La ciudad estaba en el punto de mira de ingleses y alemanes. Dover se había convertido en ese lugar estratégico que todos marcaban en rojo en sus mapas, y por ello el refuerzo armamentístico en la zona era más que sobresaliente.
De pronto, un joven se interpuso en nuestro campo de visión, haciéndonos parar en seco. Nos miró desde arriba, ya que era mucho más alto que cualquiera de nosotras, y se despidió diciendo:
—¡Os esperamos, chicas!
Vera me arrancó el papel de la mano y comenzó a leer en voz alta:
—«Celebra con nosotros la noche de fin de año». ¡Oh, cielos, Leah! Esto es maravilloso. Dime, ¿desde cuándo no bailas?
Preferí no responder. A la última fiesta que había asistido fue al cumpleaños de mi hermano, en la que tuve que retirarme sobre las seis, precisamente antes de que comenzasen a bailar.
—No, Vera. Olvídate de mí.
—Pero ¿qué dices? ¡Esto es una oportunidad de oro!
A pesar de mis insistentes negativas, Vera estaba dispuesta a salir de todas maneras, llevándome a rastras si fuera preciso. No le valían las excusas del tipo: no me apetece, no tengo nada que ponerme o no sé bailar, aunque todas fueran ciertas.
Desde Dunkerque no habíamos podido regresar a casa debido a los bombardeos. Mis padres, recuperándose del disgusto que había supuesto para ellos el que me hiciese voluntaria, preferían que siguiera trabajando en un refugio militar subterráneo. Ellos no podían ofrecerme tanta seguridad, aunque quisieran, ya que habían tenido que guarecerse en el metro en alguna ocasión después de mi marcha. De modo que yo solo contaba con un vestido negro para ir a esa fiesta, el mismo que mi madre me había comprado para el entierro de mi hermano. Vera criticó el color, porque decía que estaba harta de que todo tuviera que ver con la muerte, pero prometía que esa noche podríamos resarcirnos después de tantas horas de trabajo:
—Vamos a emborracharnos y a divertirnos como nunca —decía con esa sonrisa ladina con la que lograba que la invitasen a todas las copas que quisiera.
Yo la escuchaba entretenida, porque realmente estaba emocionada por aquel acontecimiento, aunque no estaba muy segura de querer hacer lo mismo. Desde mi punto de vista, debía seguir guardando un tiempo de duelo por Frank, aunque ella no lo hiciera por su prometido. Además, no era propio de una señorita fumar o beber en público, o eso era lo que me habían enseñado en casa. Sin embargo, Vera se moría por tener un cigarrillo en los labios.
Creo que no hace falta que os diga que terminó convenciéndome, nadie podía ponerle freno cuando se obstinaba en algo. Era una chica muy apasionada y vehemente, como ya habéis podido comprobar. Sus manos de nuevo obraron milagros en mí, cual hada madrina, haciendo de mi vestido una verdadera obra de arte: frunció con ligereza un escote generoso, cogido con un aplique de flores que le había quitado al suyo, de un rojo muy vivo, al igual que el carmín que nos regalaron en el hospital y con el que volvimos a pintarnos esa noche.
—¡Mírate en el espejo, Leah! Se van a caer de culo cuando te vean. —Los piropos de mi amiga me hicieron sonreír, estaba segura de que exageraba para que me sintiera mejor, pero cuando me vi frente al espejo no pude creérmelo. Había un drapeado muy coqueto en los laterales de mi vestido que conseguía que en mis caderas se marcasen unas curvas que ni siquiera sabía que tenía. Me gustó verme tan mayor, casi tan guapa como ella. Vera me obligó también a pintarme un sombreado en las piernas para dar la impresión de que llevábamos medias, algo que por descontado no podía ser cierto, ya que todo el nailon se destinaba para la fabricación de los paracaídas.— ¿Ves lo preciosa que eres? —preguntó agarrándome por detrás, obligándome a no apartar la vista de mi propio reflejo.
Vera tampoco se olvidó de mi última pega, así que le pidió prestado el tocadiscos a la casera de la pensión donde nos alojábamos, jurándose a sí misma que saldría de allí bailando como Ginger Rogers.
El salón de la señora Haussmann se llenó de color cuando empezaron a oírse las primeras notas del conocido Anything goes de Cole Porter que nos había vuelto locas años atrás, y aunque no era precisamente ese el tipo de música que escuchaban los jóvenes en ese momento, algunas huéspedes algo metiditas en carnes lo celebraron bailando junto a nosotras sin mucho sentido del ritmo. Dichosas durante unos instantes, radiantes de felicidad a pesar del fatídico destino que nos esperaba, dimos vueltas como peonzas alrededor de butacas y sillones hasta caernos al suelo muertas de la risa. Fue una gran tarde y siempre la recordaré con una sonrisa en los labios. Vera era una criatura muy necesitada de amor, pero también muy generosa al otorgarlo, y solo gracias a su compañía superé aquel primer período de mi vida como mujer independiente.
Al llegar el ocaso, mientras nos poníamos los abrigos para acudir a aquella fiesta de fin de año, Vera se percató de mi silencio. Para ella era solo una fiesta más, para mí toda una prueba de madurez. Así que, tras comprender la causa de mi nerviosismo, quiso animarme con su peculiar estilo mientras salíamos a la calle:
—¡Vamos, Leah! No tengas miedo. Hablar con chicos tampoco es tan difícil, en realidad serás tú la que hable mientras ellos te miran. Ya lo verás, te van a comer con los ojos en cuanto te vean con ese vestido.
Aquel comentario terminó helándome la sangre, y esa desagradable sensación que consiguió erizarme el vello de la nuca nada tenía que ver con aquella estrepitosa bajada de temperatura.
Vera podía cambiar mi físico a su antojo, pero no alejaría de mí tan rápido esa timidez que me caracterizaba. Incluso con bucles en el pelo y carmesí en los labios, era una chica que seguía mintiendo al decir su edad, porque sentía que todo aquello me venía demasiado grande. Me veía como una intrusa, viviendo la vida de otra chica que no era yo, porque de no estar en guerra jamás habría salido tan pronto del arrullo de mis padres.
Fue mi primer gran baile. Los acontecimientos sociales habían ido espaciándose en el tiempo mientras yo llegaba a la mayoría de edad, hasta que se anularon por completo cuando por fin se me permitió acudir a ellos. Por eso no conseguía ser tan ágil como Vera para deshacerme del interés de algunos soldados, ya que mis oportunidades de coquetear con el sexo opuesto se habían visto seriamente mermadas desde el principio. Ni siquiera Frank me había podido ayudar en eso. Algunos cumpleaños y poco más, esas fueron las únicas oportunidades que tuve para flirtear con alguien, momentos que, si llegaron a ocurrir en el pasado, ni siquiera tuve la astucia de reconocerlos. En esas fiestas solía ir siempre con mi amiga Jane y las demás chicas, el mejor escudo para cualquier chico que estuviera al acecho.
Al llegar a aquel viejo casino, convertido ahora en un enorme salón de baile repleto de gente joven, supe que había cometido un grave error. La mayoría de aquellos chicos, vestidos con su uniforme junto a una gran sonrisa, me hicieron estremecer. Todos, sin excepción, me recordaban a mi hermano muerto.
—Huele —me susurró Vera al oído, obligándome a mirar a nuestro alrededor mientras aspiraba el aire de aquel ambiente—. Este es el olor de esa hormona masculina que nunca te acuerdas de cómo se llama.
—Testosterona —respondí aturdida. Olía muy bien nada más entrar, a cuero y a loción de afeitado, algo que no pasaba desapercibido para nadie.
—¡Por todos los santos! Pero ¿qué estoy viendo? —prorrumpió un chico a mi derecha mientras dejábamos nuestros abrigos—. ¿Es que han abierto las puertas del cielo? Chicos, mirad, creo que dos ángeles se han escapado…
Disimulé mi estupor agachando la cabeza y escondí el rostro bajo mi pelo. Habría preferido pasar de largo y obviar aquel comentario, pero Vera no tardó en responder.
—Las puertas del cielo no lo sé, pero las del infierno las han dejado bien abiertas y esta noche más de un demonio anda suelto.
A eso me refería. Ni en cien años yo podría haber dicho aquello. Y con esa galanura que la caracterizaba, salió meneando su trasero mientras me cogía del brazo, dejando a aquel muchacho con la boca abierta.
Después de semejante recibimiento, todos los soldados nos dejaron