Ahora bien, la discusión científica de fondo no fue por estos derroteros. Es enteramente cierto que con Galileo nacen las modernas ciencias experimentales y que lo hacen contra el saber libresco medieval y los formulismos conceptuales escolásticos. Pero lo curioso del caso es que lo hacen de un modo opuesto al que se tiende a imaginar. En las discusiones en las que realmente se ve envuelto Galileo, sus oponentes «aristotélicos» aparecen más bien como los defensores de la experiencia y a Galileo se le acusa desde un nominalismo ockhamista, que no está dispuesto a «multiplicar las entidades sin necesidad» y, desde el cual, Galileo aparece como un reaccionario platónico empeñado en someter la libertad de los hechos a un mundo inteligible escrito con caracteres matemáticos. En palabras de Martínez Marzoa, «el reproche que constantemente se le hace a Galileo es precisamente el de no atenerse a los hechos concretos, sino anteponerles cierto tipo de exigencias del entendimiento teórico; parece como si después de que el nominalismo ha destruido la “esencia” en el viejo sentido, Galileo estableciese una nueva “esencia” que, como ley del entendimiento, está (como la idea de Platón) de antemano presente como exigencia con la que el entendimiento acoge los datos»[47].
En primer lugar, es preciso reparar en que el verdadero campo de batalla de la polémica sobre el heliocentrismo no se localizó tanto en los cielos, como a ras de tierra, en el marco de la mecánica física. En principio, se trataba de optar entre dos sistemas astronómicos, el ptolemaico y el copernicano; pero el caso era que, para hacer una defensa seria de la hipótesis de Copérnico, era necesario replantear todo el asunto de las leyes del movimiento, como, por ejemplo, la caída de los graves. Si la Tierra se moviera en torno al Sol, a una velocidad vertiginosa, una piedra que se dejara caer desde lo alto de una torre nunca caería al pie de ésta, sino a cierta distancia más allá, ya que, en el tiempo en que tardara en caer, el suelo y la torre se habrían movido de su sitio original, siguiendo el viaje del planeta alrededor del Sol.
La ley de la inercia es formulada «clara y distintamente», por primera vez, por Descartes. Pero Newton se la atribuye por entero a Galileo, quien, realmente, dejó todos los hilos atados para su formulación. «Un cuerpo abandonado a sí mismo persiste en su estado de inmovilidad o de movimiento hasta que algo modifica ese estado[48].» La respuesta a las objeciones «aristotélicas» al heliocentrismo dependía enteramente del planteamiento de esta ley. Es decir, para saber si Copérnico tenía o no razón, lo primordial era decidir si una bola que rodara por un plano en el vacío seguiría rodando indefinidamente. Aquí será donde se centrará la polémica y lo curioso es que, en ese terreno, era la experiencia misma la que jugaba en contra de la futura ciencia experimental. «Contrariamente a lo que suele afirmarse, la ley de la inercia no tiene su origen en la experiencia del sentido común, y no es ni una generalización de esta experiencia ni tampoco su idealización[49].»
1.3.2 Las raíces socráticas del método de Galileo
En el terreno de los hechos desnudos, cualquier bola que lancemos por un plano va perdiendo velocidad hasta acabar por detenerse. Esto es lo único que, en efecto, es posible observar. Galileo no tiene aquí posibilidad alguna de convocar en su apoyo a la experiencia; más bien, parece dejarla por completo de lado. Lo que hace es, más bien, un ejercicio enteramente platónico, mediante una especie de diálogo socrático. Él ha hablado de una bola que rueda. Ahora bien, ¿qué es una bola?, ¿qué es rodar? Lo primero ha de ser, en todo caso, clarificar (o, en su caso, construir) los conceptos con los que se va a trabajar.
En efecto, ésta es la táctica que Sócrates sigue siempre, impertinentemente, con sus interlocutores. Cuando alguien comienza un prometedor discurso sobre cómo ruedan las bolas o sobre si conviene dejarlas rodar o no, Sócrates interrumpe a su interlocutor con una pregunta desconcertantemente idiota: antes de saber tantas cosas sobre las bolas, él quiere saber qué es una bola. Menón, por ejemplo, va a hablar sobre si la virtud es enseñable o no lo es. Pero Sócrates le interrumpe porque no entiende la palabra «virtud». «¡Hasta un niño sabe lo que es la virtud!», exclama Menón. Sin embargo, Sócrates insiste en ser más ignorante que un niño: no tiene sentido hablar sobre si la virtud es o no enseñable, si no estamos seguros de qué es eso a lo que estamos llamando virtud.
En efecto, lo primero es no dar sin más por sentado que se entienden perfectamente los conceptos que se ponen en operación. Aunque se trate de conceptos que, en principio, parecería que todo el mundo entiende sin dificultad (o, quizá, precisamente por eso) es en esta, digamos, «fijación» de los conceptos donde a menudo nos llevamos las mayores sorpresas. Si atendemos a lo que la bola tiene de bola tenemos que pensar en una esfera perfecta y si atendemos a lo que es rodar tenemos que concebir esa esfera desplazándose por un plano tangente. Pero una esfera no toca a un plano tangente más que en un único punto que, geométricamente, no tiene dimensiones, lo que nos obliga a afirmar que no puede haber ningún rozamiento con el plano. Por otra parte, rodar no es chocar. No decimos que la bola rueda al chocar con un muro de hormigón. Pero en nada cambiaría la cosa si el muro fuera de ladrillos. ¿Y si fuera de arena? ¿O de paja? Como se sabe, Sócrates era muy dado a enredar los diálogos introduciendo este tipo de tonterías. Pero lo importante, para él, era que no le cambiaran de tema: si hablamos de rodar, hablamos de rodar; si de chocar, de chocar. Si el muro en cuestión fuera más liviano aún que la paja, si no fuera más que un muro de aire, de todos modos estaríamos hablando de chocar y no de rodar. Si hablamos de lo que hablamos, es necesario, pues, suponer que la bola se desplaza en el vacío. Y, en esas condiciones, todos los interlocutores de Sócrates, desde el esclavo de Menón hasta el malhumorado Calicles, se verían obligados a exclamar: «Por Zeus, Sócrates, que, por lo que hemos dicho antes, parece que la bola tendrá que seguir rodando indefinidamente».
Galileo, en la segunda jornada de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, procede de un modo muy semejante. Si una bola se deja caer por un plano inclinado, irá acelerándose progresivamente. Si se lanza arriba por un plano ascendente, la bola irá desacelerándose progresivamente. ¿Qué ocurrirá, se le pregunta al aristotélico Simplicio, si el plano no es ascendente ni descendente? Simplicio no tiene más remedio que asentir: la bola ni se acelerará ni se desacelerará, por lo que –siempre que hablemos de lo que estamos hablando, es decir, siempre que la bola sea una verdadera bola y el plano un verdadero plano y el rodar un verdadero rodar– su movimiento permanecerá eternamente igual («siempre que el móvil estuviera hecho de una materia capaz de durar», agrega Simplicio).
Lo que más llama la atención en la lectura de esta segunda jornada es que es Galileo quien se niega en todo momento a recurrir a la experiencia. Galileo no parte de las bolas reales ni se dedica en primer lugar a medir sus desplazamientos, calcular sus velocidades, etc. De hecho, Galileo parte de un concepto de bola físicamente imposible: no hay ni puede haber ninguna bola real que toque sobre ningún plano real en un solo punto (de modo que el rozamiento fuese cero). Tampoco era físicamente posible (en el «mundo de la experiencia» a disposición de Galileo) que una bola rodase sin encontrar ninguna resistencia en el medio. Resulta, pues, evidente que el punto de partida de Galileo no pasa por intentar describir los movimientos observables de las cosas: las bolas empíricamente observables se paran siempre. Y el hecho es siempre, sin que Galileo pueda jamás aducir ningún ejemplo en contra. Lo peculiar del modo de proceder de Galileo es que en absoluto pretende aducir ningún ejemplo empíricamente