Pensé en aquel momento que los relojes eran, y siempre serían, incapaces de registrar algo así.
Dennet se despidió de mí para acudir también al comedor con su hermana, y le indicó al señor Johansen que hablase con el cochero para que me acercase al Perchel.
Observé cómo su figura estilosa y enchaquetada del color de sus ojos me daba la espalda para desaparecer por uno de los pasillos de la enorme mansión.
Yo seguí al señor Johansen, el cual me presentó al conductor, el señor Salobre, quien atendió bien las instrucciones del mayordomo.
Luego nos despedimos y yo pude por fin disfrutar de algo de intimidad en el coche de caballos para reflexionar sobre todo lo que había experimentado aquella mañana.
Dediqué una mirada al libro que me habían prestado para esa semana y me pregunté si merecía tanta compensación por mis esfuerzos con aquella atolondrada pero increíblemente dulce señorita.
Medité, de hecho, si aquella primera lección realmente fue tan productiva.
Con una sonrisa concluí que sí.
Adriana sabía un poco más de William Shakespeare.
Y yo sabía un poco más del señor Dennet.
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