—Olvídate de los que te llamen encanto, cielo o nena. Si quieren bailar contigo, lo primero de todo es que se acuerden de tu nombre. Merecemos un poco de respeto, ¿me has entendido?
—Sí, claro —asentí un poco mareada; acababa de aspirar el humo de mi primer cigarrillo, y la tos no me dejó decir más.
—¡No te tragues el humo!
—¿Y ahora me lo dices? —traté de preguntarle mientras la seguía.
—Huye de los moscones con las manos demasiado largas, y si te gusta el chico, que sea él quien te invite a una copa. Pero no te la bebas muy rápido, por mucha sed que tengas, puedes marearte de verdad y te digo por experiencia que después pronto todo dejará de ser divertido.
—Nunca he probado el alcohol —confesé mientras me fijaba en cómo ella apartaba la ceniza de su cigarro, e intenté hacerlo de la misma manera, aunque para nada mis gestos resultaban igual de sensuales que los suyos.
—¡Vaya por Dios! Entonces será mejor que empecemos a beber cuanto antes. ¿Dónde está ese maldito camarero?
Vera se separó de mí unos pocos metros para dirigirse a la barra, y después de haber escuchado con atención todas sus indicaciones, me sentí muy sola a pesar de estar rodeada de gente.
Humedecí mis labios con torpeza, intentando deshacer ese nudo de mi garganta y tragar algo de aquel terrible temor que sentía. Todos aquellos muchachos eran tan jóvenes y decididos que resultaba hasta doloroso pensar en ellos como futuras víctimas de la guerra. Era evidente que la mayoría nunca habían estado en el frente, ni siquiera sabían lo que era eso, aunque estuvieran practicando durante horas en aquella base militar. Estaba segura de ello porque sus rostros eran muy diferentes a los que habíamos visto en Dunkerque. Esos soldados aún tenían humor para contarse chistes y brindar los unos con los otros, me miraban como si fuera una mujer, no una enfermera que podría salvarles la vida.
—Vera, creo que debería irme —murmuré deprimida sin que pudiera escucharme.
No estaba de humor para fiestas de ese tipo. La guerra devolvía hombres destrozados, tanto física como moralmente. Yo lo había visto en una sola jornada y el patrón se repetía en el hospital donde trabajábamos. Muchos de los que ahora se reían con ganas en aquel casino no saldrían vivos. ¿Cómo iba yo a hablarles a la cara sabiendo eso? Porque ellos querían ir al frente, aunque su destino fuera la muerte, como le pasó a mi hermano.
Ese era su deber, su obligación.
Por supuesto, pensar así desde el principio no me hizo ningún bien. Vi a lo lejos a Vera aceptar la propuesta de un joven piloto mientras ambos esperaban en la barra a ser atendidos. Querían bailar la próxima canción, fuera la que fuese, y olvidaron sus copas mientras se alejaban cogidos de la mano hacia la pista de baile. Miré entonces a mi espalda y, asustada por si su compañero decidía hacer lo mismo conmigo, utilicé unas cortinas que se recogían en una esquina para ocultarme tras ellas. Algo infantil y bastante estúpido, lo sé, pero fue lo primero que se me ocurrió para escapar de mi propio tormento.
«Aquí no me verá nadie», pensé feliz mientras echaba un vistazo en todas direcciones, con el firme propósito de resultar invisible para el resto del mundo.
No quería bailar, tampoco conocer chicos. Mi sonrisa resultaba muy falsa cuando me ponía nerviosa y no me gustaba nada la idea de fingir que me lo estaba pasando bien, cuando no podía ser así en absoluto. Porque por mucho que lo intentase, no podría olvidar lo que estaba pasando más allá de esas cuatro paredes. Aunque esos chicos estuvieran deseando enfrentarse a ello cara a cara, yo ya sabía cuál sería el resultado. Solo me quedaba rezar para que todos ellos pudieran regresar a sus casas lo más pronto posible. Los últimos bombardeos sobre el país habían conseguido que los pocos hombres jóvenes que aún no parecían dispuestos a marchar a la guerra terminasen alistándose para sumarse al resto. Al parecer, no había otra forma de frenar esa locura. Deseé que ninguna de las amenazas que se dibujaban en mi mente se hiciera realidad, pero por un segundo me imaginé rodeada de heridos. Temblé aterrorizada por aquella espantosa visión. No quería aguarles la fiesta, ellos pretendían pasar un buen rato con alguna chica y estaba claro que yo no iba a ser su mejor compañía. Lo más acertado sería irme.
Miré mi pequeño reloj de pulsera. Esperaría quince minutos más para avisar a mi amiga de que me marchaba. Conocía demasiado bien a Vera y, si se lo decía en ese momento, podía ponerse pesada, obligándome a bailar con alguno de sus nuevos amigos. Podría decirle que no me encontraba bien, lo cual no sería del todo mentira. Toqué mi frente: no tenía fiebre, pero sentía escalofríos. Me abracé a mí misma, echando de menos mi abrigo, y seguí espiando a mi alrededor, pues era la mejor forma de pasar el tiempo en aquel sitio.
Estaba segura de que Vera encontraría a alguien que la llevase de vuelta a casa después de la medianoche. Se la veía muy desinhibida, rodeada de chicos que la colmaban de atenciones sin acordarse de mí ni un segundo. Envidiaba su desparpajo, esa soltura con la que encandilaba a todo el mundo. Con un guiño, unas palabras y un beso, los tenía a todos en el bolsillo. Aunque, en realidad, no me gustaba nada lo que hacía. Muchos de esos pobres muchachos se enamoraban de verdad de aquella chica divertida que fingía ser, sin embargo, ella no parecía muy interesada en comprometerse. No si ninguno tenía el dinero suficiente como para mantenerla.
Me entretuve mirando también los vestidos de las otras chicas, los golpes en la espalda que se propinaban los soldados mientras las dejaban pasar, como hacía un momento habían hecho con nosotras. Agazapada desde mi cómodo escondite, podía apreciar ese espectáculo sin perder detalle, y me gustaba observarlos a todos segura de que ninguno de ellos repararía en mí. Me fijé incluso en las lamparillas diminutas de aquel gran salón que, colocadas en cada recodo, iluminaban de una forma muy agradable ese sitio en el que jamás había estado.
Giré la cabeza al escuchar las carcajadas de un par de jóvenes. Miraban sin disimulo a un grupo de enfermeras que acababan de entrar y parecían dispuestos a ir tras ellas.
—¡Empieza la diversión! —se aventuró a decir uno de ellos mientras las seguían.
Sí, era cierto. El ambiente se caldeaba. Las botellas de champán no paraban de circular de un lado para otro, servidas sobre enormes bandejas de plata, y la orquesta tocaba desde de un improvisado escenario de madera con una sonrisa permanente. Sin darme cuenta, se me olvidó mi promesa de marcharme de allí. Pasaron más de veinte minutos y yo seguía fijándome en todo, contagiada por la emoción de aquellas parejas que llenaban cada vez más la pista de baile.
—Escondida detrás de esas cortinas va a ser difícil que alguien la invite a bailar, enfermera Johnson —me dijeron por detrás, y esa voz tan familiar hizo que me ardieran hasta las orejas.
No hizo falta volverme para saber de quién se trataba. Había pasado el tiempo, pero aún lo recordaba a la perfección. El sargento James Baker ahora vestía de manera impecable, engominado hacia atrás, y con esa leve sonrisa que lo hacía tan apuesto. Muchísimo más que la primera vez que nos vimos. Tragué saliva cuando sus ojos se cruzaron por fin con los míos, deteniéndose en ellos agradecido por disfrutar otra vez de mi compañía. De nuevo esa mirada perturbadora se preguntaba qué hacía yo allí. Me llevé las manos al estómago de lo nerviosa que me puso su repentina presencia, y sé que en algún momento tuve que respirar hondo, aunque él solo percibió cómo mi pecho subía y bajaba débilmente. No perdía detalle. Sus ojos grises se deslizaron con un movimiento lánguido entre los pliegues de mi vestido, recorriéndome de arriba abajo, mientras yo, supongo, hacía más o menos lo mismo desde el otro lado. Con el uniforme sin una gota de sangre, y su sombrero bajo el brazo, se le veía aún más guapo de lo que yo le recordaba. Creo que ambos nos llevamos una agradable sorpresa al volver a vernos en mejores circunstancias, por eso acortó los pocos metros que nos separaban en un suspiro.
—¿De