Como ejemplo igualmente de que el humor jocoso de Moro no se había extinguido por la pasión sin esperanza que le había cogido, contaré una chanza que por aquellos días nos hizo reír mucho.
Algunas noches, después de comer, los primos Mezquita solían arrastrarnos consigo al Café de Madrid.
En aquel tiempo se juntaban por las noches en este café los enemigos más caracterizados que el Sér Supremo tenía en la capital de España. La mayor parte eran estudiantes de Medicina. Había también muchos dependientes de comercio y algún que otro borracho sin profesión conocida.
Se hallaba situado entonces frente al Ministerio de Hacienda. A un lado de la puerta de éste aparecía un gran letrero en negro, trazado con brocha gorda, que decía: «Cayó para siempre la raza espúrea de los Borbones.» Al otro lado decía: «Justo castigo a su perversidad.» Estos renglones fatídicos, que podían leerse a la luz de los faroles, contribuían no poco a mantener vivo el espíritu revolucionario en el café.
Todo el mundo era rebelde en el Café de Madrid: el dueño, los mozos, la clientela. Si por casualidad se deslizaba allí algún incauto monárquico, pronto se marchaba escandalizado por los conceptos sediciosos que se vertían en voz alta.
Verdad que en aquella época no se corría peligro amenazando a lo existente en voz alta. Nos hallábamos en plena revolución. Los ministerios se sucedían unos a otros alzados y derrocados por la presión del populacho y de los periódicos que mejor lo representaban. El Ejército se cruzaba de brazos, presenciando con desdeñosa indiferencia la agitación de las masas; la Policía ejercía su ministerio tan tímidamente, que no se la sentía, como si tuviese vergüenza de sí misma.
Con todo, no podía dudarse de que los clientes del Café de Madrid eran hombres indómitos y peligrosos, y el más feroz de todos su mismo propietario, un hombrecillo gordo, barrigudo, que acostumbraba a situarse en una mesa próxima al mostrador, rodeado siempre de una camarilla o guardia negra que comentaba sus hazañas y bebía sus licores. Corría, como válido en el café, que Don Pancracio (así se llamaba su dueño) se había batido heroicamente en las barricadas y había entrado en todas las conspiraciones fraguadas diez años antes de la revolución, por lo cual había sido condenado cinco veces a muerte, sin que estas condenaciones hubiesen alterado poco ni mucho sus facultades digestivas.
Don Pancracio era hombre feroz por convicción más que por temperamento. Todo el mundo convenía en que tenía un corazón bondadoso y tierno y se contaban de él algunos rasgos de generosidad muy laudables. Pero había llegado a imaginar que era un sér temeroso y esto le lisonjeaba hasta un punto indecible. Se susurraba que en los barrios bajos de Madrid había dos mil hombres de pelo en pecho que no aguardaban más que una señal suya para empuñar el trabuco y lanzarse a la barricada.
Aunque esto no fuese cierto, los clientes así lo creían y él debía de creerlo aún más firmemente que ellos, a juzgar por su entrecejo siempre fruncido y la manera temerosa de hacer rodar sus ojos sanguinarios por todo el ámbito del café. Cuando allá en una mesa lejana se producía una disputa demasiado violenta y los contendientes se hallaban próximos a venir a las manos, esto despertaba inmediatamente los instintos guerreros del propietario quien, soltando una terrible blasfemia, tomaba una botella por el cuello y, mirando hacia los perturbadores del orden de un modo provocativo, murmuraba amenazas capaces de hacer estremecerse al Cid en su tumba. Pero sus genízaros se apresuraban a calmarle: «—¡Don Pancracio! ¡Don Pancracio!... ¡Un hombre como usted ensuciarse las manos en esos peleles!»
El propietario se calmaba con estas o semejantes razones, soltaba el cuello de la botella y no tardaba en bebérsela en compañía de su estado mayor. No puedo medir la capacidad estratégica que éste alcanzaba, porque nunca le he visto a la hora de la batalla, pero sí puedo certificar de la que poseía para los líquidos espirituosos.
Todas las horas eran trágicas para este café de conspiradores; pero la más trágica de todas era aquella de la noche en que aparecía un periódico revolucionario titulado El Combate. Cuando se abría la puerta y el vendedor se presentaba con su gran paquete debajo del brazo, los clientes todos como un solo hombre se ponían en pie, se agitaban convulsos, gritaban, gesticulaban y el orden no quedaba restablecido hasta que todos se veían poseedores de la preciosa hoja que devoraban con espasmos de alegría. En esta hoja se llamaba todos los días «granuja» al presidente del Consejo de Ministros, se le desafiaba y se empleaban las palabras más sucias del diccionario para calificar a los ministros.
¿Cómo podía consentirse esto?, preguntará tal vez el lector. Sencillamente, porque habíamos concluído con la ominosa tiranía y gozábamos de todos los derechos individuales.
No pudiendo reprimir legalmente la injuria, el Gobierno acudía al recurso de pagar a unos cuantos bravucones que entraban de improviso en las redacciones de los periódicos, apaleaban a los redactores y rompían y deshacían cuanto encontraban. Todo el mundo habrá oído hablar de la famosa partida de la porra. De un día a otro se esperaba que estos terribles apaleadores penetrasen en la redacción de El Combate. Si no lo habían hecho hasta entonces era porque los redactores se hallaban prevenidos y escribían con un par de revólveres delante de las cuartillas. Pero en cuanto se demoraba un cuarto de hora la salida del periódico, una gran impaciencia reinaba en el café, algunos salían a la calle, circulaban noticias alarmantes y sólo respirábamos cuando aparecía el enorme paquete por la puerta.
Una noche no apareció. ¡Noche terrible, noche aciaga en los fastos de aquel memorable café! A medida que el tiempo transcurría la consternación se pintaba en todos los semblantes. Al principio se gritaba mucho, se gesticulaba, había gran movimiento de entradas y salidas: los clientes más jóvenes se lanzaban en descubierta por las calles y volvían pálidos sin poder dar noticias concretas. Más tarde una desesperación sombría se apoderó de todas las cabezas. Las voces comenzaron a sonar más roncas. Después se apagaron por completo y un silencio heroico se extendió por todo el café.
Don Pancracio ordenó cerrar las puertas como estaba prevenido, pero sus camareros recorrieron como agentes ejecutivos todas las mesas, advirtiéndonos que podíamos permanecer allí el tiempo que tuviéramos por conveniente.
Nadie se movió en efecto. Allí permanecimos todos hasta que rayó la luz del día, convencidos de que el dios Morfeo no tenía poder para prender nuestros párpados si antes no habíamos leído las fulgurantes amenazas de El Combate.
Es de saber, no obstante, que en el Café de Madrid no todos eran hombres de acción. Había también pensadores. Y siento verdadera satisfacción al declarar que los que correspondían a la mesa donde se sentaban los Mezquita con otros estudiantes eran los más conspicuos.
Después que se había injuriado suficientemente a los Poderes constituídos se discutía indefectiblemente el tema de la espiritualidad del alma. En realidad no se discutía, porque aquellos estudiantes no admitían discusión sobre este punto; pero servía de blanco para sus burlas más ingeniosas y para sus sarcasmos más sangrientos. Había un profesor de la Facultad de Medicina que les decía: «—Entre los centenares de cerebros que he disecado, jamás tropezó mi escalpelo con el alma.»—Y esta frase se repetía a menudo y cada vez con más unción por los tertulios.
En cuanto a Dios, no contaba allí más que con una minoría irrisoria. Sólo dos o tres nos atrevíamos a sostener que no estaba completamente sepultado y putrefacto. Si alguna vez se nos ocurría pronunciar su nombre, inmediatamente se nos atajaba: «—Perdón, amigo, ¿no podrías decir en vez de Dios, la Naturaleza?»
Sin embargo, nosotros nos obstinábamos en nombrarle. Decentemente no podíamos dejar abandonado un sér indefenso.
Esto producía terribles contiendas teológicas, en las cuales alguna vez tomaba parte el mozo que nos servía, llamado Fariñas. No sé si algún día escribiré un estudio sobre este mozo, pero sí estoy seguro de que debiera hacerlo. Serio, reflexivo, conciliador, mediano filósofo, pero gran matemático. Cuando le debíamos cuatro cafés y siete botellas de cerveza nos demostraba con el lápiz en la mano que le debíamos cinco