Aunque no podía negar que le había resultado levemente excitante. Y en honor a la verdad, Coop parecía alterado, como si supiera que estaba mal lo que hacía, pero no pudiera evitarlo, lo cual lo definía muy bien: trataría de cambiar, de ser un buen padre, pero no lo conseguiría por ser la clase de hombre que era.
Hacía mucho tiempo que nadie la miraba con intención sexual, y cualquier mujer se sentiría al menos un poco especial si se fijaba en ella un hombre guapo y rico, famoso por salir con actrices y modelos. Pero no se olvidaba de que era un mujeriego ni de que ella era una de los cientos de mujeres a las que había mirado del mismo modo.
Dejó a Fern en la cuna y fue a agarrar a Ivy, pero esta se había arrastrado hasta el otro lado de la habitación.
–Ven aquí –dijo mientras la tomaba en brazos y le mordisqueaba el cuello. Era la más tranquila de las dos, aunque Sierra creía que, si se la dejaba a su aire, tendría problemas. Se parecía más a ella en tanto que Fern había salido a su padre.
Sierra oyó la voz profunda de Coop que provenía de su despacho.
Hablaba por teléfono. Ese día estaba trabajando desde casa, o eso era lo que le había dicho. Pero ella no sabía en qué consistía ese supuesto «trabajo». ¿En sacar brillo a sus diversos trofeos? ¿En conceder entrevistas?
Aparte de regodearse en su fama, Sierra no estaba segura de en qué empleaba el tiempo.
Metió a Ivy en la cuna, besó a las niñas, y, al salir de la habitación, tropezó con Coop, que iba a entrar. Alzó instintivamente las manos para evitar el choque y acabó con ellas apoyadas en el fuerte pecho masculino, al tiempo que aspiraba el cálido y limpio aroma que emanaba de su piel. Y aunque era completamente irracional, se apoderó de ella el deseo de ponerle las manos en el cuello y abrazarlo.
Se apartó de él tan deprisa que la cabeza le chocó contra el marco de la puerta.
–¿Estás bien? –le preguntó él.
Ella hizo un gesto de dolor y se frotó la cabeza.
–Sí.
–¿Estás segura? Te has dado un buen golpe –le puso la enorme mano en la nuca, pero la tocó con delicadeza por debajo de la cola de caballo mientras buscaba una posible lesión–. No parece que te hayas hecho un chichón.
Ella experimentó una agradable sensación.
¿Agradable? Aquello era una locura. Como sabía la clase de hombre que era, sus caricias hubieran debido causarle repulsión.
Se apartó de la mano de él.
–Estoy bien, de verdad. Es que me has dado un susto.
Él frunció el ceño y se metió la mano en el bolsillo, como si se hubiera percatado de que no era correcto lo que había hecho. O tal vez le hubiera gustado tanto como a ella.
–Lo siento. ¿Dónde están las niñas?
–Acabo de acostarlas.
–¿Por qué no me lo has dicho? Me hubiera gustado darles un beso.
–Me pareció que estabas hablando por teléfono y no he querido molestarte.
–Pues la próxima vez dímelo –dijo él irritado–. Si estoy aquí, las niñas son lo primero.
–De acuerdo. Aún están despiertas, si quieres verlas.
La expresión de él se suavizó.
–Solo un momento.
Entró en la habitación y Sierra fue a la cocina. Coop se tomaba muy en serio lo de estar con las niñas. Pero ¿por cuánto tiempo? Probablemente fuera una novedad para él lo de hacer el papel de tío dedicado, pero estaba segura de que no tardaría en recaer en sus antiguas costumbres y dejaría de tener tiempo para darles un beso de despedida.
–¿Qué es esto? –le preguntó con insolencia la señora Densmore mientras sostenía los biberones vacíos.
–Los biberones.
El ama de llaves le lanzó una mirada asesina.
–¿Y por qué están en la encimera y no en el lavaplatos?
–Porque todavía no los he metido.
–Todo lo que se use en la cocina hay que meterlo en el lavaplatos o lavarlo a mano. Y todo lo que usted o las niñas ensucien tiene que limpiarlo.
–Ya lo sé –era la tercera vez que la señora Densmore la sermoneaba–. Iba a limpiar después de acostar a las niñas. Cuidarlas es lo primero.
–También he visto que hay una cesta de ropa sucia de usted en el lavadero. Quiero recordarle que tiene que encargarse de lavar sus cosas: la ropa, las toallas y las sábanas. Trabajo para el señor Landon y para nadie más. ¿Está claro?
Sierra apretó los dientes.
–Como la lavadora estaba funcionando, he dejado ahí la ropa hasta que termine.
Sierra no había hecho nada que pudiera ofender al ama de llaves, por lo que no entendía por qué estaba de mal humor.
–Como le he dicho muchas veces al señor Landon, acepté este empleo porque no había niños ni niñeras. No me pida que cuide de las mellizas. Son responsabilidad suya.
Como si Sierra quisiera que las niñas se acercaran a aquella bruja.
–Lo sé perfectamente, gracias.
La señora Densmore le dio los biberones y con la cabeza muy alta se dirigió al lavadero, que estaba detrás de la cocina. Y aunque era mezquino e inmaduro, Sierra hizo un gesto obsceno a sus espaldas.
–Eso no es propio de una señorita.
Ella se dio la vuelta y vio que Coop la observaba con una sonrisa irónica.
–Me alegro de que las niñas no lo hayan visto –añadió.
Ella se mordió el labio inferior y escondió las manos tras la espalda.
–Lo siento.
Coop se echó a reír.
–Es broma. Yo hubiera hecho lo mismo. Y tienes razón, las niñas son lo primero. El lavaplatos puede esperar.
–No sé por qué le caigo tan mal. Tendría que estar contenta de tenerme aquí, ya que no tiene que cuidar a las niñas.
–Hablaré con ella.
–Tal vez no debieras hacerlo. No quiero que crea que me he chivado, lo cual empeoraría las cosas.
–No te preocupes, ya me encargo yo.
Coop fue al lavadero y cerró la puerta. Aunque Sierra estuvo tentada de apoyar la oreja en ella para escuchar lo que decía, decidió que era mejor meter los biberones en el lavaplatos. Él volvió al cabo de unos minutos con una sonrisa de satisfacción.
–No volverá a meterse contigo. Si me necesitas, estaré en el despacho.
Lo que le hubiera dicho a la señora Densmore había funcionado. Al cabo de unos minutos salió del lavadero, roja de vergüenza o de ira, y no le dirigió la palabra ni la miró. Y así siguió hasta la hora de la cena, en la que sirvió un guiso mexicano tan delicioso que Sierra repitió.
Se había sorprendido cuando Coop la invitó a cenar con él en el comedor, pues había supuesto que la trataría como a cualquier otra empleada y que comería en la cocina con las niñas. Porque seguro que él no quería que dos bebés le molestaran durante la comida. Pero Coop había insistido. Así que ella se sentó en un extremo de la mesa con Ivy en su trona y él lo hizo en el otro con Fern, a la que iba dando