Con respecto a lo emocional, este libro se ocupa preferentemente de este aspecto, porque, aunque no se registren conductas psicopatológicas significativas, la evaluación de la vida emocional del niño es parte integral del análisis del equipo interdisciplinario.
En relación con los aspectos socioculturales –si bien ya hemos manifestado que nos ocupamos aquí de los verdaderos retardos y no de aquellos niños que parecen tenerlo cuando en realidad sus dificultades derivan de la pertenencia a un grupo social marginal–, la práctica clínica nos muestra que todas las patologías se agravan en los niños cuya situación social es desventajosa, es la certificación del doble riesgo. Como ejemplo podemos citar un trabajo de evaluación realizado con niños que habían tenido citomegalovirus congénito, el mismo demostraba que a largo plazo los coeficientes de los pacientes que pertenecían a un medio social desfavorable puntuaban muy por debajo de los niños pertenecientes a un medio social alto. Similares consideraciones arrojan los seguimientos a largo plazo de bebés prematuros de muy bajo peso, tema que mantiene su vigencia gracias al incremento de la sobrevida sin secuelas significativas en los primeros años de vida; sin embargo, al ingresar al sistema escolar las dificultades de aprendizaje son mucho más marcadas en los pretérminos que han sido criados en un medio social bajo si se los compara con aquellos que han crecido en mejores condiciones económicas y sociales.
También es significativo el marco cultural, ya que el Retardo Mental tiene una representación social determinada que el equipo profesional debe tener en cuenta, especialmente cuando se trata de culturas más cerradas.
Queda para los médicos la indagación de otras dificultades neurológicas de los niños con deficiencia intelectual, la asistencia integral de su salud, la búsqueda etiológica y terapéutica, cuando ésta sea posible. Por otra parte, el rol del pediatra en el control del niño con RM no se diferencia del que se efectúa con un niño normal, sino que prestará atención al crecimiento físico, a las pautas alimentarias, a la vacunación y al control clínico periódico. En este sentido, es importante saber que el 20% de los niños con RM tiene problemas de alimentación y trastornos del crecimiento. También es conveniente conocer los riesgos eventuales de la patología específica del niño, como la tendencia al hipotiroidismo, a las malformaciones cardíacas y a la subluxación atlantoaxial en el síndrome de Down, la hiperactividad, los trastornos lingüísticos y el autismo en la Fragilidad del cromosoma X, o las conductas autoagresivas en otros síndromes, etc. Ante estas circunstancias se pueden utilizar las normas de seguimiento de algunos cuadros, como las estipuladas por el Comité de Genética de la Academia Americana de Pediatría para el Síndrome de Down (2001: 442-449).
Finalmente, hay que señalar el rol esencial del pediatra en la identificación temprana del RM y en el seguimiento del niño y su familia.
5. Diagnóstico temprano
La realidad nos muestra que hay un significativo atraso en el diagnóstico de los retardos mentales. Mientras que las patologías motoras se identifican en una edad promedio de 14 meses y en más del 90% de los casos son los médicos quienes las establecen, el Retardo Mental se diagnostica en una edad promedio que ronda los 39 meses y sólo en un 75% de las veces es el médico el que hace el reconocimiento.
El seguimiento del desarrollo neurológico es parte de la atención primaria y debe ser una tarea habitual del control pediátrico, ya que sin ninguna complejidad permite detectar desviaciones en las adquisiciones psicomotoras por razones biológicas, emocionales o por fallas de la estimulación ambiental.
A pesar de parecer simple, es necesario conocer acabadamente las pautas de normalidad para detectar las anomalías, siendo a veces sutil la línea que separa ambas situaciones y variable el rango normal de la edad en la que suelen aparecer las distintas conductas y habilidades.
Al parecer los pediatras están mejor entrenados para detectar retrasos en el área motriz, pero cuentan con pocas herramientas para evaluar los componentes intelectuales y lingüísticos. Hay aspectos del desarrollo que no son evaluados en las pruebas standard, como el grado de alerta, el interés del niño en el ambiente, la calidad de la mirada, etc. Por otro lado, las conductas difieren en la importancia de su significación, así las destrezas manipulativas son más trascendentes que las motoras gruesas y tan importante como el momento de adquisición es la habilidad y la rapidez de las respuestas.
Si bien los padres suelen ser buenos observadores del desarrollo de sus hijos, el retraso en el diagnóstico de las alteraciones intelectuales y lingüísticas, en comparación con las motoras, en parte responde a las distintas fases de las preocupaciones paternas. Inicialmente, hasta los 6 o 10 meses de edad, la ansiedad está dirigida al aumento de peso; a partir de los 6 meses se dirige hacia el desarrollo motor, siendo importante para ellos la adquisición de la marcha alrededor del año; recién entre los 18 y 24 meses aparecen las preocupaciones referidas a lo cognitivo y a lo lingüístico.
Hay variadas razones que favorecen la producción de errores conceptuales por parte de los pediatras al evaluar las competencias intelectuales del niño. Por ejemplo, existe una confusión al pensar que las competencias motoras refieren a logros intelectuales, cuando en realidad entre el 30 y el 50% de los niños con retardo profundo caminan a los 15 meses. Otro error frecuente es pensar que los niños con retardo mental tienen rasgos físicos orientadores, de hecho hay toda una serie de cuadros genéticos que son poco evidenciables en el fenotipo y, por el contrario, fenotipos llamativos que no cursan con afectaciones cognitivas. La experiencia muestra que los niños con retardo pero con buen aspecto físico son habitualmente diagnosticados tardíamente.
Debemos resaltar que el llanto y la irritabilidad extrema o, a la inversa, la apatía y el sueño excesivo, la calidad de la mirada, la sonrisa social, el interés por los objetos y las personas, las iniciativas de intercambio con las figuras de crianza, el retraso en el lenguaje, la dificultad para resolver problemas, la calidad de la motricidad fina son indicadores tempranos de las deficiencias del desarrollo intelectual.
Hay consenso en la importancia del diagnóstico temprano en las patologías del desarrollo, ya que ello permite la implementación de tareas terapéuticas que pueden incidir en el pronóstico, mejorando las alteraciones propias de la patología de base y evitando el desencadenamiento de cuadros secundarios.
Esta necesidad de diagnóstico y tratamiento temprano se sostiene fundamentalmente en tres situaciones de la relación organismo-medio ambiente:
a) Período crítico
Existe una instancia durante el desarrollo del sistema nervioso en la cual las estructuras son óptimas para la adquisición de determinada función, pasado este período las estructuras son menos maleables, por lo que la adquisición de esa conducta o función se torna más dificultosa, e incluso puede imposibilitarse. Es decir, los estímulos deben proveerse en el momento de mayor facilidad para el desarrollo ontogénico de las estructuras nerviosas.
b) Acumulación de deficiencias
Hay una tendencia por la cual las dificultades evolutivas existentes se convierten en acumulativas por naturaleza, dado que los ritmos actuales y futuros del crecimiento intelectual siempre están condicionados o limitados por el nivel evolutivo alcanzado, ya sea por la maduración espontánea o por los aprendizajes introducidos por el medio. Se llama “disposición” lo que permite que nuevas conductas se establezcan sobre un nivel de funcionamiento alcanzado previamente.
Un nuevo desarrollo siempre proviene del fenotipo (de la aptitud ya concretada) más que de las potencialidades inherentes al genotipo (estructura génica).
c) Plasticidad neuronal
La plasticidad neuronal implica la capacidad del cerebro joven de poder relocalizar funciones frente al daño estructural de determinada zona genéticamente programada para ejercerlas.
Esta plasticidad