El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Inma Aguilera
Издательство: Bookwire
Серия: HQÑ
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788413485065
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      —Así es —habló Amalia de nuevo por mí. Jorge Loring arqueó una mueca, perplejo por sus insistencias para inmiscuirse—. Mi querida Nía es la mujer más inteligente que he conocido.

      Yo abrí mucho los ojos, turbada porque mi amiga hubiera expresado en público el hipocorístico por el que se refería a mí. Cosa que a Dennet no se le escapó en absoluto.

      Contuvo una risa que me originó un profundo sonrojo.

      Decidí escapar de aquella continua cadena de bochornos y aproveché la excusa del tema de conversación que habían iniciado:

      —Eso me recuerda que tengo pendiente echarle un ojo al pasaje que me mencionaste ayer de la novela que estás leyendo, Amalia.

      —Cierto —asintió ella—. La he dejado en una de las repisas de té, si mal no recuerdo.

      Aquello me salvó. Corrí a tomar asiento en los hermosos sillones forrados de rojo carmesí que descansaban junto a las majestuosas estanterías y agradecí el libro que Amalia me había facilitado. No era extraño que lo hubiese traído, pues en reuniones tan copiosas como aquella se hacía muy común que los invitados se proveyesen de sus propias distracciones. En nuestro caso, Amalia y yo numerosas veces traíamos las novelas que estuviéramos leyendo para comentarlas. Todo hay que decir que llamábamos la atención por los títulos escogidos, cuestión que no nos importaba en absoluto.

      Mientras los demás continuaban tomando el té o conversando, yo me dediqué a leer en soledad, disfrutando de dicha lectura o tratando de que esta me evadiera de muchas presencias que compartían aquel hermoso salón conmigo.

      Aunque una de ellas no pensaba permitírmelo:

      —¿Puedo saber qué lee?

      Dennet.

      Inspiré profundamente, colmándome de aire y de fastidio. Sin embargo, terminé mostrándole el libro.

      Ladeó una ceja con agrado:

      —Cumbres borrascosas. Es usted una romántica entonces.

      Me sorprendió que lo conociera, aunque no pude obviar su apreciación.

      —Prefiero otro tipo de lecturas, la verdad —expresé rotunda—. Pero Amalia dice que esta novela es distinta al romance clásico y quería comprobar hasta qué punto podía ser así.

      —Le aseguro que es uno de los más claros ejemplos de romance —comentó él sentándose en el apoyabrazos, de idéntico color a su traje, lo que invadió notablemente mi espacio personal—. Si se esfuerza por defender que hay en esta novela algún detalle para hacerle pensar que no es romance, le aseguro que es usted una romántica empedernida.

      Debía reconocer que me exasperó.

      —¿Por dónde empezar? —Negué lentamente con la cabeza—. Primero, ¿acaso ha leído este libro como para poder hablar sobre él con tanta propiedad?

      —Lo he leído, sí —asintió con arrogancia.

      —Salió publicado el año pasado —repliqué yo extrañada.

      —Eso no debería ser un problema. ¿Segundo?

      Lo miré perpleja. No podía creer su atrevimiento.

      —Segundo —recalqué la palabra, ya que él se había molestado en hacerlo—, yo no soy una lectora de romance. Ya no. Veo más interesantes las novelas que se vuelquen con cualquier otro género.

      Dennet sonrió con actitud pícara:

      —Es complicado que una novela no contenga romance entre sus páginas como uno de los temas principales.

      —Pero las hay —repuse molesta—. Y son precisamente esas las que encuentro algo especial y diferente. Como la que estoy leyendo ahora, Frankenstein.

      —Oh. —Se irguió él cruzándose de brazos—. De Mary Shelley.

      Me dejó sin palabras.

      —¿La conoce?

      —Es una de mis novelas favoritas, claro.

      No pude más que ser completamente sincera:

      —Cuesta creerlo. Si ya es poco frecuente encontrar a alguien que sea asiduo a la lectura, aún más lo es que considere interesante la ficción científica.

      —¿Ficción científica? —se sonrió por el término. Y podía entenderlo, pues era bastante reciente. Aunque no esperé que añadiera la siguiente sentencia—: Qué puedo decir. Si hay algo más interesante que la ficción, eso es añadirle un toque de ciencia.

      Por alguna razón, su forma de expresarlo me provocó una palpitación extraña.

      Nos mantuvimos la mirada largo rato hasta que terminé por soltar aquello que llevaba tanto tiempo conteniendo:

      —¿Por qué me mintió haciéndose pasar por su propio criado?

      Lejos de cohibirse o mostrarse apurado, pareció deseoso de contestarme. Como si hubiese estado esperando a que se lo preguntara.

      —No quería que su primera impresión sobre mi persona confirmara la supuesta excentricidad de la que se le había informado. —Se inclinó hacia mí buscando discreción—. Debe usted reconocer que nuestro primer encuentro da bastante para la anécdota. Aunque intuyo que no lo ha compartido ni siquiera con su más preciada amiga.

      —No quisiera destrozar tan pronto la buena imagen que tiene sobre usted —respondí cortante—. Así que supongo que estamos en la misma tesitura —añadí acalorada para su deleite—. Y permita que le informe de que sus propósitos fueron un completo fracaso. No solo ha confirmado su supuesta excentricidad, sino que, para mí, usted, sin ayuda de nadie, se ha añadido un valor de embustero muy difícil de enmendar.

      Dennet me contempló con la cabeza gacha, como si entendiera bien lo que le estaba diciendo. Sin embargo, terminó por defenderse:

      —Siempre puedo intentarlo.

      Me resultó muy arrogante, como siempre. Así que cerré el volumen de golpe y me lo coloqué bajo el brazo a la vez que me levantaba. Con mi gesto de dirigirme hacia la entrada, pretendí dar la conversación por concluida, pero descubrí con enojo que el heredero americano había decidido seguirme ante todas las curiosas y envidiosas miradas.

      Pese a sentirnos tan observados, la amplitud de la estancia concedía a nuestro diálogo gran privacidad. Algo que me alentó cuando se le ocurrió volver a hablarme.

      —Doña Amalia Heredia se refiere a usted por «Nía». Es muy tierno. ¿Puedo llamarla yo así?

      —Rotundamente no. —Ni siquiera necesité pensarlo. Lo que le resultó más divertido de lo que por supuesto pretendí—. Para usted soy la señorita Cobalto y usted es para mí Dennet.

      —¿Ni siquiera señor? —cuestionó burlón, arqueando sus perfiladas cejas.

      Dilaté las aletas de la nariz. No pensaba amilanarme:

      —Cuando me demuestre que es un caballero, me referiré a usted como tal.

      —En ese caso yo la llamaré Nía, hasta que usted me demuestre que no es tan bonita como yo la veo.

      Tuve que detenerme.

      Y le contemplé en silencio, incapaz de replicar.

      Consiguió sonrojarme.

      Agradecí que entonces sonara el timbre de la puerta anunciando la llegada de otro invitado, pese a que en principio nos hallábamos en la vivienda todos los previstos.

      Sencillamente, fue alguien inesperado.

      —¡Hermanito!

      Una chica elegantemente vestida de rosa pastel y de largo cabello oscuro y rizado irrumpió en la estancia tirándose a los brazos de Dennet. Me di cuenta de que esta llevaba un guante de encaje blanco en la mano derecha.

      —Adriana