–¡Oh! Se burlan de mí. Ahora irán a contarlo. ¿Por qué habré venido aquí a que me quiten la vida?
Empezó a pasear de un lado a otro, lleno de temores innumerables, escuchando y sobresaltándose con el más leve ruido. De pronto se abrió la puerta y un paje vestido de seda anunció:
–Lady Juana Grey.
Cerró la puerta y una encantadora joven ricamente vestida llegó a él corriendo, pero se detuvo de súbita y dijo con aflicción:
–¿Qué te aqueja, mi señor?
A Tom casi le faltó el aliento, pero lo recuperó para tartamudear:
–¡Ah! Ten piedad de mí. No soy tu señor, sino el pobre Tom Canty, de Offal Court. Te ruego que me dejes ver al príncipe, que él de buena gana me devolverá mis andrajos y me dejará salir sin daño. ¡Oh! Ten piedad de mí y sálvame.
Al decir esto estaba el niño de rodillas, suplicando tanto con los ojos y las manos levantadas como con sus palabras. La doncella parecía horrorizada, y exclamó:
–¡Oh, mi señor! ¿De rodillas? ¿Y ante mí?
Dicho esto, huyó temerosa, y Tom, rendido por la desesperación, se dejó caer al suelo balbuceando:
–¡No hay auxilio, no hay esperanza! ¡Ahora vendrán y me prenderán!
Mientras permanecía allí, paralizado de terror, por el palacio circulaban espantosas noticias. El susurro –porque era siempre susurro– voló de lacayo en lacayo, de caballera en dama, por los extensos corredores, de piso en piso, de salón en salón: "¡El príncipe se ha vuelto loco! ¡El príncipe se ha vuelto loco!" Muy pronto cada sala, cada vestíbulo de mármol vio grupos de engalanados caballeros y damas, y otros grupos de gente de menor alcurnia, pero también deslumbrante, –charlando a media voz, y todos con muestras de pesar. Pronto apareció por entre ellos un pomposo oficial, haciendo esta solemne proclamación:
–¡En nombre del rey! ¡Nadie preste oídos a esa falsa y necia calumnia, so pena de muerte, ni hable de la misma ni la divulgue! ¡En nombre del rey!
Los cuchicheos cesaron tan al punto como si los murmuradores hubieran enmudecido.
No tardó en correr un murmullo general por los pasillos: "¡El príncipe! ¡Miren, viene el príncipe!"
El pobre Tom avanzó lentamente entre los grupos de personajes que lo saludaban, tratando de contestarles y mirando humildemente el extraño cuadro con asombrados y patéticos ojos. Lo flanqueaban dos nobles que lo hacían apoyarse en ellos y así afirmaban sus pasos. En pos del niño venían los médicos de la corte y algunos criados.
Pronto se encontró en una suntuosa estancia del palacio, cuya puerta se cerró tras él. Le rodeaban los que lo acompañaban. Ante él, a poca distancia, se hallaba recostado un hombre muy alto y muy grueso, de cara ancha y abotagada y de severa expresión. Tenía la gran cabeza muy canosa, y las barbas, que como un marco le cercaban el rostro, eran grises también. Sus ropas eran de ricos géneros, pero ya deterioradas y un tanto raídas a trechos. Una de sus hinchadas piernas reposaba sobre un almohadón y estaba envuelta en vendas. Reinó el silencio, y no hubo cabeza que no se inclinara reverente, excepto la de aquel hombre. Este inválido de rostro tranquilo era el terrible Enrique VIII, que dijo, suavizando la expresión al comenzar a hablar:
–¿Cómo va, milord Eduardo, príncipe mío? ¿Te has propuesto engañarme a mí, el buen rey tu padre que tanto te quiere y tan bien te trata, con una triste broma?
El pobre Tom escuchó el principio de esas palabras lo mejor que le permitió su mente turbada, pero cuando percibieron sus oídos las palabras "el buen rey", su semblante palideció y sus rodillas dieron en el suelo, como si le hubieran hecho hincarse a viva fuerza. Alzando las manos exclamó:
–¿Eres tú el rey? ¡Entonces estoy perdido!
Estas palabras parecieron aturdir al monarca, cuyos ojos vagaron de rostro en rostro sin objeto alguno, y se quedaron clavados en el niño que tenía delante. Por fin dijo con tono de profundo desencanto:
–¡Ay! Creía yo el rumor desproporcionado a la verdad, pero me temo que no es así –Y exhalando un profundo suspiro prosiguió con dulce, voz–. Ven a tu padre, niño. No te encuentras bien.
Con ayuda ajena se puso Tom en pie y se acercó humilde y tembloroso a la Majestad de Inglaterra. El rey, cogió entre sus manos el rostro asustado y lo contempló un rato, con ahínco y amorosamente, como buscando en él algún agradable signo de que le volvía la razón; después estrechó la rizada cabeza contra su pecho y la acarició tiernamente. Por fin dijo:
–¿Conoces a tu padre, niño? No rompas mi viejo corazón. Di que me conoces. ¿Me conoces o no?
–Sí. Tú eres mi venerable señor el rey, que Dios guarde.
–Cierto, cierto. Eso está bien. Tranquilízate, no tiembles así. Nadie aquí te haría daño. Aquí no hay nadie que no te ame. Ahora estás mejor. Ha pasado la pesadilla, ¿no es así? Y ahora sabes también quién eres tú. ¿No es así? ¿No volverás a llamarte de otro modo, como dicen que has hecho hace poco?
–Ruego a Tu Gracia que me crea. No he dicho sino la verdad, muy venerable señor, porque soy el más humilde de tus súbditos, pues nací mendigo y estoy aquí por una triste desgracia y por accidente, aunque en ello no llevo culpa. ¡Soy muy joven para morir y tú puedes salvarme con una palabra! ¡Oh!, ¡dila, señor!
–¿Morir? No hables así, dulce príncipe. ¡Paz, paz a tu apenado corazón! Tú no morirás.
Tom volvió a caer de rodillas con un grito de alegría.
–Premie Dios tu bondad, ¡oh, rey mío!, y te guarde mucho tiempo para bien de tu reino.
Poniéndose en pie de un salto volvió el jubiloso rostro a los dos lores que lo acompañaban y exclamó:
–¿Lo han oído? No voy a morir. El rey lo ha dicho.
Nadie se movió, salvo que todos se inclinaron con grave respeto, pero nadie habló. Él vaciló, un tanto confuso, se volvió tímidamente al rey diciéndole:
–¿Puedo irme ya?
–¿Irte? Seguramente, si lo deseas. Pero ¿por qué no te quedas aún un poco? ¿Dónde vas a ir?
Tom bajó los párpados y respondió humildemente:
–Por ventura he comprendido mal, pero me he creído libre y así me disponía a buscar el tugurio donde nací y me eduqué entre miserias, pero que cobija a mi madre y a mis hermanas, y por ello es hogar para mí, al paso que esta pompa y estos esplendores a que no estoy acostumbrado… ¡Oh, señor, ten la merced de dejarme partir!
El rey permaneció silencioso y meditabundo un momento, y su rostro denotó dolor y desasosiego crecientes. Por fin dijo con algo de esperanza en su voz:
–Tal vez esté loco sólo en cuanto a ese punto y tiene intactos los sesos en lo tocante a otros asuntos. ¡Quiera Dios que así sea! Haremos la prueba.
Hizo después una pregunta a Tom en latín y Tom le respondió casi sin fuerza en la misma lengua. El rey estaba encantado, y lo demostró. Los lores y los médicos mostraron también su contento. El rey dijo:
–No fue según su instrucción y su talento, pero demuestra que su mente está sólo enferma, no herida fatalmente. ¿Qué te parece a ti, señor?
El médico aludido hizo una gran reverencia y replicó:
–Mi propia convicción, rey y señor mío, es que has adivinado la verdad.
Estas palabras parecieron agradar al monarca, por proceder de tan notoria autoridad, y lo llevaron a proseguir muy animado:
–Fíjense