La deuda ecológica se expresa en la degradación de grandes extensiones de tierras, derrames de químicos utilizados por las industrias y también de minerales e hidrocarburos que destruyen el suelo y contaminan el agua, desplazamiento de poblaciones, enfermedades que afectan a niños y mujeres pobres, modificación y destrucción de biodiversidad, sustitución de especies nativas por alógenas, muerte de animales, desertificación de los suelos. En suma, toda idea de compensación económica resulta insuficiente ante el escenario de devastación ambiental que señala a las periferias globalizadas como frontera de los commodities baratos.
En definitiva, la deuda ecológica desnuda las inequívocas raíces históricas y geopolíticas del Antropoceno. Así, entre 1751 y 2010, solo noventa empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2 (Bonneuil y Fressoz, 2013). En 1900 Gran Bretaña y los Estados Unidos representaban el 60% de estas emisiones; en 1950, el 55%, y casi el 50% en 1980, a medida que otros países se convertían también en emisores activos. Rusia llegó al 200% de su capacidad hacia 1973 y China alcanzó este índice en 1970, que fue en aumento hasta llegar al 256% en 2009. En la actualidad, entre China y los Estados Unidos emiten el 40% de los gases de efecto invernadero.
Vistos por país, los cálculos señalan enormes diferencias en términos de consumo. En 2016 la Global Footprint Network calculaba que necesitaríamos 5,4 planetas si consumiéramos como Australia; 4,6 si lo hiciéramos como los Estados Unidos; 3,3 como Suiza, Corea del Sur o Rusia; mientras que Alemania, Francia, el Reino Unido, Japón e Italia consumen entre 3,1 y 2,9 planetas; necesitaríamos 2 planetas si consumiéramos como los chinos y apenas 0,7 si quisiéramos consumir como los indios… A excepción de Brasil, que consume 1,8 por habitante, los países de la región latinoamericana se encuentran por debajo del 50%.
El escenario de las COP y los movimientos sociales
En la Cumbre de Río de Janeiro, de 1992, se firmaron instrumentos como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica. También se iniciaron negociaciones con miras a una futura Convención de Lucha contra la Desertificación. Dos años después, en 1994, la CMNUCC entró en vigor y en 1995 se celebró la Primera Conferencia de las Partes (COP). La COP nació como el órgano supremo de la Convención y constituye la asociación de todos los países firmantes (las Partes), cuyo objetivo es estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera. En las reuniones anuales participaron expertos en medio ambiente, ministros, jefes de Estado y organizaciones no gubernamentales.
Desde 1995 hasta hoy se realizaron veinticinco COP. Una de las más esperanzadoras fue la tercera, que se reunió en Japón, donde tras intensas negociaciones se firmó el Protocolo de Kioto (1997). Se trata de uno de los documentos más importantes de la humanidad –el otro es el Protocolo de Montreal (1987) para la protección de la capa de ozono– en lo que atañe a regular las actividades antropogénicas. Se fijaron los objetivos vinculantes para 37 países industrializados, que entre 2008 –su entrada en vigor– y 2012 –su cumplimiento– debían reducir el 5% de sus emisiones de GEI respecto del nivel de 1990:
Todas las Partes […] formularán, aplicarán, publicarán y actualizarán periódicamente programas nacionales y, en su caso, regionales que contengan medidas para mitigar el cambio climático y medidas para facilitar una adaptación adecuada al cambio climático; tales programas guardarán relación, entre otros, con los sectores de la energía.[9]
El Protocolo de Kioto fue legalmente vinculante para treinta países industrializados, y algunos redujeron sus emisiones en relación con las de 1990. Por su parte, los llamados “países en desarrollo” –como China, India y Brasil– aceptaron asumir sus responsabilidades pero sin incluir objetivos de reducción de emisiones.
Rusia ratificó el Protocolo de Kioto en 2005, es decir que el pacto entró en vigor en la COP de Montreal. Pero sin el compromiso de los Estados Unidos –país responsable de un tercio de las emisiones mundiales, que se había retirado en 2001 bajo la presidencia de Bush hijo– y con el aumento de las emisiones en países emergentes como India y China, perdió buena parte de su eficacia ambiental. Asimismo, su alcance se vio reducido por la introducción de mecanismos y vías que posibilitaron que los países industrializados se apuntaran reducciones no realizadas en sus territorios, los llamados “mecanismos de flexibilidad”, entre ellos, el comercio de emisiones (es decir, la compra directa de cuotas de CO2) y otros que significan inversiones en terceros países para que emitan menos, como el mecanismo de desarrollo limpio y la aplicación conjunta.[10]
Mientras tanto, la participación de la sociedad civil en las COP, visible en un arco amplio de movimientos ecologistas y ONG ambientalistas de proyección internacional, fue en aumento. A la COP 11 de Montreal, celebrada en 2005, asistieron unos diez mil participantes. En 2007 un ecologismo cada vez más activo confluyó en la conformación de Climate Justice Now! [Justicia Climática Ahora!], una red de organizaciones y movimientos de diversas partes del globo comprometidos a luchar por la justicia social, ecológica y de género.[11] Un elemento importante por considerar es el vínculo entre esas organizaciones y los movimientos antiglobalización, que asomaron a la escena pública global en 1999 tras la batalla de Seattle, cuando lograron interrumpir la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC). De la mano de una narrativa que cuestiona la globalización neoliberal y responsabiliza al capitalismo por la degradación social y ambiental, los movimientos y las organizaciones ambientalistas comenzaron a interpelar a las instituciones internacionales que regulan el capitalismo en el mundo.
En el año 2000, la cuestión del cambio climático llegó con fuerza al Foro de Davos con Al Gore, vicepresidente de Bill Clinton, que en 2006 presentó el documental Una verdad incómoda. Gracias a su compromiso con el ambiente, Gore recibió el Premio Nobel de la Paz en 2007.
En 2009, la COP 15 de Copenhague desembocó en un rotundo fracaso: no solo no arrojó ningún acuerdo vinculante, sino que apuntó a restringir la participación de la sociedad civil. Allí se aprobó un documento en que las partes se comprometían a impedir que la temperatura aumentara más de 2 ºC, redactado por unos pocos países (Estados Unidos, China y otros países emergentes). Más allá de su falta de transparencia, quedó en una mera declaración de intenciones por no haber incluido compromisos de reducción de emisiones para evitar el calentamiento global, aunque cabe mencionar que promovió la creación de un fondo de treinta millones de dólares anuales para la adaptación de los países pobres en los dos años siguientes, y cien mil millones de dólares desde 2012 hasta 2020. Las tensiones vividas dentro y fuera de la cumbre no solo rubricaron el acta de defunción del Protocolo de Kioto, sino que reflejaron el cambio de fuerzas en términos geopolíticos. El rol desempeñado por China, principal país emisor de gases de efecto invernadero, fue una señal incuestionable de cuánto habían cambiado los tiempos entre 1997 (año de la firma del Protocolo de Kioto) y 2009.
El fracaso en Copenhague significó el cierre de un ciclo para no pocos movimientos sociales y ONG. Excluidos de la cumbre, convocaron a una movilización multitudinaria que literalmente sitió la capital nórdica. Como afirma Ramón Fernández Durán (2010), el broche de oro fue la represión policial, pues mostró que “el ojo público ciudadano ya no era bienvenido en un encuentro vacío de contenido y secuestrado por los poderosos”. En consecuencia, los grupos más críticos se distanciaron tras llegar a la conclusión de que no era posible enfrentar el cambio climático sin cuestionar el capitalismo global (“Cambiar el sistema, no el clima”).
En 2010, los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), liderada por Bolivia,