–¡Hola!
Jamie dio media vuelta y guardó con torpeza la cinta métrica antes de darse cuenta de que no era la voz de Eric.
–¿Dónde demonios está la cebada de primavera que pedí el mes pasado?
El alivio de Jamie fue tal que hasta sufrió un ligero vértigo al ver que era Wallace, el maestro cervecero. Un extraño alivio, teniendo en cuenta que el enorme y barbado rostro de Wallace estaba arrugado por un ceño de furia.
–¿Y bien? –bramó.
–Tranquilízate. Cuando la pedí, ya te dije que tardaría por lo menos tres meses. Todavía no la han cosechado siquiera.
–¿Cómo demonios se supone que voy a trabajar en la nueva India pale ale si no tengo la cebada?
Jamie se encogió de hombros, acostumbrado como estaba a los ataques de cólera de Wallace.
–Pensaba que estabas trabajando en una cerveza negra con sabor a chocolate picante.
–¡Sí! Y en la de trigo con arándanos, y en la ale oscura. Trabajo en más de una cerveza a la vez, por si no se había dado cuenta, señor Donovan.
¡Oh, por el amor de Dios! ¿Qué demonios le pasaba aquel día?
–¿Qué haces? –preguntó Wallace de pronto, bajando la mirada hacia la cinta métrica que descansaba en el suelo, entre ellos.
–¿Qué? –graznó Jamie.
El maestro cervecero señaló condescenciente hacia el objeto en cuestión.
–¡Ah, eso! –Jamie se agachó para recogerla y se la metió en el bolsillo–. Tomando medidas.
–Sí, eso ya lo he entendido. ¿Pero qué…?
–Eh, ¿estás bien, tío? Pareces muy tenso.
Wallace encogió sus enormes hombros y pareció olvidarse de la cinta métrica.
–Eh… ya sabes, problemas personales.
–¿Problemas con alguna mujer? –preguntó Jamie, pero en cuanto salieron las palabras de su boca se dio cuenta de su error–. ¿O con algún hombre?
Nunca se sabía con quién estaba saliendo Wallace.
–Sí –contestó él, y Jamie se limitó a asentir.
Wallace posó una de sus enormes manos en el hombro de Jamie y se inclinó hacia él. Jamie se descubrió con la mirada fija en sus fieros ojos grises. Aquel tipo debía de medir por lo menos dos metros.
–Ya sabes cómo son estas cosas, Jamie. Todo el mundo cree que cuando estás en el mercado, todo es alegría y diversión. Pero yo me preocupo y cuido de todas las personas con las que salgo. Y, a veces, las cosas se complican.
–Dímelo a mí.
–Sabía que me comprenderías.
Jamie asintió y Wallace le apretó los hombros con delicadeza.
–Siento haberte gritado. El problema es que estoy un poco tenso. A lo mejor necesito un poco de ejercicio –le guiñó el ojo.
–Eh… ¿Wallace? –Jamie se aclaró la garganta.
–¿Sí?
–¿Estás intentando ligar conmigo?
–¿Qué?
Jamie desvió la mirada hacia su hombro y hacia la mano enorme que lo cubría.
Wallace aflojó la presión de la mano.
–¡Qué dices, tío! –ladró, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada brutal.
–¿Qué pasa? –preguntó Jamie con dureza. La única respuesta de Wallace fue una palmada en la espalda que estuvo a punto de tumbarle–. ¿Qué te parece tan gracioso?
–Tú…
Jamie se cruzó de brazos.
–¿Yo qué?
–Me temo que no eres mi tipo, ¿no te parece?
–Bueno… –Jamie frunció el ceño–, supongo que no.
–¡Supongo que no! –repitió Wallace riendo.
–Tío, a mí no me parece tan gracioso –insistió Jamie.
–¡Eh, vamos!
Le dio otra palmada en la espalda, pero, en aquella ocasión, Jamie estaba preparado y solo tuvo que dar un paso hacia delante. Bajó la mirada hacia sus brazos con el ceño fruncido.
–¿Sabes una cosa? –le dijo Wallace–. Voy a darte las gracias por haberme alegrado el día. Pero, aunque me sintiera atraído por ti, no estaría bien, porque eres mi jefe.
–Bueno, claro… –comenzó a decir Jamie.
–No quiero complicar todavía más mi vida sentimental. Pero gracias.
Había cruzado ya media habitación cuando Jamie asimiló lo que acababa de decirle, «¿gracias?».
–¡Eh…!
Wallace se despidió de él con la mano antes de desaparecer en el taller y cerrar la puerta sin dejar de reír.
–¿Qué demonio? –musitó Jamie.
Todavía estaba ardiendo de vergüenza, aunque la mitad de su turbación se debía a que no sabía qué le había afectado más, si que Wallace le hubiera acusado de querer ligar con él o el hecho de que le hubiera rechazado de plano.
–Es ridículo –farfulló.
No podía estar molesto porque su inexistente propuesta hubiera sido rechazada. Aquello era una locura. Y debería alegrarse de no ser el tipo de Wallace. Aquel hombre siempre salía con personas menudas y delicadas, con independencia de su género. Y, gracias a Dios, él no entraba en ninguna de aquellas categorías.
Descolocado por aquella conversación, Jamie comenzó a girar lentamente, sin entender, durante unas décimas de segundo, qué estaba haciendo en medio de la cocina con un lápiz en la mano.
–Sí. Tomar medidas –aun así, miró confundido a su alrededor una vez más antes de volver a concentrarse en los números.
En cualquier caso, había tomado todas las medidas. Ya solo necesitaba hacer unas cuantas llamadas para preguntar por el horno para pizzas.
Olivia le había puesto deberes, nada más y nada menos, así que también él le había puesto algunos. Ella se había mostrado más que un poco reticente ante la idea de salir a cenar a las nueve.
–¿A las nueve? –había preguntado–. Pero es…
–¿Muy tarde?
–Mira, he salido hasta después de las diez en muchas ocasiones. Esto es una tontería.
–Perfecto. Pues seré tonto. Quedamos a las nueve.
Fuera o no una tontería, Olivia parecía preocupada por la hora a la que habían quedado y aquello hizo sonreír a Jamie mientras avanzaba por el pasillo que conducía hacia las oficinas de la cervecería. Él se había ofrecido a quedarse con el despacho más pequeño porque pasaba la mayor parte del día en la barra, pero no podía evitar pensar que aquella era la representación de su parte de responsabilidad en el