Bueno, tal vez un mes antes lo hubiera hecho. Pero todo había cambiado.
–Las prefiero rubias –prosiguió.
Además, para él, la prioridad era cuidar de las niñas y educarlas como hubieran querido sus padres. Se lo debía a su hermano ya que, cuando sus padres murieron, Ash solo tenía dieciocho años, pero dejó su propia vida en suspenso para cuidar a Coop, que, al principio, no le había puesto las cosas fáciles. Se sentía confuso y herido, perdió el control y estuvo a punto de convertirse en un delincuente juvenil. El psicólogo de la escuela le dijo a Ash que su hermano necesitaba dar salida a la ira de forma constructiva y le sugirió que hiciera deporte, por lo que Ash lo apuntó a hockey.
A Coop no le interesaban los deportes, pero se adaptó al juego inmediatamente y pronto superó a sus compañeros de equipo, que llevaban jugando desde que podían sostenerse en unos patines. A los diecinueve años, los Scorpions de Nueva York lo seleccionaron.
Pero una lesión de rodilla, dos años antes, había acabado con su carrera deportiva. Sin embargo, gracias al consejo de su hermano, había invertido de forma inteligente, por lo que tenía una fortuna que nunca pensó en llegar a poseer. Sin Ash, y lo que se había sacrificado por él, no hubiera sido posible. Por eso tenía que saldar su deuda con él, aunque no podía hacerlo solo por falta de preparación. No sabía cuidar a un niño. ¡Si hasta dos semanas antes no había cambiado un pañal en su vida! Sin la ayuda de su ama de llaves, hubiera estado perdido. Si la señorita Evans era adecuada para el trabajo, no se arriesgaría a estropearlo acostándose con ella.
Era terreno prohibido.
Bajando en el ascensor, Sierra Evans suspiró aliviada. Las cosas habían ido muy bien y estaba segura de que el trabajo sería tan bueno como el que tenía.
Era evidente que Cooper Landon tenía cosas mejores que hacer que cuidar de sus sobrinas. Aunque a ella no le gustaban los chismorreos, su comportamiento y reputación de mujeriego eran inquietantes. No era ese el ambiente ideal en que ella desearía criar a sus hijas.
«Sus hijas». Últimamente había vuelto a considerarlas suyas.
Ya que Ash y Susan no estaban, ella las salvaría, las cuidaría y querría. Era lo único que importaba en aquel momento.
Salió a la calle y se dirigió al metro.
Dar en adopción a las mellizas había sido la decisión más difícil de su vida, pero sabía que había sido lo mejor, ya que carecía de recursos económicos, además de tener a su padre enfermo, para cuidarlas. Sabía que Ash y Susan les darían todo lo que ella no hubiera podido.
Un día, viendo en el telediario la noticia de un accidente aéreo, se dio cuenta de que hablaban de ellos. Presa del pánico, fue cambiando de canal en busca de más información, aterrorizada por que las niñas hubieran estado en el avión.
A las siete de la mañana siguiente, se confirmó que las niñas se habían quedado con la familia de Susan. Sierra se echó a llorar de alegría, pero pronto se dio cuenta de la situación. ¿Quién se haría cargo de ellas? ¿Se quedarían con la familia de Susan o vivirían en un orfanato?
Contactó con su abogado inmediatamente y, al cabo de varias llamadas, se enteró de que Cooper sería su tutor. ¿Cómo era posible que Ash lo hubiera elegido? ¿Qué interés podían tener dos bebés para un exjugador de hockey, mujeriego y juerguista?
Pidió a su abogado que hablara con él de parte de ella, sin mencionar su nombre, porque suponía que estaría más que dispuesto a devolvérselas a su madre biológica. Sin embargo, Cooper se había negado.
Luchar por su custodia sería una batalla legal larga y costosa. Pero como sabía que Cooper indudablemente necesitaría ayuda y estaría encantado con alguien con su experiencia, consiguió una entrevista para el puesto de niñera.
Sierra se dirigió a Queens en el metro. Normalmente, iba a ver a su padre los miércoles, pero al día siguiente tenía una cita con Cooper.
En la estación tomó un taxi a la residencia de tercera categoría donde su padre llevaba viviendo catorce meses. Saludó a la enfermera de la recepción, que le contestó con un gruñido.
Odiaba que su padre tuviera que estar en aquel horrible lugar, cuyos empleados eran apáticos y dispensaban un trato casi criminal a los ancianos, pero era lo único que el seguro cubría. Su padre había perdido la capacidad de actuar, salvo en lo referente a las funciones corporales más básicas. No hablaba, apenas reaccionaba a los estímulos y se le alimentaba por medio de una sonda. Aunque el corazón le seguía latiendo, era cuestión de tiempo que dejara de hacerlo. Podía ser cuestión de semanas o de meses; no había forma de saberlo. En una buena residencia, estaría bien atendido.
–Hola, Lenny –Sierra saludó al compañero de habitación de su padre, un veterano de guerra de noventa y un años que había perdido el pie derecho y el brazo izquierdo en la batalla de Normandía.
–Hola, Sierra –contestó él alegremente, sentado en una silla de ruedas.
–¿Cómo está mi padre hoy? –le desgarraba el corazón verlo en aquel estado, un espectro de lo que había sido, del padre cariñoso que las había criado a ella y a su hermana, Joy, sin ayuda de nadie.
–Hoy ha pasado un buen día –dijo Lenny.
–Hola, papá –lo besó en la mejilla y, aunque estaba despierto, no la reconoció. En los días buenos, estaba tranquilo y dormía o miraba el sol que entraba por las rendijas de la persiana. En los días malos se quejaba, no se sabía si de dolor. Pero esos días lo sedaban.
–¿Cómo está tu hijo? Ya debe de tener edad de ir al colegio.
Sierra suspiró. A Lenny le fallaba la memoria. Recordaba que había estado embarazada, pero había olvidado que había dado en adopción a las mellizas, además de confundirla con otra persona que tenía un niño. Y en vez de volvérselo a explicar una y otra vez, le seguía el juego.
–Crece muy deprisa.
Y antes de que Lenny pudiera preguntarle nada más, anunciaron por el intercomunicador que era la hora del bingo.
–Tengo que irme –dijo Lenny–. ¿Quieres que te traiga una galleta?
–No, gracias.
Cuando se hubo marchado, Sierra se sentó en el borde de la cama de su padre y le tomó la mano.
–Hoy me han hecho la entrevista –le dijo, aunque no creía que la entendiera–. Ha ido muy bien y voy a ver a las niñas mañana. Sé que piensas que no debería meterme en esto y confiar en el juicio de Ash y Susan, pero no puedo. Tengo que asegurarme de que las niñas estén bien y, como no puedo hacerlo como su madre, lo haré como su niñera.
Y, si eso implicaba sacrificar su libertad y trabajar para Cooper Landon hasta que las niñas dejaran de necesitarla, estaba dispuesta a hacerlo.
Capítulo 2
A LA una y seis minutos del día siguiente, Sierra, muy nerviosa, llamó a la puerta del piso de Cooper. Apenas había dormido esa noche. Aunque sabía que, al firmar los papeles de adopción, renunciaba a volver a ver a sus hijas, había conservado la esperanza, pero no esperaba verlas antes de que fueran adolescentes y hubieran decidido conocer a su madre biológica.
Sin embargo, allí estaba, apenas cinco meses después, a punto de que llegara el gran momento.
Una mujer abrió la puerta. Sierra supuso que sería el ama de llaves, a juzgar por el uniforme que llevaba. Tendría sesenta y muchos años.
–¿Qué desea? –preguntó la mujer con sequedad.
–Tengo una cita con el señor Landon.
–¿Es usted la señorita Evans?
–Sí.
La escudriñó de arriba abajo, hizo un mohín