He aquí el paisaje intelectual e histórico en el que reposaban las categorías del mencionado seminario internacional. La posición teórica de León-Portilla resultaba en este contexto al mismo tiempo ejemplar y dominante. Sus tesis se resumían en los términos estrictos de una defensa del renacer simbólico de las culturas de Amerindia con entera indiferencia de su colonización espiritual y material, y del proceso de su efectiva destrucción económica, ecológica y política. Este renacimiento simbólico se inscribía, a su vez, en el escenario de una progresiva uniformización de las formas de vida bajo el panorama de un sistema de producción, comunicación y dominación globales. Y en este sistema global significaba un simple instrumento de compensación semiótica. Se ponían a salvo los símbolos; al mismo tiempo que se confirmaba la necesidad de destruir las formas de vida de las que estos símbolos eran expresión. Se redimían los signos sin referente, la representación de un espectáculo vacío.
En el contexto de la dispersión posmoderna del proceso colonizador, esta recuperación fenomenológica significaba algo más todavía: la defensa de un pluralismo simbólico que bajo sus efectos de propagandísticos permitía el recrudecimiento de las condiciones de supervivencia social y la destructividad cultural, social y ecológica del capitalismo salvaje en las regiones neo y poscoloniales. León-Portilla ofrecía precisamente aquellos sistemas conceptuales más triviales que permitían soslayar la crítica del fracaso de la modernidad como proyecto integrador de clases, etnias, religiones y culturas conflictivas entre sí.
Por eso también, por limitarse a un efecto propagandístico y espectacular, su perspectiva político-antropológica acababa por asumir ciegamente la misma lógica de la colonización que solapaba bajo la figura retórica de una emancipación de los signos. No se trataba ahora de la salvación eterna precisamente, sino de la participación mediática de los signos arqueológicamente reconstruidos y técnicamente reproducidos de una cultura indígena integralmente musealizada. Los planteamientos del embajador nadaban, ciertamente, a favor de la corriente. Su discurso presumía un objetivo pragmático y acariciaba un significado conciliador. Abrazaba plenamente una dimensión institucional.
El precio de esta transacción simbólica no era insignificante. La cuestión central del indio es la tierra, en un sentido a la vez simbólico y material. Como lo había formulado José Carlos Mariátegui: «La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo».16 León-Portilla no solamente eludía esta pregunta. Al soslayar la cuestión de la territorialidad del indio americano se obligaba a ignorar el proceso de su colonización, y sus efectos tanto simbólicos como sociales.
Por lo demás, su visión oficial de las cosas significaba una auténtica regionalización de la cuestión indígena. Su punto de partida era la globalización y la redefinición de un orden internacional. Su visión de una alternativa indigenista visaba, además, la conflictividad de semejante proceso igualador. Pero desde el punto de vista de aquel mismo proceso de globalización. Portilla trasponía la perspectiva de una razón universal ajena a la realidad americana. Trasposición de una lógica colonial y una racionalidad global, en lugar del reconocimiento de una realidad histórica y comunitaria, y sus reiteradas y múltiples mutilaciones. Se reproducía con ello un antiguo litigio. Lo mismo a que los frailes que en el siglo XVI aspiraban: sanar las heridas materiales de la sumisión colonial mediante la masiva conversión de indios. También esta estrategia misionera entrañaba una liberación simbólica allí donde lo que estaba en cuestión era la supervivencia de una forma de vida, las memorias culturales y una visión espiritual del ser.
8 Miguel León-Portilla, «América Latina: múltiples culturas, pluralidad de lenguas», en Seminario Internacional: Amerindia hacia el Tercer Milenio (San Cristóbal de las Casas, 14-16 de junio de 1991), 26, 27 y 31. El concepto fundamental es «injerto cultural».
9 En su exposición León-Portilla llegaba a confundir el proceso colonizador americano con el romano y añadía, respecto a la cuestión de la cristianización compulsiva: «también imperó un nuevo derecho […] y como elemento al que se concedió gran importancia, se implantó el cristianismo». Ibíd., 31.
10 Este dilema ha sido planteado críticamente en la conferencia de Arcadio Díaz Quiñones, «Modernidad, diáspora y constitución de identidades» (UNAM, México, 29 de octubre de 1992).
11 Roger Bartra, «México: El corazón de las tinieblas», en El corazón sangrante [The Bleeding Heart] (Boston, 1991), 150.
12 León-Portilla, «América Latina…», 25 y 34.
13 Paul Ricoeur, History and Truth (Evanston, 1983), 276. El núcleo mítico y ético a partir del cual una cultura era capaz de reproducir y adaptar sus formas de vida y recrearlas de una manera original había sido también la preocupación central que motivó los artículos y cartas de Antonin Artaud en México. Cf. Artaud, Oeuvres complètes, 260: «Je suis venu au Mexique chercher une nouvelle idée de l’homme».
14 Ricoeur, History and Truth, 277.
15 Ibíd., 283.
16 José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Caracas, 1979), 20.
EL PASADO POR VENIR
La defensa del indio como portador simbólico y signo de identidad supone su reducción a una pura representación. Históricamente hablando significa su postrer conversión a lo largo de una ininterrumpida cadena de hibridaciones simbólicas, fiscalizaciones sacramentales y reducciones políticas y sociales.17 Pero según León-Portilla era esa representación y solo ella la que podía elevarse a una identidad nacional de lo americano. Sobre la base del indio como signo podía restaurarse una identidad histórica y sustancial. Amerindia era precisamente el emblema de esa nueva identidad. Una identidad hipostasiada y sedicente con respecto a las reales formas de vida, erigida a espaldas de las destruidas condiciones de supervivencia en América Latina. Identidad trascendente respecto de los sistemas de uniformización mediática y opresión política y económica.
Algunos historiadores y antropólogos allí presentes llegaron incluso a izar sobre la base de esta representación retórica los símbolos romantizantes del esplendor y la grandeza de los antiguos imperios precolombinos. Las formas de vida del indio americano, su arte, su religión y su lengua se elevaron a signos heroicos. Esa posición fue claramente sentida por la mayoría y aplaudida innúmeras veces.
En segundo lugar, se plantearon las formas jurídicas y las condiciones políticas capaces de garantizar los derechos del indio como ciudadano ideal: una subsecuente representación emblemática y falsa del indio real, sus vicisitudes sociales e históricas, y las amenazas económicas y políticas que gravan su efectiva supervivencia actual. Bajo la bandera de los derechos humanos se ponía en escena aquel mismo motivo