Interesante era, sin embargo, la perspectiva bajo la que León-Portilla exponía su programa simbólico de una identidad indoamericana: no la historia y el discurso de la emancipación colonial, y menos aún la memoria de una resistencia que de hecho comienza el mismo día en que los europeos tomaron posesión de América. Tampoco planteaba lo que constituye la condición lógica de la identidad de lo moderno: la supresión de formas de vida, el vaciamiento de la memoria histórica, y la violencia colonizadora y epistemológica que define este proceso negativo. Su objetivo lo constituía más bien aquel mismo ideal doctrinario de identidad en el que se fundaron los nacionalismos europeos del siglo XIX. Esta identidad europea moderna que se ha sustantivado a espaldas y contra la memoria histórica, contra su propia riqueza espiritual ligada al mundo espiritual islámico, al misticismo hebreo y a los mitos paganos, y al África y las culturas orientales. En fin, el antropólogo mexicano y la conciencia más retrógrada de la ciudad letrada latinoamericana era incapaz de reconocer la constitución de esta identidad moderna como la imposición de un modelo abstracto de pensar y de ser exterior y ajeno a la historia espiritual de América que representan obras como las de Rulfo, Asturias, Roa Bastos, Mario de Andrade o Arguedas.
Sin embargo, León-Portilla ya solo recogía la problemática de esas identidades amerindias en su etapa tardía y decadente: la etapa de las identidades regionalistas sujetas a la figura de la moderna razón instrumental, capitalista y burocrática, y el proceso de uniformización social y política hemisférica que ha entrañado. Implícita e inconscientemente se podía medir en sus palabras la crisis americana como una continuación de la crisis de la sociedad industrial y sus valores universalistas. Pero se sentía palpablemente que quería por todos los medios cerrar las puertas de la conciencia latinoamericana a la reflexión filosófica sobre el proceso colonizador de América, los efectos devastadores que ha traído consigo la llamada modernización. Con una visión mucho más elocuente y clara, aunque ciertamente incómoda, el intelectual mexicano Roger Bartra había reflexionado y formulado este mismo dilema latinoamericano: «Quienes se niegan a ver la inmensidad del desastre que significa el fin del mundo indígena antiguo suelen ser poco más que beatos descubridores del buen salvaje y espeleólogos indigenistas que quieren entonar un De profundis burocrático para apuntalar el maltrecho mito del nacionalismo revolucionario».11
Identidad versus memoria. Identidad como simulacro. Identidad como compensación y ocultamiento de un proceso efectivo de racionalización y uniformización de las formas de vida que afectaba también al indio como zona residual del desarrollo capitalista. Inconfesada o inconscientemente se reproducía por boca del famoso antropólogo mexicano el mismo perspectivismo que los misioneros del siglo XVI llevaron al Nuevo Mundo por todo legado espiritual: la conciencia de una crisis de los valores del cristianismo europeo, que iba a sanar sus heridas en la promesa apocalíptica de una conversión de millones de seres humanos.
La tesis de León-Portilla rezaba: «un mundo en acelerado proceso de globalización». Se refería ciertamente al mundo de la civilización industrial y de las culturas metropolitanas dominantes, y a las estrategias político-económicas definidas a partir de su expansión tecnológica y financiera. Al igual que los misioneros de antaño, el antropólogo elevó aquella situación específica a principio y modelo universales. Frente a esta uniformización, el antropólogo elevaba la antítesis: Amerindia, el elemento arcaico y primordial de una «cultura originaria», la cultura de la América precolombina.
Había en las palabras de este antropólogo-embajador un cierto aire melodramático. Su defensa de una identidad originaria tenía no sé que de mito mediáticamente reciclado. En su nombre se acabaría redimiendo también a las naciones iberoamericanas de su fatal colonización, igualación u homologación cultural bajo los parámetros de una modernización violenta, cuyas premisas por supuesto nadie deseaba analizar y mucho menos poner en cuestión. Tal parecía ser el mensaje subliminal de su sermón. Entre la fatalidad de una racionalidad forzada y la recuperación simbólica del pasado indígena, el antropólogo acababa anunciando el «renacer cultural» de Amerindia.12 La gran victoria final.
Esta perspectiva no partía en realidad de una supuesta cuestión indígena, sino de la misma crisis de las culturas históricas europeas tal como ha sido sentida y expresada en su literatura, en las artes y en el pensamiento filosófico desde los mismos comienzos de la cultura metropolitana e industrial, a mediados del siglo XIX. Su real punto de partida es el malestar en las culturas históricas europeas derivado de su propia racionalidad civilizadora, de la ausencia de un verdadero proyecto histórico y de su crisis de identidad. La producción técnica, y con ella los valores de la racionalidad económica, se imponen en la moderna civilización industrial como una segunda naturaleza y como una norma universal de vida. Bajo estas circunstancias, la filosofía europea se había preguntado, desde Nietzsche, Tönnies, Simmel o Spengler, por el significado de la destrucción y decadencia de las formas históricas de vida. La teoría crítica de Horkheimer y Adorno había formulado también este dilema, tras la primera guerra mundial y a raíz de los conflictos que ella despertó entre internacionalismo democrático y nacionalismo fundamentalista y autoritario, como un aspecto central del conflicto entre las democracias europeas y el progreso capitalista.
A partir de la segunda guerra mundial, el filósofo francés Paul Ricoeur volvió a plantear el asunto: la pérdida del núcleo socialmente integrador de las culturas, aquel que es capaz de dar expresión a su libertad y capacidad de desarrollo, y al mismo tiempo encierra sus potencialidades de adaptación autónoma a las exigencias del tiempo.
El fenómeno de universalización, al tiempo que un avance de la humanidad, constituye una especie de sutil destrucción, no solamente de culturas tradicionales, lo cual no tiene que ser necesariamente algo irreparablemente erróneo, sino también lo que se podría llamar el núcleo creador de grandes civilizaciones y culturas, ese núcleo a partir del cual somos capaces de interpretar la vida, en lo que desearía llamar por lo pronto el núcleo ético y mítico de la humanidad.13
Este proceso reductivo e igualador, inscrito en la propia racionalidad de la civilización occidental moderna, plantea necesariamente una última pregunta: ¿cuáles son las consecuencias derivadas de la destrucción de estos núcleos espirituales? ¿Qué medidas o estrategias pueden adoptarse para frenar este proceso igualador de consecuencias empobrecedoras? Interesante resulta en este sentido la aportación contemporánea de Ricoeur: «¿Cómo devenir moderno y regresar a las fuentes originarias?».14
La perspectiva que abrazaba un intelectual como Ricoeur resulta hoy tan clara como necesaria: asumir los avances de la civilización técnica y de la racionalidad científica y, al mismo tiempo, reformular los fundamentos éticos de las civilizaciones.15 Pero Ricoeur dejaba de lado en su análisis dos aspectos fundamentales: uno conceptual, el otro histórico. El primero tiene que ver con lo que denominó el núcleo ético y creador de una civilización. Sabemos, y por una definición particularmente preciosa de este proceso creador, a la vez individual y colectivo, debida a las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, que ese núcleo tiene que ver con formas, valores, símbolos, mitos, y con una memoria histórica colectiva; por medio de