Pero, en fin, la (en este aspecto) lamentable historia del marxismo es la mejor prueba de lo que estamos diciendo. Poniendo a Marx por encima de toda la comunidad científica, la tradición marxista no hizo sino convertirlo en un ideólogo como cualquier otro. No podía ser de otra forma: sólo en el interior de la comunidad científica es posible mirar por encima del hombro a lo ideológico. La ciencia no consiste en otra cosa que en desmarcarse constantemente del tejido ideológico en el que se desenvuelve la conciencia vulgar, nadando entre evidencias vacías, mitos, lugares comunes y doctrinas interesadas. Si se pretende haber colocado una escalera para ver a la ciencia desde arriba, tarde o temprano acaba por descubrirse que con esa escalera sólo se podía bajar hacia los sótanos. El único lugar, fuera de la ciencia, desde el que es posible contemplar sus construcciones científicas es el del tejido ideológico del que la propia ciencia consiste en desmarcarse constantemente. Más allá de la ciencia no encontramos sino el punto de partida de la ciencia. Una verdad más verdadera que la verdad es, con toda seguridad, un error.
Así pues, dos siglos de desatinos nos han escarmentado ya bastante en la tradición marxista. O Marx es, en algún sentido, un científico normal, o es sencillamente un ideólogo en el peor sentido de la palabra. Otra cosa muy distinta es, por supuesto, que ser un «científico normal» en determinados campos y ocasiones pueda ser políticamente muy anormal o subversivo. Podrían contárselo a Giordano Bruno, a Miguel Servet o al propio Galileo. La ciencia no siempre es un invitado políticamente inocuo. Y es muy de esperar que en el terreno en el que la ciencia se ocupa de cuestiones sociales o políticas (o económicas) el problema se agrave especialmente. Pero ya comentábamos antes que si por algún motivo los triángulos rectángulos consistieran en una injusticia social, quizá los matemáticos encabezarían una revolución contra cualquier orden político constituido por el teorema de Pitágoras, pero que eso no significaría en absoluto que el teorema tuviera que empezar a demostrarse según metodologías científicas menos normales.
El elogio con el que comienza el capítulo de Schumpeter consiste –al contrario de lo que tantas veces hizo la tradición marxista, al «elevarlo» por encima de la ciencia «burguesa»– en insertarlo en el corazón mismo de las discusiones económicas de su época, de las que, según nos dice, a Marx no se le escapaba nada. Marx aparece como un «trabajador infatigable», un erudito que lo conocía todo en su época y que fue capaz de llegar al fondo de todas las cuestiones abiertas por la economía de su tiempo.
Sin embargo, Schumpeter nos informa a renglón seguido de que Marx comete un error fatal, nada más ni nada menos que al dar el primer paso: se apunta a la teoría del valor-trabajo heredada de Ricardo (la «teoría laboral del valor», o, como la llamaremos en adelante, sencillamente la «teoría del valor»), y, al hacerlo, comienza por la peor de las opciones que tenía a la mano.
Si nos fijamos en las últimas líneas del texto que citábamos de Schumpeter, podemos entender ya el diagnóstico tan peculiar que este economista hace de la obra de Marx en general. Marx construye «una teoría que por su naturaleza y objetivo era verdaderamente científica»[14], pero la construye no sólo «a pesar de sí mismo», sino, al parecer, contra su propio punto de partida teórico: la teoría del valor-trabajo. Es como si toda su obra consistiera en un intento de compensar un monumental error inicial.
Como vamos a comprobar largamente en este libro, Schumpeter no se equivoca al centrar la atención en este punto. El punto nodal de las discusiones más importantes en torno a la interpretación de El capital pasan de un modo u otro por aclarar el sentido o el estatus que tiene en Marx la teoría del valor expuesta en la Sección 1.ª del Libro I.
Comencemos por llamar la atención sobre un punto que quizá ahora nos resulte todavía trivial, pero que terminará alcanzando gran importancia en el transcurso de nuestra argumentación. Schumpeter considera la teoría del valor de Ricardo y la de Marx absolutamente idénticas. Esa teoría compartida consistiría en sostener que el valor de una mercancía es proporcional a la cantidad de trabajo invertido en su producción y que ese valor es lo que determina que, en el mercado, las mercancías se vendan siempre a un precio u otro.
Ciertamente, Schumpeter admite que entre Ricardo y Marx «pueden observarse grandes diferencias en lo que se refiere a las expresiones, al método de deducción y a las implicaciones sociológicas; pero por lo que respecta a la tesis en sí –que es lo único que interesa al teórico de hoy–, ninguna diferencia existe» entre ambos pensadores[15]. Ahora bien, el propio Schumpeter reconoce que eso a lo que él se refiere como «lo único que interesa al teórico de hoy», al parecer, no es, ni mucho menos, lo único que le interesaba al propio Marx. A este respecto, nos dice que Marx «padeció la misma ilusión que Aristóteles», a saber, la de pensar el valor como algo «que se diferencia de los precios y que existe independientemente de los mismos y de las relaciones de cambio»[16], o sea, la «ilusión» de pensar que podía ocuparse de la naturaleza del valor con independencia de la cuestión de los precios relativos de las mercancías; o, lo que es lo mismo, la ilusión de creer que podía aislar algún tipo de «sustancia» bien definida de la que pudiera decirse que es el valor de las mercancías incluso si el mercado, de hecho, no pareciera «homologarlo» en su sistema de precios. Y, en efecto, es verdad que en el corazón de la intrincada Sección 1.ª, nos topamos con una discusión de altos vuelos con Aristóteles.
Sin embargo, Schumpeter considera que todo esto no es más que una «ensoñación metafísica», enteramente ajena a la economía como ciencia «positiva», y que, por lo tanto, no hay por qué tomar en consideración. Así pues, para Schumpeter parece no caber duda de que, desde el punto de vista, digamos, «técnico» (es decir, desde el único punto de vista que puede