¿Qué Marx es el que deberíamos poner en diálogo con la economía? Tenemos, sin duda, la propia obra de Marx. Aunque ahí comienzan ya las dificultades.
La obra de Marx, en la que trabajó la mayor parte de su vida, es El capital (Crítica de la economía política). Por sí misma, tiene ya el inconveniente de no estar acabada. De ella contamos, en vida de Marx, con dos ediciones alemanas (1867, 1872) y una francesa (1872-1875), pero sólo del Libro I. Los otros tres libros que Marx tenía previstos son, como se sabe, un conjunto de borradores a medio terminar o medio empezar. Todo esto no ha facilitado las cosas. Por otra parte, contamos con otra obra monumental de Marx que en 1858 estaba, en cambio, casi terminada: los famosos Grundrisse [Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1857-1858]. Pero, por algún motivo, precisamente cuando podría haber sido rematada para su publicación, Marx decide reelaborar y publicar dos escuálidos capítulos (Para la crítica de la economía política, 1859), guardar en un cajón todo lo demás y volver a empezar desde el principio, parece obvio que no para escribir la misma obra, sino para escribir otra que él debió de considerar en algún momento distinta o incompatible con la anterior[3]. Esto tampoco ha facilitado las cosas. Marx decide no publicar lo que termina y lo que decide publicar no lo termina, porque se muere por el camino. Una anécdota que citaba Martin Nicolaus puede contribuir a formar una rápida idea sobre este tipo de dificultad con el que nos encontramos frente a la obra de Marx: «Se dice que tres años antes de su muerte, al ser interrogado acerca de la eventual publicación de sus obras completas, respondió secamente: “Primero habría que escribirlas”. Por ese entonces Marx consideraba a la mayoría de sus primeras obras –obras que tanto entusiasmo han suscitado en los intérpretes contemporáneos– con un escepticismo que lindaba con el rechazo. Y hacia el final de su vida tenía una dolorosa conciencia de que los trabajos que había presentado o estaba a punto de presentar en público eran tan sólo fragmentos»[4].
Con esto sólo queremos decir que el asunto de ponerse de acuerdo sobre el sentido de la intervención teórica de Marx era, incluso en el interior de la tradición marxista que dedicó décadas –cuando las dedicó– a una lectura concienzuda, algo que se enfrentaba a dificultades de principio muy graves. Tanto más cuanto que el destino de esta lectura estaba constantemente ligado a cuestiones políticas de la máxima gravedad y trascendencia, de tal modo que, antes de que se comprobara o se estudiara si Marx decía una cosa u otra, casi siempre estaba ya decidido lo que tenía que decir. La lectura de Marx se desplegó en la arena política mucho más que en el terreno de la economía convencional y, de ahí, fue desplazándose hacia el cajón de sastre de la filosofía, hasta que, finalmente, la derrota política de las tradiciones comunistas acabó por arrinconar la cuestión –a partir de la década de los ochenta– en algo así como las facultades de Filosofía e Historia, normalmente en forma de cuatro lugares comunes estereotipados, por completo alejados de toda seriedad y, por supuesto, de toda verdad. Sólo recientemente se empieza a intentar poner remedio a esta vergüenza académica (la obra de Michael Heinrich La ciencia del valor ha tenido en Alemania, por ejemplo, una gran importancia). Pero respecto a la tarea de hacer regresar la lectura de Marx al lugar que debería corresponderle de forma más inmediata y natural, el de la economía heredera de aquella con la que él discutió, las dificultades parecen casi insalvables, como si, en este caso, se estuviera jugando con fuego. Como decíamos, la economía no se ocupa de Marx; y la hipótesis que hemos introducido bajo el rótulo «Marx como el Galileo de la historia» (y el hecho de que la cosa se ventilara en la arena de la economía) no tiene, allí, la más mínima posibilidad de ser ni tan siquiera tomada en consideración. Tan sólo admitir que pudiera tener sentido sería como aceptar poner en tela de juicio, desde su misma base, toda la urdimbre con la que se teje una ciencia que, aunque en realidad no lo sea, sí pretende serlo, o por lo menos pretende estar muy cerca de ello. La metáfora en cuestión nos obligaría a imaginar una situación paralela a una especie de alquimia pretenciosa e institucionalizada que tuviera que replantearse si no habría hecho mal en haber dejado de lado, desde el primer momento, a Lavoisier, Gassendi o Galileo.
Por otra parte, levantar la más mínima duda al respecto supondría plantear demasiado abiertamente la cuestión del papel ideológico y legitimador que la economía cumple respecto al sistema de producción que pretende estudiar. Pues es notorio que Marx, al mismo tiempo que un estudioso «desinteresado» de las leyes de la sociedad capitalista, era, además, comunista. Y si bien es cierto que, en un sentido, las dos cosas no tienen nada que ver, pues la verdad o falsedad no se deciden políticamente, en otro sentido sí tienen mucho que ver, pues hay verdades que, una vez que salen a la luz, interpelan muy eficazmente a la moral y la política. El problema es que, si Marx hubiera logrado en su obra aislar realmente lo que pretendía aislar –«la ley fundamental de la sociedad moderna»[5]–, es decir, si tuviera razón o parte de razón (lo que hay que decidir con criterios internos a la comunidad científica y no políticamente), sería incluso moralmente insensato no ser, como fue él, comunista. Si los matemáticos hubieran descubierto algún día que el cuadrado de la hipotenusa no lograba ser la suma del cuadrado de los catetos más que a fuerza de hipotecar la vida de la mayor parte de la población mundial, de tal modo que al deducir el teorema de Pitágoras salpicara la sangre en las pizarras, el teorema en cuestión seguiría siendo verdadero o falso en virtud de criterios puramente matemáticos y no políticos, pero los matemáticos tendrían, sin duda, inclinaciones subversivas frente al orden de los triángulos rectángulos. Los matemáticos no se enfrentan a este tipo de problemas. Pero la más mínima penetración científica en el «continente de lo histórico» se ve en seguida envuelta en ellos. De ahí que los errores en economía hayan sido y sean mucho más tenaces y mucho más impermeables a la dilucidación científica desinteresada. En los prólogos y epílogos a El capital, Marx expresaba ya el problema con mucha contundencia:
En el dominio de la economía política, la investigación científica libre no solamente enfrenta al mismo enemigo que en todos los demás campos. La naturaleza peculiar de su objeto convoca a la lid contra ella a las más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano: las furias del interés privado. La Alta Iglesia de Inglaterra, por ejemplo, antes perdonará el ataque a treinta y ocho de sus treinta y nueve artículos de fe que a un treintainueveavo de sus ingresos[6].
Las campanas tocaban a muerto para la economía burguesa científica. Ya no se trataba de si este o aquel teorema era verdadero, sino de si al capital le resultaba útil o perjudicial, cómodo o incómodo, de si contravenía o no las ordenanzas policiales. Los espadachines a sueldo sustituyeron a la investigación desinteresada, y la mala conciencia y las ruines intenciones de la apologética ocuparon el sitial de la investigación científica sin prejuicios[7].
Así las cosas, la economía no se ocupa de Marx. Hasta finales de la década de los setenta, mientras los estudios de economía todavía gozaban de una cierta sensatez keynesiana, uno de los manuales más clásicos de las licenciaturas fue el libro de Samuelson (premio Nobel, 1970), el cual, en su versión de 1989, tenía todavía capítulos que hoy día –cuando el radicalismo neoliberal ha dejado al keynesianismo moderado en la extrema izquierda– serían considerados casi subversivos. Sin embargo, el parágrafo que Samuelson dedicaba a la obra «económica» de Marx constaba de cuatro párrafos, que citamos a continuación:
La economía de Marx comienza con la