—Quería estar contigo —respondió sincera y entrañable. Con un acento tan curioso como tierno.
Hasta el punto de que nos conmovió a todos, incluido a su hermano.
Este le acarició el rostro y suspiró rendido.
—Don Ambrose —se dirigió a él Amalia Heredia—, no sabía que tenía usted una hermana tan encantadora.
—Eso es porque no debería estar aquí —volvió a sermonearla con su ambarina mirada.
Hubo algo en su forma de tratarla, algo protector, que me agradó. No sabría explicarlo. Quizás lo más satisfactorio para mí fue descubrir aquel matiz de su personalidad. A pesar de que lo cierto era que no resultaba exactamente nuevo, pues aquella misma fue la impresión que me transmitió cuando nos conocimos y se cubrió el rostro preocupado por mi posible reacción.
Entonces apareció el señor Johansen entre jadeos, como si se hubiera dado la carrera de su vida. De hecho, así fue.
—Lo siento muchísimo —se disculpó el hombre ante su señor en cuanto este le dedicó una expresión de reproche—. Fue llegar, decirle que estaba usted aquí, despistarme un momento y salió corriendo a buscarle.
—Eso son muchos acontecimientos, ¿no le parece, señor Johansen? —lo amonestó Dennet.
Don Larry se encogió de hombros:
—Ya sabe cuánto le adora.
El nuevo abrazo que la muchacha le dio lo constataba.
—¿Por qué te molesta tanto que viaje contigo, hermanito?
Él, manteniendo el gesto, se alzó para conferirse solemnidad.
—Ya sabes por qué, Adriana. —Nos dedicó una mirada profunda a todos, especialmente a mí—. Primero porque están tus estudios. Y luego, porque siempre olvidas los protocolos. Has irrumpido en un encuentro social de una casa ajena sin ser invitada.
—Por mi parte no se preocupe, señor Dennet —le dijo Jorge Loring con porte y cierto humor—, sé lo que es tener hermanas y que estas se dejen llevar por los caprichos de la edad.
Los demás le reímos el comentario.
—Le agradezco su amabilidad, señor Loring —repuso el caballero de rojo aún con expresión apurada—, pero entonces sabe mejor que nadie que no conduce a ninguna parte consentirles todo lo que desean.
La situación se normalizó tanto que al final se redujo el asunto al señor Dennet, su hermana Adriana, el mayordomo Johansen, Amalia Heredia, Jorge Loring y yo.
Sobre todo, porque Dennet se inclinó y se dirigió a su hermana más tajante:
—Adriana, vete a casa con el señor Johansen y luego hablaremos.
—No, hermanito —repuso ella hinchando los carrillos—. Te conozco y tratarás de convencerme para que no me quede. Puedo ser más sofisticada, te lo prometo.
Dennet resopló y su desesperación me resultó más divertida de lo que esperaba. Por lo que decían y lo presenciado, pese a su belleza y elegancia externa, la señorita Adriana resultaba una joven bastante despistada en lo que a modales sociales refería. Y eso parecía incomodar bastante a su hermano.
Este se frotó los labios con el reverso del guante en un gesto más exasperado e informal de lo que le correspondería:
—¿Y qué pasa con tus estudios, Adriana?
Ella se mostró despreocupada:
—No va a suceder nada con mis estudios.
Su actitud no alentó al distinguido y joven invitado.
—Adriana, tengo pensado pasar una larga temporada aquí. Por supuesto que sucede mucho con tus estudios.
Debía reconocer que la información suscitó mi curiosidad.
Por su parte, ella se cruzó de brazos, muy molesta por lo que su hermano le decía. Sin duda porque este debía de albergar bastante razón.
—¿Acaso la señorita Adriana se está instruyendo en alguna materia? —preguntó Amalia Heredia con gran interés.
No para menos se mostraba partidaria de la educación de las mujeres desde muy temprana edad, y cuando escuchó la importancia que le estaba dando el señor Dennet a que su hermana no la descuidara, tuve claro que no solo estaba encantada con ambos, sino que iba a contribuir en lo que pudiera.
—Literatura inglesa —respondió la hermosa joven a mi amiga, y esta no pudo más que llevarse la mano a la boca tan emocionada como gratificada. Luego Adriana se dirigió a su hermano con gran intensidad—. No tengo por qué perder el ritmo académico solo por estar aquí contigo. En el fondo, lo que yo estudio es el idioma. Y un idioma siempre puede retomarse.
Su hermano le dedicó una mueca poco convencida. Lo que no esperé fue que Amalia se entrometiese con tanta efusividad.
Aunque quizás sí que podía intuirlo.
—No estoy de acuerdo con usted, señorita Adriana —expresó tajante—. Un idioma es mucho más que palabras o conceptos. Es una forma de ver el mundo, y más cuando se trata de literatura. —Me tomó entonces del brazo—. De eso sabemos mucho mi amiga Nía y yo. De hecho, estoy segura de que ella tiene más y mejores argumentos que yo para certificarlo, pues es una auténtica experta. —Previendo sus intenciones, la miré muy preocupada—. Con lo cual, no debería abandonar sus estudios ni un solo día de su vida, por muy agradables o tentadoras que sean las distracciones. Y con ello no quiero decir que usted deba negarle su compañía, don Ambrose —le indicó a él con resolución—. Precisamente la literatura es una materia a la que se le puede dedicar tiempo y entrega desde cualquier lugar. Por eso la animaría a quedarse siempre y cuando la provea de una buena institutriz, y creo que usted mismo ha deparado en que Nía es idónea para tal tarea.
No supe qué me dejó más atónita, si su discurso o que me incluyera al final.
Sabía que tramaba algo, pero ni en mis más descabellados planteamientos hubiera imaginado semejante enredo por su parte. Y eso que mi amiga podía llegar a ser verdaderamente problemática.
La cuestión es que se me cortó la respiración, y el señor Dennet también esbozó una mueca divertida de incredulidad. Larry Johansen y Jorge Loring quedaron simplemente sorprendidos por el descaro de Amalia Heredia.
—¿En serio? —se dirigió a mí la bella muchacha de ojos azules con gran ilusión—. ¿Ejercería como mi profesora particular de literatura? Así podría permanecer tranquilamente junto a mi hermano.
—Señorita Adriana —la reprendió el mayordomo por sus licencias.
—Yo no… —me interrumpí con cierto apuro y miré a Amalia con mucho reproche—. Yo no soy profesora.
—Pero adoras la literatura, sobre todo la inglesa —repuso la Heredia—, no conozco a nadie a quien se le dé mejor el análisis de textos y la reflexión de autores, y siempre has dicho que te encantaría dedicarte a la discusión de obras con fines didácticos.
La fulminé con la mirada.
Aquello era un condenado secreto, maldita sea.
Pero Dennet me contempló con notable provecho:
—¿Eso es cierto? ¿Estaría dispuesta a darle clases particulares a mi hermana?
En cuanto manifestó su aprobación, Adriana se mostró eufórica y el mayordomo Johansen alzó las cejas, como si no diera crédito a la actitud de su señor.
Por mi parte, la intensidad de aquellos topacios me resultó más de lo que podía soportar. Y me salió