En realidad, se impone reconocer que la transición ya ha comenzado. Y aunque incluye la degradación de la vida social, económica y sanitaria, e implica la pérdida de complejidad y de valores democráticos, su devenir tendrá diferentes temporalidades, matices y escalas. Sin embargo, más allá de que la crisis climática nos afectará a todos, siempre habrá ganadores y perdedores, con lo cual es muy probable que los procesos de colapso y degradación profundicen aún más la geografía de la desigualdad y la injusticia ambiental.
Entre la conciencia ambiental y el “desarrollo sustentable”
La ecología como enfoque crítico y las primeras voces y movimientos ambientalistas surgidos al calor de las denuncias contra el deterioro creciente del ambiente y los desastres “naturales” nos llevaron a cuestionar el mito del crecimiento económico y nos hicieron tomar conciencia de la finitud de los recursos naturales.
Una de las primeras voces que se alzó fue la de Rachel Carson, autora de La primavera silenciosa (1962), quien denunció los efectos nocivos de los productos químicos sobre la salud, los animales y la naturaleza, en especial el DDT, un insecticida de amplio espectro utilizado para todos los cultivos que en aquella época se consideraba casi inocuo. Carson, bióloga de formación, fue denigrada por las industrias químicas, que llegaron al extremo de contratar científicos para que analizaran su libro línea por línea. Sin embargo, el impacto de ese texto sobre el público estadounidense y sobre el incipiente movimiento ambiental fue enorme. Diez años más tarde se prohibió el uso del DDT en los Estados Unidos. Mientras tanto, el economista Kenneth Boulding proponía sustituir la economía del cowboy por la del cosmonauta: una economía de recinto cerrado adecuada al “navío espacial Tierra”, elocuente imagen que transmite la idea de que el planeta dispone de recursos limitados y de espacios finitos para la contaminación y el vertido de desechos.
A nivel global, el primer aporte relevante sobre temas ambientales fue el Informe Meadows “Los límites del crecimiento”, producido en 1972 por el Club de Roma, donde se exponen los límites de la explotación de la naturaleza y su incompatibilidad con un sistema económico fundado en el crecimiento indefinido. Este informe puso el acento en los graves peligros de la contaminación y la disponibilidad futura de materias primas que afectarían a todo el planeta, de continuar con el estilo y ritmo de crecimiento económico. Se abrió así un espacio de cuestionamiento a la visión industrialista, centrada en el crecimiento ilimitado, y se enviaron claras señales hacia los países del Sur al plantear que el modelo industrial propio de los países desarrollados estaba lejos de ser universalizable. El informe logró que la problemática ambiental ingresara en la agenda mundial y se transformara en una cuestión a tratar y resolver por la comunidad internacional. Como veremos más adelante, este informe tuvo varias respuestas desde el Sur periférico.
La primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, realizada en Estocolmo en 1972, dio origen a una declaración adoptada por los Estados nacionales en la que comenzaba a ponerse de manifiesto una relación más estrecha entre los impactos del desarrollo económico y el “medio humano”. Y si bien persistía la idea del “progreso” concebido como crecimiento sin límites, se denunciaba que el poder transformador del ser humano sobre la naturaleza podía generar daños al “medio humano”. La declaración configuró los elementos principales del paradigma de “desarrollo sostenible” o “sustentable”, cuyo principio rector expresa que la humanidad “tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras”. En ese marco se creó el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) con sede en Nairobi y se recomendó declarar el 5 de junio como Día Mundial del Ambiente. En este período nacieron algunas de las grandes organizaciones ambientalistas, entre ellas Amigos de la Tierra (1969) y Greenpeace (1971).
En febrero de 1979 se realizó en Suecia la primera Conferencia Mundial sobre el Clima, que contó con la participación de cuatrocientos expertos internacionales, bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La reflexión sobre la relación desarrollo/ambiente tuvo una nueva inflexión en los años ochenta a raíz del grave accidente ocurrido en 1986 en la central nuclear de Chernóbil en Ucrania, una de las causas que precipitó el final de la Unión Soviética. En esa época también se produjeron otros accidentes de gran repercusión internacional, como los derrames de barcos petroleros o “mareas negras”, entre otros el buque petrolero Exxon Valdez en aguas de Alaska en 1989.
La Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo presentó en 1987 el estudio “Nuestro futuro común” (también conocido como “Informe Brundtland”, en honor al apellido de su coordinadora), que popularizó la idea del “desarrollo sostenible”. En 1988, casi diez años después de la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, se creó el ya célebre Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés). Dos años más tarde, en 1990, el IPCC y la Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima propondrían un tratado mundial sobre el cambio climático. Comenzaron así las negociaciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas para una convención marco –adoptada en 1992 durante la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro– denominada “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” (CMNUCC).
La declaración de Río fue un parteaguas, pues allí aparecen formuladas las nociones de desarrollo sustentable y compromiso intergeneracional, y se estipulan también importantes convenios sobre el clima, la biodiversidad y la desertificación. Este nuevo paradigma de desarrollo sostenible requirió la creación de una nueva ingeniería jurídica. Si bien la prioridad estaba dada por el orden de las palabras que daban nombre al modelo (primero el desarrollo o crecimiento económico; y una vez asegurado este, se comenzaría a atender la cuestión ambiental y los derechos de las generaciones futuras), resultaba insoslayable elaborar principios y herramientas jurídicas que respondieran a esta nueva realidad, no contemplada en los viejos códigos napoleónicos. Así aparecen enunciados los nuevos principios jurídicos ambientales –el de precaución y el preventivo– que estipulan que, para proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar el criterio de precaución conforme a sus capacidades. “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá esgrimirse como motivo para postergar la adopción de medidas eficaces destinadas a impedir la degradación del medio ambiente”. Asimismo deberá evaluarse el impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad que pueda producir un efecto negativo considerable en el ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente (Svampa y Viale, 2014).
Desde un comienzo, las conferencias globales sobre el ambiente pivotearon entre dos grandes temas: la definición de desarrollo sustentable –su interpretación y sus alcances– y la preocupación creciente por las relaciones entre el clima y las actividades humanas y el ambiente. Al compás de las discusiones, se descartaron las visiones más críticas respecto de lo que se entendía por desarrollo sustentable, que cuestionaban el condicionamiento del cuidado del ambiente al crecimiento económico, lo cual determinó en última instancia el triunfo de la visión más economicista y productivista.
Por un lado, la valoración económica de los bienes y las relaciones y la creencia en la búsqueda del crecimiento como razón de los Estados nacionales continuaron vigentes e inalterables pese a la irrupción de la cuestión ambiental. La sustentabilidad como concepto quedó supeditada al paradigma del desarrollo y el progreso; la protección de la naturaleza, al fetiche del crecimiento económico infinito entendido como solución y regulación de las necesidades humanas. Asimismo, el paradigma del desarrollo sostenible marcó el triunfo de una concepción débil de la sustentabilidad, basada en una premisa antropocéntrica (la dominación y el carácter externo del ser humano sobre la naturaleza), al establecer la coexistencia entre crecimiento, desarrollo y ambiente. Así se estableció la distinción entre “sustentabilidad débil”,