Igual que Nietzsche, pero en términos bien distintos, y con miras sociales de mucho mayor alcance, Helene von Druskowitz somete a juicio la cultura occidental en su versión final, alcanzada en el siglo XIX, con el triunfo de la burguesía. Y la medida del juicio la encuentra en la comparación entre la situación masculina y femenina que la lleva a condenar el curso entero seguido por nuestra civilización35, la cual ha estado guiada exclusivamente por los varones y los (contra)valores que ellos representan.
El opúsculo se abre con un motto en el que aparece la imagen de un anciano que evoca la sabiduría de la edad y que ha recibido la impronta de la «experiencia vital», por lo que puede dar un testimonio verdadero del mundo; se trata de alguien que tiene tras de sí la lucha por la vida, por el reconocimiento, por el amor, por el dinero, y que, al encontrarse al margen de dicha competencia vital, puede lanzar una mirada carente de prejuicios hacia la vida e informar sin tapujos de su verdadera realidad. El pensamiento del anciano representa el verdadero conocimiento, que se alza por encima de la ciencia y de la filosofía. Es alguien que reconoce la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza y el poder supremo de la misma; y también que el ser humano se encuentra sometido a tal poder: ha aceptado, en suma, el proceso natural y hace lo posible por amoldarse a él.
Luego aparece un segundo motto en el que se recomienda leer esta obra como el que admira el valle de Chamonix o el glaciar del Ródano. Como vemos, también se hace referencia en él a la naturaleza, frente a la cual el ser humano se siente pequeño y perecedero. Evoca el paradigma de una naturaleza potente, estética, eterna y verdadera, frente a la cual la cultura es un simple producto humano. Ella es lo que no cambia, lo inequívoco, algo dado, sobre lo cual no cabe duda alguna. Ningún acto intelectual del hombre puede superarla. Se da a entender, por tanto, que el texto debe ser interpretado como naturaleza y debe ser apreciado y admirado como ella: ambos permiten experimentar la verdad y belleza eternas. Es notoria aquí la influencia de Shelley y de su poema Mont Blanc (1816), en el que la grandiosidad de las montañas evoca al poeta británico, con acento melancólico, la muerte y el vacío:
Todavía relumbra Mont Blanc en la distancia,
afirmando en la tierra su imperial fortaleza
y majestad: luz múltiple, múltiple resonancia;
y mucha muerte y vida dentro de su belleza.
En la penumbra quieta de las noches sin luna,
o en el fulgor absorto del día, cae la nieve
sobre la excelsa cumbre: su soledad ninguna
presencia humana rompe, ni su silencio leve. […]
Te anima ¡oh cumbre sola!, la Fuerza, la escondida
fuerza del universo, que el alma humana llena,
y que a su ley eterna mantiene sometida
la anchura de los cielos que en el silencio suena.
Mas ¿dónde tu ribera, tu porvenir en dónde;
y en el mar y las rocas y las altas estrellas,
si tras el sueño humano la soledad no esconde
más que un rumor vacío y un desierto sin huellas?36
Adentrándonos ya en las páginas del ensayo, hay que decir que el acerbo pesimismo del que hace gala Druskowitz a lo largo de él no es nuevo en el ámbito femenino, pues la corriente pesimista contó con mujeres destacadas, como Agnes Taubert (1844-1877), Alma Lorenz (1854-1931) —ambas sucesivas esposas de Eduard von Hartmann— y Olga Plümacher (1839-1895); lo interesante es que en el escrito de Druskowitz los postulados pesimistas están unidos a una metafísica feminista original que no aparece en los escritos de las otras adalides del movimiento.
En este escrito, como ha señalado A. Gudrun, Druskowitz primero desarrolla la lógica metafísica de su argumentación, tratando de encontrar una vía intermedia entre el teísmo y el materialismo, en el marco de una metafísica dualista de corte neoplatónico, e incluso gnóstico-teosófico, con acentos budistas o taoístas37. Plantea la existencia de una «esfera superior» originaria, de tipo espiritual, de la que apenas podemos formarnos noción alguna, porque para hacernos cualquier concepto sobre la misma tenemos que remitirnos a una vía especulativa que recuerda, por su brumosa descripción, a la de la unidad originaria divina que hace Philipp Mainländer en la Filosofía de la redención (1876)38; en cualquier caso, dicha «esfera superior» supone un ideal de perfección al que tiende el ser humano, aunque le resulte inalcanzable, y no puede identificarse en absoluto con el Dios del teísmo, que solo ha ofrecido una representación antropocéntrica y masculina de la deidad.
Siguiendo a Feuerbach, Druskowitz considera que, efectivamente, el secreto de la teología está en la antropología, pero en la antropología masculina: es el hombre quien ha creado un Dios violento y airado, hecho a su imagen y semejanza, por lo que la imagen de la divinidad (al menos en su versión en las religiones monoteístas) se basa en una mentira indigna: Dios, tal como ha venido siendo concebido, no es más que un malvado perillán que merecería millones de veces ser sometido al infierno y al tormento al que tiene condenados a sus súbditos. Pero Druskowitz también rechaza la posibilidad de interpretar la realidad de forma materialista o cientificista, porque esta interpretación se basa, a su entender, en una apreciación optimista de la materia y la sociedad que carecen de justificación, ya que ambas realidades, material y social, son pésimas, especialmente para las mujeres.
La esfera superior es, al mismo tiempo, el motor del desarrollo y el fundamento del conocimiento de la miseria del mundo39, porque materia y sociedad solo pueden apreciarse en su sombrío valor desde el punto de vista de un pesimismo cultural: la perfección absoluta le corresponde únicamente a la «esfera superior», mientras que, en el ámbito de la naturaleza material, de la historia y de la cultura, es donde el varón ha impuesto sus condiciones, conduciendo ambas a la corrupción más abyecta.
Solo la crítica del varón permite, por consiguiente, un verdadero esclarecimiento del mundo. Druskowitz considera que, aunque Schopenhauer ha entendido que la violencia y el sufrimiento son las principales características de la tragicomedia cósmica, ha mirado para otro lado, buscando una huida en la estética y el misticismo, además de mantener una posición misógina, incapaz de entender el particular sufrimiento femenino. La filosofía de Nietzsche, por su parte, basada en el infame concepto de la voluntad de poder, «ha adulado esa mala tendencia de la manera más condenable y necia»40.
Para Druskowitz no existe la especie humana, sino que hay dos especies: la masculina y la femenina, y la primera ha corrompido el apelativo «humano» dominando a las mujeres, cuyo origen era distinto, pues provenían del mar (la autora no aclara de un modo preciso de dónde extrae esta afirmación, de tintes mitológicos). Son los hombres los que, llevados por su horrible voluntad de poder, han hecho de este mundo, que podría haberse elevado paulatinamente a la perfección de la «esfera superior», un mundo feo, torpe e inviable, sometiéndolo a ira y fuego. «El “pesimismo” de Druskowitz respecto del mundo material nace precisamente del dominio masculino sobre el mismo»41: la brutalidad que el varón pone de manifiesto en su conducta no le permite colaborar en la transformación del mundo, ni ayuda a mejorarlo. Druskowitz critica una cultura en la que el arte, la ciencia, la política, la teoría de la evolución, el trato con la naturaleza y los animales y entre hombres y mujeres están teñidos de despotismo y de equívocos machistas. Todo ello contribuye, inevitablemente, a asegurar el pesimismo como la dirección filosófica adecuada, y al filósofo pesimista como el único que se encuentra en el camino que conduce a la verdad y la redención.
Esta situación de opresión y violencia únicamente podrá remediarse si se acaba con la promiscuidad entre hombres y mujeres y las mujeres se organizan en forma de una especie de «caballería» o «sacerdocio» femenino42. Es necesario retornar a la segregación sexual que había en las civilizaciones antiguas y orientales, pero bajo un gobierno de las mujeres. La humanidad deberá dividirse en dos «ciudades», la de las hembras y la de los varones,