandíbula con fuerza.
—Creo que… —intenté decir, pero nadie me escuchaba.
El sargento Baker puso todos sus músculos en tensión, como si de un gato se tratase, dispuesto a pelear en cualquier momento. Se dijeron algo entre señas, algo que no entendí muy bien, y mi acompañante terminó negando con la cabeza de forma rotunda como única respuesta. Fue un movimiento leve, casi imperceptible, menos para mí.
«¿Por qué niega de esa manera?», pensé de inmediato bastante ofendida. «¿No soy su chica? ¿No le intereso?». Las opciones que barajaba mi cabeza eran de lo más variado, pero todas resultaban demasiado violentas como para seguir indagando en mi mente. Me enfadé con él, conmigo misma y terminé bastante disgustada por aquel gesto. No debía haberme hecho ilusiones. James tan solo me había querido saludar después de haberme reconocido en aquella fiesta. Nada más, solo eso. Lo demás habían sido imaginaciones mías, tan solo tonteaba conmigo como habría hecho con cualquier otra.
Escuché la risa descarada de Vera y, al girarme hacia el otro lado, la vi con un par de chicos sentada en las escalinatas del local. Se había caído y estaba muy borracha. Seguro que, si le decía ahora que nos fuéramos a casa, ella se negaría en rotundo haciendo un espectáculo. Tampoco en ese estado me iba a escuchar, intentaría convencerme para que me quedase un ratito más, pero yo no quería seguir ni un segundo más allí. Me sentía humillada, James se había reído de mí durante todo el baile y solo deseaba volver a la pensión para tumbarme en la cama y llorar.
—Discúlpeme un segundo —ordenó el sargento con autoridad.
Se despidió de mí así, sin más, corriendo a hablar con su compañero. Entonces, algo me dejó helada:
«Está prometido». Esa disparatada idea cruzó mi mente de inmediato, para darme cuenta en seguida de que había sido una completa idiota. Seguramente George conocía a su familia, y por eso le había lanzado esa mirada recriminatoria. En ese momento decidí abandonar el baile. El director de la orquesta estaba comenzando la cuenta atrás para anunciar que el fin de año había llegado, pero yo no me quedaría allí para celebrarlo. No estaba dispuesta a que me tratasen así.
Nada más salir a la calle, una bofetada de aire gélido me recordó que mi abrigo seguía en el guardarropía, pero no quise regresar por si James continuaba en la entrada hablando con su amigo. Segundos después me sacudí esa idea de la cabeza: