Habrá que convenir que la tarea es compleja, y un análisis parcializado que no entienda la forma en que se interrelacionan los riesgos bio-psico-sociales incurrirá en errores al planificar las estrategias de prevención.
Pensamos que siempre es deseable llegar a un diagnóstico etiológico y que este anhelo se convierte en una obligación ética insoslayable ante determinadas circunstancias que los padres y terapeutas deben conocer, es decir, tanto frente a la sospecha de enfermedades hereditarias (por el consejo genético) como cuando la certeza diagnóstica posibilita una terapéutica específica (poco habitual) o cuando nos enfrentamos a la posibilidad de enfermedades progresivas deteriorantes.
4. Evaluación
Queremos destacar aquí que cada niño con Retardo Mental es único en su expresión sintomática y que cualquier intento de uniformar su abordaje determinará una asistencia equivocada e incompleta.
Con esto pretendemos decir que el abordaje debe contemplar no solo sus dificultades intelectuales y el intento de encontrar las causas de su cuadro neurológico, sino que debe analizar los factores sociales, culturales, familiares y emocionales que determinan a ese individuo único en su expresión de enfermedad.
Es decir, si bien no tomamos en este texto los casos de seudorretardos ocasionados por situaciones socio-culturales o aquellos provocados por inhibiciones del orden psicológico, estos factores también intervienen en los pacientes con trastornos neurológicos incidiendo en sus capacidades y en sus logros futuros educacionales e individuales.
Es probablemente Esquirol en el siglo XIX el primero en intentar una búsqueda diferencial en el entonces fangoso y prejuicioso campo de la deficiencia mental, planteando en primer lugar la diferencia entre Retardo Mental y Demencia: “… el hombre demenciado es el privado de los bienes que le colmaban, es un rico convertido en pobre. El idiota ha estado siempre en el infortunio y la miseria…” (sic), distingue posteriormente idiocia e imbecilidad según el grado de compromiso intelectual (1838:284-288).
Respecto a la clasificación, Esquirol distinguía en el atraso mental tres niveles de gravedad dentro de la idiotez u oligofrenia: los más severos, los “imbéciles” y los más leves (los “débiles de espíritu”). Para fijar estas categorías utilizó como criterios las dismorfias, el lenguaje, el déficit de juicio, la falta de memoria, el déficit volitivo, etc.
Binet (1954) a principios del siglo XX abre el camino para la medición de la inteligencia a través de un test por él creado a instancias de un pedido del Ministerio de Instrucción Pública de Francia. La dificultad que implicaba en aquel momento elaborar una medida para determinar la capacidad intelectual de un individuo la podemos entender actualmente si consideramos las complejidades que aparecen al intentar definir qué es la inteligencia y tenemos en cuenta las distintas teorías que existen acerca de la misma; valga sólo citar dentro de las últimas la de Gardner de las inteligencias múltiples.
Ya Binet alertaba acerca de esta dificultad, cuando irónicamente respondía a una pregunta acerca de qué es la inteligencia diciendo: “lo que mide mi test”.
Y entramos en una primera parte de la evaluación que determina un debate: la medición de la capacidad intelectual.
No son pocos los autores que critican los test afirmando que sus resultados son cuestionables, no solo porque están elaborados en función de determinadas características socio-culturales, sino también porque no tienen en cuenta la situación del paciente en la toma, los factores emocionales que pueden alterarlos y la variabilidad de los resultados obtenidos aun en el mismo paciente.
Muchas de estas críticas son correctas. La práctica nos muestra que la obtención de una edad mental o de un cociente intelectual no nos da una verdadera medida de la capacidad real del niño y que pacientes con cocientes similares funcionan de manera totalmente distinta. Además, no hay una constancia numérica a través del desarrollo y suelen cometerse errores de pronóstico a través de la obtención de una escala en determinado momento de la vida.
Quizás la crítica más demoledora es que los test sólo sirven para fijar, y no siempre correctamente, a un niño en un nivel de discapacidad y no determinan sus potencialidades.
En este sentido, las pruebas operatorias basadas en la teoría piagetiana nos muestran una forma de razonamiento del niño que las pruebas clásicas no evidencian, pero tampoco se acercan a las potencialidades cuando interviene un tercero. El abordaje desde el concepto de “zona próxima” de Vigotsky trata de aproximarse a estos aspectos.
Ya hemos dicho que nuestra posición con respecto a los test contempla, por un lado, la necesidad de contar con ellos en las cuestiones legales (recordemos, por ejemplo, que se exigen para la obtención del certificado de discapacidad o para la disposición de una curatela), y, por otro lado, pensamos que pueden servir como un elemento más de la clínica si son puestos en ese contexto y no son tomados con carácter absoluto para definir al niño.
Las críticas a los test también tienen a veces un contenido ideológico, con lo que se pierde una visión objetiva de la realidad; partiendo del hecho de que las pruebas de inteligencia tienen un sesgo cultural, con lo cual omiten evaluar las expresiones intelectuales específicas de ciertas clases sociales o culturas, se termina por invalidar cualquier forma de medición de lo cognitivo. El planteo de que el factor ambiental es el generador absoluto de los retardos mentales es una actitud extrema que niega la biología y desdeña los avances científicos que demuestran la interrelación de la herencia y el ambiente. Parafraseando a Zazzo (1973), eliminando el barómetro no se impide que haya mal tiempo.
Hagamos una somera enumeración de las escalas y los tests más usados en nuestro medio. En el recién nacido es útil el Test de Brazelton; en lactantes y niños pequeños la escala de Lira-Montenegro, el Test de Denver y las escalas de Bayley. En preescolares, el WPPSI (Wechsler Preschool Primary Scale of Intelligence y el Terman Merrill); en los chicos mayores, el Raven y el WISC (Wechsler Intelligence Scal For Children).
Ya nos hemos referido a las pruebas operatorias de sesgo piagetiano que pueden ser tomadas en forma estructurada o no; muchas veces una hora de juego arroja mucha más información sobre el nivel mental del niño que alguna prueba, especialmente en los niños pequeños.
Una vez evaluada la capacidad intelectual, correspondería indagar si existen deficiencias instrumentales que limitan aun más las posibilidades expresivas y de aprendizaje; es decir, si existen trastornos del lenguaje, dispraxias, trastornos de la coordinación viso-motora, trastornos de la percepción, alteraciones del esquema corporal, problemas atencionales, de memoria, etc.
En función de la existencia o no de estas alteraciones instrumentales, Chiva (1973) sugiere la división de la debilidad mental en una forma exógena y una endógena, la primera ligada a agresiones orgánicas externas con deficiencias instrumentales agregadas, y la endógena debida exclusivamente a factores genéticos. A tal efecto elabora una serie de pruebas para diferenciar ambas entidades clínicas del Retardo Mental.
Más vinculado a un análisis de los factores psicopatológicos, Misés (1975) define una debilidad armónica y una disarmónica. En esta última coexisten, junto a la alteración intelectual, trastornos instrumentales y afectivos de variable intensidad, distinguiendo una forma más vinculada a características psicóticas y otra de cariz neurótico con fobias, obsesiones, inhibiciones, etc. Las formas armónicas tienen un claro predominio de la debilidad mental como característica clínica.
Si evaluamos las deficiencias acompañantes, no debemos olvidar que la mitad de los niños con RM severo y un 25% de los leves tienen trastornos visuales, especialmente estrabismo y trastornos de refracción. El 20% de los afectados con deficiencia severa también padecen parálisis cerebral y un porcentaje