COOP estaba frente a la puerta de la habitación de Sierra y esperaba que no se hubiera acostado. No eran ni las nueve y media, pero ese había sido su primer día cuidando a las niñas, por lo que probablemente estuviera agotada.
Había firmado el contrato la tarde de la segunda entrevista. El día siguiente lo pasó trasladando sus cosas. Él se había ofrecido a contratar una empresa para que le hiciera la mudanza, pero ella le había dicho que ya lo tenía todo organizado y se había presentado con un montón de cajas y dos jóvenes amigos suyos que eran, según le había dicho, camilleros del hospital, y a quienes se les veía emocionados por haber conocido al gran Coop Landon.
Aunque él trató de pagarles por la ayuda, los chicos se negaron, pero le aceptaron una cerveza, que se tomaron charlando con él en la azotea mientras Sierra deshacía el equipaje. Se marcharon con un autógrafo.
Aunque Coop hubiera querido estar el primer día con Sierra y las mellizas, había estado reunido con el equipo de marketing toda la mañana para lanzar una nueva línea de ropa deportiva, y por la tarde había tenido una cita con el dueño de su antiguo equipo. Si todo salía bien, él sería el nuevo dueño, lo cual había sido su sueño desde que había empezado a jugar en él. Durante veintidós años, hasta que la lesión de rodilla lo obligó a jubilarse, había vivido para el hockey. Comprar el equipo era el siguiente paso, y los jugadores estaban de acuerdo.
Después de las reuniones, Coop había cenado con unos amigos por primera vez desde hacía semanas. Y no había disfrutado mucho, a pesar de que estaba deseando volver a ser libre. Se pasó la cena pensando en las mellizas y en cómo les habría ido con Sierra. ¿No había sido un irresponsable al dejarlas con una desconocida? No era que no confiara en Sierra, pero quería estar seguro de hacer lo correcto. Las niñas habían perdido a sus padres y no quería que pensaran que él también las había abandonado.
Cuando el resto del grupo decidió ir a tomar una copa y a bailar, Coop se despidió de sus amigos, que se quedaron sorprendidos; lo normal era que fuera de copas y volviera a casa acompañado. Después de dos semanas de estar con las mellizas constantemente, se había acostumbrado a tenerlas a su alrededor.
Llamó suavemente a la puerta de la habitación de Sierra. Esta asomó la cabeza, y él vio que ya se había puesto el camisón. Dirigió la mirada automáticamente a sus piernas desnudas. No eran especialmente largas ni esbeltas, por lo que el impulso de acariciarla, de recorrer la parte interna de sus muslos con la mano, por debajo del camisón, lo pilló desprevenido. Tuvo que esforzarse para mirarla a los ojos, oscuros e inquisitivos. Llevaba el pelo suelto, que le caía sobre los hombros, y sintió la necesidad de acariciárselo. En lugar de ello, se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
«Puedes mirarla, pero no tocarla», se dijo, y no era la primera vez que lo hacía desde que ella había conocido a las niñas. No se parecía en nada al tipo de mujer que le gustaba. Tal vez fuera eso lo que le resultaba tan atractivo. Era distinta, suponía una novedad.
Quizá contratarla no hubiera sido una buena idea.
–¿Quieres algo? –le preguntó ella, y él se dio cuenta de que estaba allí plantado mirándola.
–Espero no haberte despertado.
–No, aún no me había acostado.
–Solo quería saber cómo había ido todo.
–Muy bien. Necesitaré un tiempo para establecer una rutina.
–Siento no haber estado para ayudarte.
Ella pareció confusa.
–No esperaba que me fueras a ayudar.
Coop le miró el escote. No tenía grandes senos, pero tampoco eran pequeños. ¿Por qué no podía dejar de mirarlos?
Ella se dio cuenta, pero no hizo nada para cubrirse. ¿Y por qué habría de hacerlo? Estaba en su habitación. Él era el intruso. Y además, estaba haciendo el ridículo.
–¿Algo más?
Él se obligó a mirarla de nuevo a la cara.
–Quería que habláramos un poco de las niñas. No hemos tenido la oportunidad de hacerlo y puede que tengas algunas preguntas.
Ella vaciló y él pensó que se iba a negar, pero aceptó.
–De acuerdo, dame un minuto.
Ella cerró la puerta y Coop fue a la cocina mientras mentalmente se daba de bofetadas. Se estaba comportando como si nunca hubiera visto a una mujer atractiva. Tenía que dejar de comérsela con los ojos porque ella iba a pensar que era un pervertido. Lo último que deseaba era que no se sintiera a gusto en su casa.
Sacó dos copas y las puso en la encimera central. Sierra entró mientras servía el vino. Se había puesto unos leggings negros y una camiseta amarilla. Contra su voluntad, volvió a mirarle las piernas. Solía salir con mujeres muy delgadas, algunas de ellas modelos, pero no porque prefiriera ese tipo de mujer, sino porque era el que revoloteaba a su alrededor. Sierra no estaba gorda, simplemente tenía un aspecto saludable.
Se recordó rápidamente que daba igual su aspecto, porque era terreno prohibido.
–Siéntate –dijo Coop, y ella lo hizo en un taburete frente a él, que le dio una de las copas–. Espero que te guste el vino blanco.
Ella vaciló y frunció el ceño de forma adorable.
–Tal vez no debiera.
Él metió la botella en la nevera para evitar que Sierra creyera que trataba de emborracharla para aprovecharse de ella.
–Solo una copa –afirmó él–. A no ser que no bebas.
–Sí, bebo, pero no me parece que sea buena idea, me preocupa que una de las niñas se despierte. Prefiero estar en plena posesión de mis facultades.
–Si las mellizas fueran tus hijas y quisieras relajarte tras un día duro, ¿te parecería bien tomarte una copa de vino?
–Sí.
–Entonces, deja de preocuparte de lo que piense y disfrútala.
Ella la agarró.
–Un brindis por tu primer día –dijo él–. Háblame de ti.
–Creí que íbamos a hablar de las niñas.
–Lo haremos, pero antes quiero que me cuentes algo sobre ti.
–Ya has leído mi currículum.
–Sí, pero me gustaría saber más de ti como persona. Por ejemplo, ¿por qué decidiste ser enfermera?
–Por mi madre.
–¿Ella lo era?
–No, era ama de casa, pero tuvo cáncer de mama cuando yo era una niña. Las enfermeras se portaron tan bien con ella, con mi padre, con mi hermana y conmigo que fue entonces cuando decidí que era eso lo que quería hacer.
–¿Murió?
–Sí, cuando tenía catorce años.
–Es una mala edad para que una chica pierda a su madre.
–Creo que fue más duro para mi hermana, que solo tenía diez años.
Él rodeó la encimera y se sentó en un taburete que había a su lado.
–¿Hay alguna edad que sea buena para perder a uno de tus padres? Mis padres murieron cuando tenía doce años, y fue muy duro para mí.
–Mi hermana era un ser dulce y feliz, pero se convirtió en una niña malhumorada y amargada.
–Yo sentía tanta rabia que pasé de ser un niño bastante bueno a convertirme en el matón de la clase.
–No es raro que, en una situación así, un niño se desahogue con otro menor y más débil. Probablemente te diera una sensación de poder en una situación