La victoria de Trump en las elecciones presidenciales cambió de manera radical la política ambiental del país y añadió nuevos obstáculos al escarpado camino hacia la transición pos combustibles fósiles. El retroceso es enorme y los daños a nivel global, incalculables. Es probable que algunos hayan pensando que el populismo vocinglero de Trump y su ideología de extrema derecha no pasarían de un puñado de declaraciones altisonantes. Pero la agenda corporativa que se había construido con los años, al calor de la negación del cambio climático, encontró en él a su gran paladín. Trump no solo flexibilizó la legislación ambiental existente, sino que impulsó su desmantelamiento. En efecto, en términos de políticas domésticas, el respaldo presidencial a las empresas de combustibles fósiles se tradujo en un rápido desmontaje de las regulaciones ambientales, que habían tardado décadas en instalarse. En el primer día de su mandato anunció que el plan de acción ambiental de Obama sería eliminado por “dañino e innecesario”. Y dio instrucciones de revisar todas las regulaciones que pudieran limitar la producción de energía. Fueron más de ochenta medidas que erosionaron la regulación ambiental existente. Es más: el concepto de “cambio climático” desapareció de las declaraciones gubernamentales, como si jamás hubiera existido. La regresión en materia ambiental terminó de consumarse en junio de 2019, cuando el titular de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus iniciales en inglés), el exlobista de la industria del carbón Andrew Wheeler, firmó “una norma que niega la autoridad del gobierno federal para imponer límites nacionales a las emisiones contaminantes y otorga a los Estados la competencia de determinar si las plantas existentes requieren mejoras para garantizar su eficiencia”.[24]
La nueva política estadounidense tuvo efectos perniciosos incluso sobre la Unión Europea, el continente más avanzado en legislación ambiental. En 2015 la UE se había comprometido a aumentar en 27% las energías renovables (reduciendo el uso de combustibles fósiles), pero en una reunión celebrada en diciembre de 2017 los ministros de Medioambiente acordaron disminuir ese procentaje al 24,3%. Asimismo, decidieron mantener los subsidios a las industrias de energías fósiles hasta 2030, no hasta 2020 como se había establecido con anterioridad.
Trump encontró un émulo latinoamericano en la figura de Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil desde 2019. El vertiginoso ascenso de Bolsonaro recolocó a América Latina en el escenario político global, en consonancia con la expansión de los partidos antisistema y de la mano de una extrema derecha xenófoba, antiglobalista y proteccionista. En un contexto antiprogresista, la extrema derecha brasileña surgió como una de las ofertas disponibles y puso en el centro de la agenda –escándalos de Odebrecht mediante– un discurso anticorrupción. Este discurso generó una cadena de equivalencias con otras demandas de la población, desde las que involucraban la defensa de la familia tradicional amenazada por el Estado, las críticas al garantismo, el desprecio por el ambientalismo y las políticas de derechos humanos, el rechazo hacia los pueblos originarios y el cuestionamiento a la llamada “ideología de género” y la diversidad sexual, hasta aquellas que habilitaban la defensa de la dictadura militar o la justificación de la tortura.
La política de Bolsonaro se tradujo en una declaración de guerra a los pueblos indígenas a través del desmantelamiento de la Fundación Nacional Indígena, principal institución dedicada al sector, y en la decisión de transferir la competencia sobre identificación, delimitación y demarcación de tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, institución que está en manos de los sectores ruralistas, opositores sistemáticos al reconocimiento de los derechos de esos pueblos (Lander, 2019: 159). Las políticas favorables a los sectores de agronegocios y los grandes ganaderos se hicieron sentir en la Amazonía, como lo muestran los incendios forestales de agosto de 2019 –casi el triple de los ocurridos el mismo mes del año anterior– que arrasaron con millones de hectáreas y destruyeron vidas, biodiversidad y territorios. Un verdadero ecocidio/terricidio instrumentado desde el Estado.
En Australia las últimas elecciones nacionales le dieron el triunfo a Scott Morrison, líder del Partido Liberal, quien se convirtió en una figura política cuando en 2017 llevó un pedazo de carbón al Parlamento para pasárselo a sus compañeros de recinto. “No te asustes”, les decía, “No tengas miedo”. Bill McKibben, fundador de la organización 350.org, señala en su artículo “¿Qué pasaría si Australia fuera un planeta?” que si realmente fuese un planeta, rápidamente destruiría su clima por sí sola, y no podría responsabilizar por ello a nadie más que a sus propios políticos (como Morrison) susbsidiados por las industrias de combustibles fósiles, sus políticas extractivistas y la acción de los medios de comunicación negacionistas (McKibben, 2020).
En paralelo a estas políticas terricidas, y ante la ausencia de medidas reguladoras desde los Estados que involucren la reducción de las emisiones de GEI, ha cobrado fuerza un movimiento que impulsa la desinversión en combustibles fósiles para avanzar en las energías renovables. Uno de los mentores de este poderoso movimiento es la citada organización 350.org. Al respecto, la periodista ambiental Marina Aizen afirma que:
Empezó en los campus universitarios de los Estados Unidos e Inglaterra para que las instituciones académicas, que manejan copiosos fondos, sacaran su dinero de activos del petróleo, del gas y del carbón. Parecía entonces solo una quimera de las organizaciones que estaban detrás de esta movida, como 350.org, que las energías fósiles pudieran parecer tóxicas. Pero, rápidamente, empezó a suceder. El primer batacazo lo dio, en 2014, el fondo de los hermanos Rockefeller, cuyo origen –paradójicamente– fue el petróleo. El año pasado, el Banco Central de Noruega le recomendó al sistema de pensiones deshacerse totalmente de esos activos. Numerosos fondos con miles de millones se han retirado de ese negocio. Así lo anunció el Banco Mundial (Aizen, 2018, 2015).
Este cambio de paradigma comenzó a calar fuerte en ciertos ámbitos del establishment vinculados a la dinámica del capital, y algunos ya hablan de los combustibles fósiles como “activos obsoletos”, concepto que se refiere a la devaluación de las energías fósiles ante el imperativo de la transición energética y el riesgo de que pronto se conviertan en “activos inservibles”.[25]
Estas medidas concretas de desinversión se conjugan con otros proyectos de gran envergadura que apuntan a poner en marcha un “Green New Deal”, popularizado por la diputada demócrata Alexandria Ocasio Cortez en los Estados Unidos. Aunque tiene varias versiones, en lo que respecta a la lucha contra el cambio climático el Green New Deal de Ocasio Cortez propone descarbonizar la economía estadounidense en diez años, apostar a las energías renovables, los medios de transporte limpios –incluidos aviones y barcos, donde los cambios son más lentos que con los automóviles– y adaptar la industria, la agricultura y la construcción a los nuevos estándares de consumo. También busca ampliar y mejorar las infraestructuras, acondicionar los edificios existentes y expandir los bosques”.[26]
En su último libro, El Green New Deal global (2019), el economista Jeremy Rifkin se hace eco del movimiento de desinversión en combustibles fósiles, que crece dentro del establishment y se expande en diferentes ciudades y países ante la necesidad de una transición energética. Inspiradas en la encíclica Laudato Si’, instituciones católicas de distintas partes del mundo retiraron sus inversiones en combustibles fósiles; este fue el mayor anuncio de desinversión por parte de una organización religiosa. Se trata de casi 600 instituciones, con un valor conjunto de más de 3400 billones de dólares.[27] Según el último informe de 350.org, publicado en septiembre de 2019, la desinversión saltó