Páginas de cine. Luis Alberto Álvarez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Alberto Álvarez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587149838
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de una danza folclórica bávara con las incursiones brutales de los nazis, asocia deshonestamente una cultura nacional con una perversión ideológica.

      El cine cubano comenzó su carrera con un perfecto equilibrio entre emoción y razón. El espectador de Memorias del subdesarrollo o Lucía era implicado en un proceso nacional, ideológico y revolucionario, pero se respetaba su derecho de sacar conclusiones y llegar por sus propias reflexiones al reconocimiento. Estas películas tenían algunos de los elementos indispensables para un cine político maduro. Su completa alineación ideológica, su claro compromiso con un sistema, no eliminaban la capacidad de elección del espectador. Pero luego, como en otras cinematografías socialistas, el estereotipo del héroe reemplazó la descripción de los procesos populares. Guerásimov toma el puesto de Eisenstein y el culto el del análisis. Sobre el cine soviético de los años treinta, el cubano de finales de los setenta tiene la ventaja de la frescura tropical, del vigor latino que vence el academismo frío y sentimental. Una película como El brigadista tiene encantadores toques de humor, unos personajes, a pesar de todo, tridimensionales y, sobre todo en la primera parte, parecería que ha superado los excesos operáticos de Cantata de Chile. Pero muy pronto el esquematismo vuelve a tomar la delantera. La invasión norteamericana deja de ser un hecho histórico significante y entra a la categoría de mitología literaria, el género político y popular se enreda fatalmente en los peores esquemas del cine de guerra de Hollywood. En El brigadista los contrarrevolucionarios tienen las características físicas de los alemanes en las películas norteamericanas de los cuarenta y del Vietcong en Las boinas verdes de John Wayne: ojos salidos de las órbitas y rostros descompuestos, que contrastan con el halo de los buenos e inmaculados. La película va asumiendo, poco a poco, la forma de una apoteosis emocional: un empujoncito más, uno más y luego otro hasta el orgasmo, hasta el éxtasis. Y el público responde religiosamente al rito, se exalta, clama. Habría que preguntarse si el reconocimiento o la razón tienen parte en este exceso.

      No es, pues, asunto de discutir los “temas y conceptos contenidos en la obra” como dice Foucault, sino el “modo de existencia”, la forma a la que ha sido sometido un contenido. Estas glorificaciones formales no le hacen bien a una causa sino superficialmente. El cine cubano debería cuidarse de emprender un camino que apela a favor de su idea con medios epidérmicos. La campaña alfabetizadora en Cuba es un logro descomunal, pero no porque el joven brigadista de la película sea bello o inmaculado o los campesinos perfectos y encantadores. Asimismo, la invasión de una nación por un Estado imperialista no es rechazable porque los que la llevan a cabo tengan rostros demoniacos o ridículos. Si fuera así, quien está en capacidad de presentar mejor a sus héroes ganaría la partida y quien contara sus gestas de manera más aventurosa y entretenida tendría la verdad. Si fuera así, John Wayne, quien tiene de su parte a la industria cinematográfica más poderosa del mundo, sería la verdad absoluta. Por fortuna la verdad no se mueve sobre este plano.

      Acabo de ver Cadáveres exquisitos de Francesco Rosi. El público no aplaudió ni dio muestras de particular emoción, pero estoy seguro de que comprendió muchas cosas. En el cine de Rosi se reconocen hilos y tramas, se hacen aplicables situaciones generales a particulares y viceversa, se crea lucidez política, sin manipulación, sin crear religiones Ersatz. De labios de Riches, el archirreaccionario presidente de la corte, escuchamos en la película esta declaración: “En el mismo momento en que la justicia ha decidido que un hombre es culpable, ese hombre es culpable. Cuando una religión comienza a permitir cues­tionamientos esa religión está muerta”. Y el mismo Francesco Rosi decía en una entrevista: “Creo que todo poder debe someterse a ser regulado por la cultura, es decir, por la verdad y, por lo tanto, con la libertad. Creo que es deber de todo intelectual, o de todo hombre que tiene el privilegio de ser consciente de la cultura en su más amplio sentido, defender la libertad, sobre todo la de aquellos que no han tenido tales privilegios”.

      Esperamos que quienes son proclives a acoger “religiosamente” las películas a que hemos aludido no consideren esta reflexión como una blasfemia.

      El Colombiano. Fecha incierta

      Un fantasma en el paraíso

      Doña Flor y sus dos maridos

      El comienzo es prometedor y es, probablemente, la escena de la película que se queda mejor en la memoria. Es manha de carnaval; en medio del silencio de las hermosas calles de barriada un grupo de danzantes trasnochados se aproxima, lleno todavía de bríos y entusiasmo. Del grupo se desgaja una mulata y pronto un joven le hace compañía al son de la samba. De repente el joven se precipita al suelo... se cree que es una broma... pero está muerto. Es como el comienzo de una película de Hitchcock. Pocos momentos en la película volverán a tener el sentido de espacio, de ritmo, de narración de estos segundos iniciales. Doña Flor y sus dos maridos es la película brasileña de más éxito en mucho tiempo y su distribución en circuitos comerciales de Estados Unidos y Europa le ha dado un halo de producto especial y novedoso. Uno comienza, en consecuencia, con toda la recep­tividad abierta de par en par y con una gran dosis de simpatía. A medida que la película transcurre se espera que se repitan de nuevo los momentos fuertes, pero estos se hacen cada vez menos frecuentes. Ni siquiera el cambio fundamental que representa el hecho, puramente literario, de pasar del reino de los vivos al de los muertos (como en Orfeu negro de Marcel Camus, otro cartucho mojado de mistificación brasileña) logra remover el tedio que las soluciones manidas de Bruno Barreto le confieren a la historia de Jorge Amado.

      No hay historias ni buenas ni malas en el cine, solo hay buenos y malos directores, pese a lo que los guionistas envidiosos se empeñen en decir. No conozco la obra de Jorge Amado pero me parece que, en sí misma y sin tener en cuenta su forma literaria, podría prestarse a ser un cine con esa mezcla de dimensión poética, satírica y nostálgica que caracteriza el mejor arte brasileño. El hecho de que una de las literaturas más potentes que existe, la latinoamericana, no haya dado pie a una sola película significativa deja mucho que pensar. Basta ver los engendros que se han producido bajo el padrinazgo de García Márquez o Vargas Llosa (peor aún cuando ellos mismos dirigen como en el caso de Pantaleón y las visitadoras) y las pedanterías que llevan crédito de Carpentier, Rulfo o Fuentes. Cierto que hay buen cine con marca Borges o Cortázar, pero está hecho en Europa, por directores tan inteligentes que saben que es necesario transformar las obras profundamente para que respondan al nuevo medio (Blow Up de Antonioni y La estrategia de la araña de Bertolucci son los mejores ejemplos). El problema es que Bruno Barrero (¿será por su juventud como se dice?) no se ha esforzado en lo más mínimo por encontrar una adecuación de lenguaje para la atmósfera y las posibilidades de su historia. Se ha puesto a contarla así, “en directo”, utilizando para ello los elementos más tradicionales del cine y sin mayor vuelo de imaginación. De mil formas posibles de colocar su cámara, de hacer un encuadre o de distribuir personajes y objetos dentro del mismo, Barreto elige siempre la más fácil, la más obvia, la que uno recuerda en miles de películas de serie de cine o de televisión. Solo de cuando en cuando opta por hacer un plano desde algún ángulo insólito y entonces la cosa parece como un remiendo sin continuidad en el tejido general de campos y contracampos. Si a esto se añade el bajo nivel de las actuaciones en casi todos los protagonistas, podemos decir que el marco “lingüístico” es incapaz de sustentar lo que hemos llamado las posibilidades de la historia y llevarlas a su plena validez. Queda entonces la reminiscencia de esa ironía melancólica brasileña, imborrable aún en los peores productos, la musicalidad del lenguaje y el registro de lugares muy hermosos, para obtener los cuales basta echar a andar la cámara y la grabadora.

      Doña Flor podría considerarse una comedia suficientemente lograda y aceptable si uno tomara solo la primera parte. Pero lo que la hace considerar diferente y “original” y lo que es, posiblemente, la clave de su éxito es la introducción, en la segunda parte, de los elementos de “realismo mágico” y la espontánea integración a la vida cotidiana de los archibrasileños rituales sincretistas, macumbas y demás parientes. No es Doña Flor el único caso en la historia del cine en que los muertos caminan por entre los vivos como Pedro por su casa. Para el sintoísta Mizoguchi la cosa era muy normal. Pero los fantasmas de su Ugetsu son aterrorizantes y tremendamente poéticos en su misma naturalidad. Los de Henry James se han visto