Pronto estuvo en medio de una multitud de niños que corrían, saltaban, jugaban a la pelota y a saltar como ranas o que se divertían de otro modo, y muy ruidosamente. Todos vestían igual y a la moda que en aquellos tiempos prevalecía entre los criados y los aprendices, es decir, que cada uno llevaba en la coronilla una gorra negra plana, como del tamaño de un plato, que no servía para protegerse, por sus escasas dimensiones, ni tampoco de adorno. Por debajo de ella raía el pelo, sin raya, hasta el medio de la frente y bien recortado a lo redondo, un alzacuello de clérigo, una toga azul ceñida que caía hasta las rodillas o más abajo, mangas largas, ancho cinturón rojo, medias de color amarillo subido con la liga arriba de las rodillas, zapatos bajos con grandes hebillas de metal. Era un traje realmente feo.
Los niños dejaron sus juegos y se agruparon en torno al príncipe, que dijo con ingénita dignidad:
–Buenos niños, digan a su señor que Eduardo, el Príncipe de Gales, desea hablar con él.
Ante esto, se alzó un enorme griterío, y un chico grosero dijo:
–¿Por ventura eres tú mensajero de Su Gracia, mendigo?
El rostro del príncipe se sonrojó de ira y su ágil mano se dirigió veloz a la cadera, pero no había nada allí. Se desató una tempestad de risas y un muchacho dijo:
– ¿Vieron? Pensó que tenía una espada.
–Quizá sea el mismo príncipe.
Esta salida trajo más risas. El pobre Eduardo se irguió altivamente y dijo:
–Soy el príncipe y mal les sienta a ustedes, que viven de la bondad de mi padre, tratarme así.
Esto lo disfrutaron mucho, según lo testificaron las risas. El joven que había hablado primero, gritó a sus compañeros:
–¡Basta, cerdos, esclavos, pensionistas del regio padre de Su Gracia! ¿dónde están sus modales? ¡De rodillas, todos ustedes, y hagan reverencia a su regio porte y a sus reales andrajos!
Con ruidosa alegría se aventaron, e hicieron a su presa un burlón homenaje. El príncipe pateó al muchacho más próximo y dijo fieramente:
–¡Toma eso, mientras llega la mañana y te levanto una horca!
Ah, pero esto no era ya una broma, a esto ya se le había acabado la diversión. Cesaron al instante las risas, y tomó su lugar la furia. Una docena gritó:
–¡Agárrenlo! ¡Al abrevadero de los caballos! ¡Al abrevadero de los caballos! ¿Dónde están los perros? ¡Eh, León! ¡Eh, Colmillos!
Siguió luego algo que Inglaterra no había visto jamás: la sagrada persona del heredero del trono abofeteada por manos plebeyas y atacada por mordidas de perros.
Ese día cuando cerró la noche, el príncipe se encontró metido en la parte más edificada de la ciudad. Su cuerpo estaba golpeado, sus manos sangraban y sus andrajos estaban sucios de lodo. Vagó más y más, cada vez más aturdido, tan cansado y débil que apenas podía levantar los pies. Había cesado de hacer cualquier pregunta, puesto que sólo le ganaban insultos en lugar de información. Continuaba diciendo entre dientes: "Offal Court, ése es el nombre. Si tan sólo pudiera encontrarlo antes de que mi fuerza se agote por completo y me derrumbe, estaré salvado, porque su gente me llevará al palacio y probara que no soy de los suyos, sino el verdadero príncipe, y tendré de nuevo lo que es mío." Y de cuando en cuando su mente recordaba el trato que le habían dado los groseros muchachos del Hospital de Cristo, y decía: "Cuando sea rey, no sólo tendrán pan y albergue, sino enseñanza con libros, porque la barriga llena vale poco cuando muere de hambre la mente y el corazón. Guardaré esto muy bien en mi memoria, que la lección de este día no se pierda y por ello sufra mi pueblo; porque el aprender suaviza el corazón y presta gentileza y caridad."
Comenzaron a parpadear las luces, empezó a llover, se alzó el viento y cerró la noche cruda y tempestuosa. El príncipe sin hogar, el desamparado heredero del trono de Inglaterra, siguió adelante, hundiéndose en lo profundo de un laberinto de callejones escuálidos en que se apiñaban las hacinadas colmenas de pobreza y miseria.
De pronto un enorme rufián borracho lo agarró del cuello y le dijo:
–¡Otra vez en la calle a estas horas de la noche y no traes ni una blanca a casa, lo aseguro! ¡Si así es, y no te rompo todos los huesos de tu flaco cuerpo, entonces no soy John Canty, sino algún otro!
El príncipe se retorció para librarse, sacudió el hombro inconscientemente y dijo de inmediato:
–¡Ah! ¿Eres su padre? ¿De veras? Quiera el cielo que sea así, pues entonces irás por él y me devolverás.
–¿Su padre? No sé qué quieres decir. Lo que sí sé es que soy tu padre, como no tardarás en verlo.
– ¡Oh! ¡No te burles, no te mofes, no te demores! Estoy herido, no puedo resistir más. Llévame al rey mi padre y él te hará rico como no has podido soñar jamás. Créeme, créeme: no digo mentira, sino la verdad pura. Retira tu mano y sálvame. Soy realmente el Príncipe de Gales.
El hombre lo miró, estupefacto, luego meneó la cabeza y refunfuñó:
– ¡Está loco de remate como cualquier fulano del manicomio! –Lo agarró de nuevo por el cuello, y dijo con una grosera carcajada y una grosería–. Pero loco o no loco, yo, y tu abuela Canty, encontraremos muy pronto dónde está lo más blando de tus huesos, o no soy hombre verdadero.
Con esto arrastró al enfurecido y forcejeante príncipe, que no dejaba de resistirse, y desapareció por una callejuela, seguido por un turbulento y regocijado enjambre de sabandijas humanas.
5. Tom como un patricio
Tom Canty, solo en el gabinete del príncipe, hizo buen uso de la ocasión. Iba de un lado y del otro lado ante el gran espejo, admirando sus galas; luego dio unos pasos imitando el porte altivo del príncipe y sin dejar de observar los resultados en el espejo. Sacó después la hermosa espada y se inclinó, besando la hoja y cruzándola sobre el pecho, como había visto hacer a un caballero noble, por vía de saludo al lugarteniente de la Torre, cinco o seis semanas atrás, al poner en sus manos a los grandes lores de Norfolk y de Surrey, en calidad de prisioneros. Jugó Tom con la daga engastada en joyas que pendía de su cadera; examinó el valioso y bello decorado del aposento; probó cada una de las suntuosas sillas, y pensó cuán orgulloso se sentiría si el rebaño de Offal Court pudiera asomarse y verlo en esta grandeza. Preguntó si creerían el maravilloso suceso que les contaría al volver a casa, o si menearían la cabeza diciendo que su desmedida imaginación había por fin trastornado su razón.
Al cabo de media hora se le ocurrió de pronto que el príncipe llevaba mucho tiempo ausente, y al instante comenzó a sentirse solo. Pronto se dio a escuchar anheloso y cesó de entretenerse con las preciosas cosas que lo rodeaban. Se incomodó, luego se sintió desazonado e inquieto. Si apareciera alguien y lo sorprendiera con las ropas del príncipe, sin que éste se hallara presenté para dar explicaciones, ¿no