Expresó Tom su asentimiento con un ademán y murmurando una palabra, porque iba aprendiendo ya, y su ingenuo corazón estaba resuelto a salir lo más airoso que pudiera, conforme al mandato del rey.
A pesar de las muchas precauciones, la conversación entre los jóvenes fue a veces un tanto embarazosa. Más de una vez, en verdad, Tom se vio a punto de rendirse, y de confesarse incapaz de representar el terrible papel; pero el tacto de la princesa Isabel lo salvó, o una palabra de uno u otro de los vigilantes lores, soltada al parecer por casualidad, tuvo el mismo feliz efecto. Una vez la pequeña lady Juana se volvió hacia Tom y lo dejó sin aliento con esta pregunta:
–¿Has presentado hoy tus respetos a Su Majestad la reina, mi señor?
Vaciló Tom, se veía desazonado, e iba a balbucir algo al azar, cuando lord St. John tomó la palabra y respondió por él, con el suelto desembarazó de un cortesano acostumbrado a afrontar situaciones delicadas y a estar al punto para ellas:
–Sí, por cierto, señora, y Su Majestad la reina le ha animado mucho en lo tocante al estado de Su Majestad, ¿no es así, mi señor?
Balbució Tom unas palabras que se interpretaron como asentimiento, pero sintió que estaba entrando en terreno peligroso. Poco después se mencionó que Tom no iba a estudiar más por entonces, a lo cual exclamó la pequeña Lady:
–¡Es una lástima, una lástima! Hacías magníficos progresos. Pero súfrelo con paciencia, porque esto no durará mucho. Pronto gozarás de la misma instrucción que tu padre, y tu lengua dominará tantas lenguas como la suya, mi buen príncipe.
–¡Mi padre! –Exclamó Tom, fuera de guardia en ese momento–. A fe mía que no es capaz de hablar la suya para que le entiendan sino los cerdos que se revuelcan en las pocilgas; y en cuanto a instrucción de otro género…
Alzó la vista y vio una solemne advertencia en los ojos de milord, St. John. Esto le hizo detenerse, sonrojarse y continuar, apagado y triste:
–¡Ah! Me persigue de nuevo la enfermedad y mi mente desvaría. No he querido mostrar irreverencia para con Su Majestad el rey.
–Lo sabemos, señor –dijo la princesa Isabel, tomando entre ambas manos la de su "hermano", respetuosamente, acariciándolas–. No te preocupes por eso. La falta no es tuya, sino de tu destemplanza.
–Gentil consoladora eres, dulce señora –dijo Tom agradecido–, y mi corazón me mueve a darte gracias por ello, si me lo permites.
Una vez la atolondrada lady Juana le disparó a Tom una sencilla frase en griego. La perspicacia de lady Isabel vio, en la serena impasibilidad de la frente de Tom, que la flecha no había dado en el blanco, por lo cual soltó tranquilamente una retahíla de excelente griego relativa a Tom y en seguida desvió la conversación a otros asuntos.
En conjunto transcurrió el tiempo agradablemente, y casi suavemente. Los escollos y arrecifes fueron cada vez menos frecuentes, y Tom se sintió más y más a sus anchas al ver, que todos estaban amorosamente inclinados a ayudarlo y a pasar por alto sus equivocaciones. Cuando salió a la conversación que las damitas habrían de acompañarle por la noche al banquete del alcalde mayor, el corazón le dio un salto de consuelo y de alegría, porque sintió que ya no se hallaría sin amigos entre aquella muchedumbre de extraños, mientras que, una hora antes, la idea de que ellas fueran con él le habría causado un terror insoportable.
Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores, habían estado menos cómodos en la entrevista que las otras partes. Les parecía enteramente que conducían un enorme navío por un canal peligroso; estaban alerta constantemente y encontraron que su cargo no era juego de niños. Por tanto, cuando al fin la visita de las damas tocaba a su término y anunciaron a lord Guilford Dudley, no sólo pensaron que su carga había sido suficientemente gravosa, sino también que ellos mismos no se hallaban en el mejor estado para hacer retroceder al navío y emprender de nuevo un viaje lleno de ansiedad. Así, pues, respetuosamente aconsejaron a Tom que se excusara, lo cual hizo de buena gana, aunque habría podido observarse una leve sombra de desencanto en el semblante de mi lady Juana cuando oyó que se negaba la entrada al espléndido mozalbete.
Hubo una pausa, una especie de silencio de espera, que Tom no pudo comprender: Miró a lord Hertford, y éste le hizo un signo, pero el niño no lo entendió tampoco. Isabel acudió prontamente en su socorro, con su habitual soltura. Hizo una reverencia y dijo:
– ¿Tenemos licencia de Su Gracia el príncipe, mi hermano, para retirarnos?
–Sus Señorías –contestó Tom–, pueden obtener de mí lo que gusten sin más que pedirlo; pero preferiría darles cualquier otra cosa que estuviera en mi poder antes que licencia para privarme de la luz y la bendición de su presencia. Dios las guíe y esté con ustedes.
Al decir esto sonrió por dentro, pensando: –No en vano he vivido sólo entre príncipes en mis lecturas y he adiestrado mi lengua en sus pulidas y graciosas palabras.
Cuando salieron las ilustres doncellas, Tom se volvió fatigado a sus guardianes y dijo:
–¿Tendrán sus señorías, la bondad de darme licencia para retirarme a un rincón a descansar?
Lord Hertford dijo:
–A Su Alteza le toca mandarnos y a nosotros obedecer. Necesario es en verdad que tomes algún reposo, ya que pronto debes emprender el viaje a la ciudad.
Tocó una, campanilla y se presentó un paje, a quien se dio orden de solicitar la presencia de sir William Herbert. Este caballero se presentó al instante y condujo a Tom a un aposento interior, donde el primer movimiento del niño fue alcanzar una copa de agua; pero la tomó un servidor vestido de seda y terciopelo, que hincando una rodilla se la ofreció en una bandeja de oro.
Se sentó después, fatigado cautivo y se dispuso a quitarse las zapatillas, después de pedir tímidamente permiso con la mirada; mas otro oficioso criado, también ataviado de seda y terciopelo, se arrodilló y le ahorró el trabajo. Dos o tres esfuerzos más hizo el niño por servirse a sí mismo; mas, como siempre se le anticiparon vivamente, acabó por ceder con un suspiro de resignación y diciendo entre dientes: "Me maravilla que no se empeñen también en respirar por mi" En chinelas y envuelto en suntuosa bata se tendió por fin a reposar, pero no a dormir, porque su cabeza estaba demasiado llena de pensamientos y la estancia demasiado llena de gente. No podía desechar los primeros, así que permanecieron; no sabía tampoco lo bastante para despedir a los segundos, así que también se quedaron, con gran pesar del príncipe y de ellos.
La partida de Tom había dejado solos a sus dos nobles guardianes. Permanecieron un rato meditabundos, y meneando mucho la cabeza y paseando por la estancia. Entonces dijo lord St. John:
–Francamente, ¿qué piensas? Francamente, pues, esto la vida del rey toca a su fin; mi sobrino está loco, loco ascenderá al trono, y loco seguirá. Dios proteja a Inglaterra, que lo necesitará.
–Así lo parece, ciertamente, pero…, ¿no tienes barruntos de si… si…?
Titubeó el personaje y acabó por detenerse. Sin duda sintió que estaba en terreno delicado. Lord Hertford se, paró ante él, le miró a la cara con serenos y francos ojos y dijo:
–Prosigue. Nadie sino yo te oye. ¿Barruntos respecto a qué?
–Me repugna poner en palabras lo que está en mi mente, siendo tú como eres tan cercano a él en la sangre, milord. Mas, solicitando tu perdón si te ofendo, ¿no te parece raro que la locura pueda cambiar tanto su porte y sus modales? Su porte y sus palabras son aún los de un príncipe, pero difieren en cosas insignificantes de las que acostumbraba el príncipe anteriormente. ¿No te parece extraño que la locura haya borrado de su memoria las mismas facciones de su padre, las costumbres y las observancias que se le deben por los que le rodean, y que, dejándole