En ese momento, alguien llamó a la puerta. Era Sean Nicholson.
–He terminado por hoy. Si no te importa, iré a ver tu casa más tarde.
Ally asintió con la cabeza. Necesitaba el dinero del alquiler porque, a pesar de su sueldo como médico, tenía muchos gastos.
–Vivo en Ambleside, pasado el cruce de Kirkstone –dijo, anotando su dirección–. Estaré en casa a las cinco y media.
–Estupendo. ¿Va todo bien? Pareces preocupada.
–No. Es una paciente…
Para su consternación, Sean se sentó en la silla que había frente a su escritorio.
–¿Quieres hablar de ello?
¿Hablar de ello? ¿Con él?
–No hay nada que decir –contestó. Pero después lo pensó mejor. Quizá una segunda opinión la ayudaría–. Bueno, la verdad es que tengo la sensación de que quiere decirme algo, pero no se atreve. Lleva un par de meses viniendo con tos, indigestiones, cosas así, pero estoy segura de que hay algo más.
–Podría ser depresión –murmuró Sean.
–No lo creo.
–¿Tiene problemas familiares?
–Es posible… No lo sé. Quizá lo estoy imaginando y no le pasa nada en absoluto.
–En mi experiencia, lo mejor es fiarse del instinto. Si tu instinto te dice que pasa algo, seguramente pasa algo. ¿Por qué no lo averiguas?
–¿Cómo? No puedo obligarla a que me cuente nada.
–Desde luego, pero podrías sugerirle que fuera al psicólogo.
–Mary podría tomarse esa sugerencia como un insulto. No todo el mundo entiende que el psicólogo es un médico como los demás.
Sean la miró a los ojos y su corazón se aceleró.
–Tienes razón. Nos veremos más tarde –dijo, levantándose.
Ally lo observó salir de su consulta, nerviosa. Quizá no había hecho bien aceptándolo como inquilino. Llevaba demasiado tiempo alejada de los hombres y se le había olvidado lo que era estar cerca de uno. ¿Cómo iba a relacionarse con él? ¿Podría hacer su vida como si Sean Nicholson no estuviera viviendo a su lado?
Apenas se verían, pensó. Ni siquiera sabría que estaba en su casa.
Un nuevo paciente llamó a la puerta y Ally hizo un esfuerzo para olvidarse de aquellos ojos, de la sonrisa indolente…
La tarde pasó rápidamente y cuando miró su reloj, comprobó que eran las cinco y cuarto.
–¿Algún paciente esperando, Helen? –preguntó a la enfermera.
–No. Puedes irte con tu niña –sonrió la joven.
Mientras conducía hacia su casa, observando las montañas recortadas en el horizonte, se preguntó si Sean habría encontrado el camino.
Lo había hecho.
Las luces del establo iluminaban la moto y la figura que había a su lado. Por supuesto, Sean Nicholson tenía que conducir una moto.
Ally observó la chaqueta de cuero negro que parecía abrazar sus anchos hombros. ¿Por qué tenía que ser tan masculino? ¿Por qué no era una birria de hombre?
–Hola –la saludó Sean con una sonrisa. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su agitación. El negro lo hacía parecer un bandido, alto, moreno y muy, muy peligroso. Por la mañana estaba recién afeitado, pero en aquel momento tenía sombra de barba. Demasiadas hormonas masculinas.
–Siento llegar tarde. Es que he tenido muchos pacientes.
–No me importa esperarte –dijo él, colocándose el casco bajo el brazo. Ally sacó las llaves para abrir la puerta, pero estaba tan nerviosa que se le cayeron al suelo.
Estupendo. Disimulaba de maravilla. Maldiciendo en voz baja, se inclinó para tomarlas y vio con el rabillo del ojo el brillo irónico en los ojos del hombre.
Genial. Sean Nicholson sabía muy bien el efecto que ejercía en ella y estaba disfrutando como un loco.
–Supongo que esto te parecerá muy aislado –dijo, metiendo la llave en la cerradura como si quisiera matarla. No podía ni imaginar lo que pasaría cuando estuvieran viviendo juntos. Para empezar, necesitaría varios juegos de llaves si iba a seguir tirándolos al suelo…
–¿Sigues queriendo que me eche atrás? –sonrió Sean–. Pues siento desilusionarte, pero me gusta estar aislado, rodeado de ovejas…
–Las ovejas a veces son muy ruidosas –lo interrumpió ella, encendiendo la luz–. Como ves, no es muy grande…
–Eres una vendedora nata –rio Sean, mirando hacia arriba–. ¿Qué hay en el segundo piso?
–El dormitorio –contestó Ally, incómoda. No iba a funcionar. No iba a funcionar en absoluto. No podía estar en el mismo país que aquel hombre. ¿Cómo iba a convivir con él?
–Me gusta.
Ella abrió la boca para decir que había cambiado de opinión, pero no pudo decir nada.
–Aún no has visto la cocina –suspiró.
–No me digas… hay ratas y no tienes agua corriente –rio Sean, mirando por la ventana–. Tiene una vista preciosa.
Ally apartó la mirada de aquellos hombros. Estaban tan cerca que podría tocarlos… Pero no quería tocarlos. No tenía intención de hacerlo.
–Desde el dormitorio se ve mejor.
¿Por qué? ¿Por qué decía esas cosas que no quería decir?
–Normalmente, no me preocupa demasiado lo que se vea desde el dormitorio.
Ally se puso colorada, pero intentó disimular.
–La cocina no es grande, pero tiene todo lo necesario.
Sean entró tras ella. Ojalá no lo hubiera hecho. La cocina no era suficientemente grande para dos personas. Especialmente, si una de ellas era Sean Nicholson.
–Este sitio es muy bonito. ¿Lo has arreglado tú misma?
–No. Lo hizo el carpintero del pueblo.
–Pues ha hecho un buen trabajo. No debe ser difícil alquilar este sitio. Está separado de la casa, independiente…
Ally esperaba que fuera así. Sinceramente, esperaba que fuera así. Vivir demasiado cerca de aquel hombre podría volverla loca.
–Mis padres nos regalaron la casa a mi hermana y a mí y decidimos arreglar el establo para alquilarlo.
–¿Tu hermana también vive aquí?
–Mi hermana murió.
Sean se quedó en silencio durante unos segundos.
–Lo siento.
–No pasa nada. Ocurrió hace tiempo.
–¿Tuviste que reconstruir todo el establo? –preguntó entonces Sean, cambiando de conversación.
–Completamente. Por eso tengo inquilinos, para pagar los gastos.
–¿Cuándo se fue el último?
Ally se apartó un rizo de la frente.
–Fiona se marchó el mes pasado. Le ofrecieron un trabajo en Londres y, como todo el mundo, huyó de Cumbria.
–Todo el mundo menos tú.
–A mí no me gustan las grandes ciudades. Desde que era joven me han gustado el campo y la montaña, así que este es mi sitio.
–¿Desde que eras