–De nosotros –contestó él, quitándole el gorro de lana. Como había supuesto, una cascada de rizos dorados cayó sobre sus hombros–. Tenía razón… a medias. Rubia, pero no tonta.
Ally respiró profundamente.
–Mire…
–Quiero volver a verte, Ally –dijo él, tuteándola por primera vez.
Los ojos del hombre atraparon los suyos y el corazón de Ally dio un vuelco. Sean Nicholson no perdía el tiempo.
–¿Por qué? –preguntó, aparentando indiferencia–. ¿Necesita lecciones de escalada o de primeros auxilios?
Sean soltó una carcajada.
–No. La necesito a usted, doctora McGuire.
–¿Y qué pasa con lo que yo quiero, doctor Nicholson?
Sean la miró de arriba abajo, en un gesto de masculina apreciación que la dejó muda.
–Tú quieres exactamente lo mismo que yo. Pero no tienes el valor de admitirlo.
No era verdad. Ella no lo necesitaba. Solo necesitaba a Charlie. Algo seguro y estable, sin la sensación de peligro que transmitía aquel hombre.
–Estás asumiendo que no tengo ninguna relación.
–¿La tienes?
–Sí.
–¿Y te deja pasear sola por la montaña? Lo que debería hacer es protegerte.
–Muchas gracias, pero no necesito que me protejan –replicó ella.
–Yo no opino lo mismo.
–¡Sean, nos vamos! –gritó Jack.
–Terminaremos esta conversación en otro momento –dijo entonces Sean, antes de volverse hacia la ambulancia.
¿Qué había querido decir con eso?, se preguntó Ally. No habría otro momento. No quería volver a verlo más. Sean Nicholson la hacía sentirse frágil y vulnerable, hacía que sus emociones aflorasen a la superficie, emociones que llevaban mucho tiempo escondidas. Y con las que no quería enfrentarse. Ella tenía a Charlie, una vida tranquila… Y eso era lo que quería. ¿O no?
–Mamá, ¿es verdad que le has salvado la vida a dos chicos?
–¿Quién te ha dicho eso? –preguntó Ally.
–El tío Jack –contestó la niña, metiendo la manita en el paquete de cereales.
–¡Charlotte McGuire, eso es asqueroso! –exclamó su madre, quitándole los cereales–. Si tienes hambre, come una tostada.
–Las tostadas me dan asco –protestó la cría, abriendo mucho sus ojitos azules.
Ally respiró profundamente, recordándose a sí misma que la mesa no debería nunca ser un campo de batalla.
–Ayer sí te gustaban.
–Pues hoy no –replicó Charlie–. Bueno, me comeré una. Pero si me la haces en forma de casa. ¿Por qué no se murieron?
Con paciencia, Ally recortó la tostada en forma de casita con tejado.
–¿Quién?
–Los chicos –contestó Charlie–. El tío Jack le dijo a la abuela que habían tenido suerte de que tú pasaras por allí o se habrían muerto.
–No deberían haber estado paseando por la montaña sin un buen equipo –contestó su madre, llevando los platos al fregadero.
–¿Y por qué se iban a morir?
Ally apretó los dientes. Iba a tener que hablar seriamente con Jack.
–Porque hacía mucho frío, cariño. Pero ya están bien, así que olvídate del asunto y prepárate para ir al colegio.
–Karen no se pone la chaqueta para salir al recreo. ¿Se va a morir de frío?
–No, tonta –rio Ally–. No es lo mismo. Esos chicos se habían caído a un barranco y en la montaña hace mucho más frío que aquí. Venga, ve a lavarte los dientes o llegaremos tarde.
Charlie salió corriendo de la cocina y Ally suspiró, aliviada. Tener una hija de cinco años a veces era una bendición, pero otras…
Unos minutos después, detenía el coche frente a la casa de los Walcott.
–Buenos días –la saludó Tina.
–Hola, Tina. Muchas gracias por llevar a Charlie al colegio.
–No me cuesta nada. Venga, vete a trabajar. Y no olvides la fiesta de Halloween el sábado. ¿Vas a venir?
–Yo no puedo, pero mi madre llevará a la niña –contestó Ally.
Se sentía afortunada por tener una amiga que llevaba a Charlie al colegio para que ella pudiera ir a trabajar. Sus padres iban a buscarla por las tardes y se quedaban con ella hasta que salía de la clínica. Afortunadamente el director, Will Carter, era un hombre comprensivo y, en general, todo funcionaba perfectamente, aunque le hubiera gustado pasar más tiempo con su hija.
Una sensación de tristeza la envolvió entonces, pero Ally sacudió la cabeza. No tenía elección. Hacía lo que podía en sus circunstancias, sencillamente.
Cuando entró en la clínica, se encontró con Will.
–Buenos días. ¿Cómo está tu niña?
–Muy preguntona –sonrió Ally.
–Y cada día será peor.
–¡No me digas eso! –rio ella. A punto de retirarse de la profesión, Will Carter había establecido una clínica en Cumbria que todo el mundo admiraba. Sin él, nunca habría podido superar el trauma que había rodeado el nacimiento de Charlie. –Hay una fiesta de Halloween el sábado y todos los niños están locos de alegría.
–¿No trabajas el sábado?
–Sí, pero no importa. Charlie irá con mi madre.
–¿Seguro?
–Seguro, pero gracias por preguntar.
Sabía que Will le daría el día libre si se lo pedía, pero no pensaba hacerlo. El director de la clínica ya había hecho más que suficiente por ella.
–Hablando del sábado. Tony Masters piensa dar una cena y he pensado…
–La respuesta es no –lo interrumpió ella. Siempre pasaba lo mismo. Ante la menor oportunidad, Will se ponía a hacer de Cupido–. Ya sé lo que vas a decir y te lo agradezco. Pero no necesito pareja.
El hombre la miró con expresión preocupada.
–Ally, eres joven y no deberías enterrarte en vida por Charlie.
–Mi hija y yo estamos estupendamente –replicó ella, colgando su abrigo en la percha.
–No es verdad. No haces vida social, no sales con nadie. Sé que tienes problemas económicos por culpa de ese canalla…
–Soy una mujer independiente y eso es lo único que importa –volvió a interrumpirlo Ally–. Un niño no necesita lujos, necesita cariño y atención. Charlie y yo somos felices, así que no te preocupes.
–Pues estoy preocupado –insistió Will–. Deberías salir con alguien que cuidase de ti.
–¿Cuidar de mí? No he conocido a ningún hombre que quiera cuidar de mí y de mi hija. Y nos cuidamos muy bien solas.
–Te mereces mucho más… –empezó a decir el hombre, con tristeza.
Ally lo besó en la mejilla.
–Tú eres encantador, Will, pero no hay muchos hombres como tú.
–Pero si yo conociera a alguien…