Yelena asintió.
–He leído los recortes. ¿Cómo ha afectado eso a tu madre y a tu hermana?
–A mi madre le han pedido con mucha educación que deje de colaborar en dos organizaciones benéficas. En vez de llamarla por teléfono, mandarle invitaciones y pedirle que asista a actos, han dejado de comunicarse con ella. Y Chelsea se ha quedado sin patrocinador para sus torneos de tenis. Y, antes de que lo preguntes, no es un problema de dinero, sino de que le han retirado el apoyo por culpa de un montón de mentiras.
–Y, claro, tu padre no está aquí para defenderse.
–Claro –repitió él.
–Alex… –empezó ella–. ¿Tu padre le fue infiel a tu madre?
Él frunció el ceño de repente.
–No.
–¿Puedes estar seguro al cien por cien?
–Por supuesto que no –admitió él.
–Está bien. Así que necesitamos atraer la atención, pero con cosas positivas. Para que sea una campaña eficiente, tiene que ser sutil. Tenemos que ir ganándonos el apoyo de la opinión pública sin que se note demasiado.
–Si estás pensando en que toda la familia unida dé una rueda de prensa…
–No. ¿Has hecho alguna declaración pública declarando tu inocencia?
–La hizo mi abogado.
–¿Y por qué no tú, en persona?
–Porque… –Alex frunció el ceño–. No fui acusado formalmente. La investigación policial fue una completa farsa, basada en mensajes de anónimos y en rumores. No quería darle más importancia de la que tenía.
–Ya entiendo.
–No, no lo entiendes –replicó él, mirándola a los ojos–. Tras la muerte de mi padre, las muestras de compasión fueron tremendas. El gran William Rush, muerto en lo mejor de la vida. Duró semanas. Se habló de su brutal niñez y de su meteórico ascenso desde la pobreza, de sus negocios y de sus influyentes amigos. Cuando fueron a buscarme a mí para interrogarme, salió también a la luz su afición por el juego y por la bebida.
–Ahí cambiaron las cosas.
–Exacto. Y los rumores de infidelidad fueron la gota que colmó el vaso. Mi madre no se lo merece. Ni Chelsea tampoco –continuó Alex con los ojos brillantes–. Me has preguntado qué es lo que quiero de esta campaña. Quiero que mi familia sea aceptada por sus logros, no juzgada por unos rumores. Quiero que consigas el apoyo de la prensa, del público y de sus amigos. Y quiero que lo hagas con sutileza.
–Siempre soy discreta.
–No. Quiero decir que no quiero que nadie sepa que soy tu cliente.
–Ya –dijo ella, frunciendo el ceño–. ¿Y cómo pretendes explicar mi presencia en el complejo?
–Podemos decir que somos viejos amigos que estamos recuperando el tiempo perdido –contestó él.
A Yelena se le hizo un nudo en el estómago y el coche se detuvo.
–¿Y quién se va a creer eso?
–Bueno, se han creído todas las mentiras que han dicho acerca de mi padre, ¿no?
Yelena agarró bien a la niña y salió de la limusina.
–¿Y por qué iba a querer yo…? –dejó de hablar al levantar la cabeza e incorporarse.
Tragó saliva. Aquel lugar no era un hotel de cinco estrellas, sino de cien.
–Deja sin habla, ¿verdad? –comentó Alex.
Ella se giró a mirarlo y lo vio apoyado en el coche, con los brazos y las piernas cruzados. Era una imagen poderosa, imponente.
Los recuerdos se agolparon en la mente de Yelena. Recordó a aquel mismo hombre, pero el año anterior y sonriendo. Ella había salido del trabajo y se lo había encontrado en aquella misma posición, esperándola. Entonces él la había abrazado y le había dado un beso que había hecho que se le doblasen las rodillas.
Lo único que pudo hacer en esos momentos fue ponerse las gafas de sol.
–Gabriella me había contado que era un sitio enorme, pero…
La mirada de Alex hizo que dejase de hablar.
–Fue diseñado por Tom Wright, el mismo tipo que hizo el Burj al-Arab de Dubai –comentó él en tono frío e impersonal–. Te acompañaré a tu habitación.
Luego le hizo un gesto al botones que había tomado sus maletas y entró en la recepción sin esperar a ver si Yelena lo seguía.
Antes de llegar al final de la suite, Alex se dio la vuelta y volvió a andar en dirección contraria, pasándose la mano por el pelo. Estaba recordando la breve conversación que habían tenido en el coche.
Hacía casi quince años que conocía a Yelena, y había pasado unos cuantos fantaseando con ella como el típico adolescente. No obstante, jamás la habría creído capaz de engañarlo.
«¿Tu padre le fue infiel a tu madre?».
¿Por qué le había hecho esa maldita pregunta, si ya sabía la respuesta? Yelena había oído la discusión que él había tenido con su padre, y no había dudado en compartir la información con Carlos.
Volvió a llegar a la pared, gruñó y se dio la vuelta.
Yelena estaba intentando desconcertarlo. Quería hacerle ver que era inocente. Tenía que ser eso. Aunque…
La había visto dudar al hacerle la pregunta, se había ruborizado.
Alex dejó de andar. Se detuvo a un paso del escritorio. La traición de Carlos lo había vuelto un neurótico, había hecho que dudase de sí mismo por primera vez desde…
Levantó la cabeza y observó su reflejo en el espejo que había encima del escritorio. Gracias a aquel error, se había pasado los últimos meses revisando todos los negocios, todas las decisiones profesionales que había tomado. Había desaprovechado el tiempo dudando de decisiones que había tomado después de mucho pensarlo.
Enfadado, se aflojó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa.
Si seguía así, se volvería loco. Ya había permitido que los sentimientos le calasen hondo, había vuelto a retomar el contacto con Yelena.
«Es la manera de empezar a seducirla», se dijo a sí mismo. No obstante, no podía dejar de hacerse preguntas. La necesidad de saber lo estaba ofuscando. Yelena siempre había tenido ese efecto en él. En dos ocasiones, se había dejado llevar por la ira y en ambas, ella se había marchado. Si la molestaba, no conseguiría llevársela a la cama. Tenía que centrarse en su plan.
Hacía demasiado tiempo que se no se derretía al oler su aroma, demasiado tiempo que no sentía la sedosa caricia de su pelo en la piel.
Y otro hombre la había hecho suya.
«No». De repente, se sintió furioso. Apretó la mandíbula, incapaz de apartar aquella idea de su mente.
«También podría ser tu hijo. Tuyo y de Yelena».
Se obligó a no pensar en aquello. Si su padre no hubiese estado borracho y no se hubiese ahogado en la piscina, él no estaría allí. Pero había ocurrido así y, en esos momentos, Alex tenía que lidiar con todo lo ocurrido.
Si no conseguía tranquilizarse, no podría poner en práctica sus planes. Y a su familia solo le quedaría un legado de escándalos y mentiras, terribles recuerdos de un pasado que él había jurado enterrar junto al tirano de su padre.
Miró por las puertas de cristal que daban