Es decir, Marx concibió correctamente que el fenómeno de las crisis económicas había que entenderlo desde una teoría del carácter cíclico de la producción capitalista. Incluso llegó a esbozar, en los borradores del Libro III, la teoría de unas oscilaciones más amplias, que acompañarían a los ciclos económicos en forma de ondas ascendentes y descendentes de larga duración, anticipándose, de ese modo, a la obra de Kondratieff.
Schumpeter señala todavía que la confianza de Marx en que las propias leyes de la evolución capitalista harían reventar en un estallido final a la sociedad capitalista (cosa que, en realidad, es muy discutible que Marx sostuviera realmente, tal como comprobaremos nosotros más adelante) supone otro ejemplo de cómo «la combinación de un non sequitur con una visión profunda» permite llegar a conclusiones acertadas. Pues Schumpeter también cree que la evolución capitalista destruirá la sociedad capitalista[43], aunque no por los mismos motivos que Marx.
«En el tribunal que juzga la técnica teórica, el veredicto tiene que ser adverso a Marx[44].» Esta conclusión final que dicta Schumpeter es, sin embargo, acompañada de dos tipos de atenuantes. Por algún motivo, el conglomerado de errores que Marx pretende hacer pasar por su teoría es, normalmente, capaz de ver más lejos y con mayor agudeza que todos los economistas de su época. Pero, sobre todo, y esto es de la máxima importancia, Marx ha sido, según Schumpeter, el primer economista que ha pretendido proporcionar a la economía un método y un desarrollo sistemático, es decir, un estatuto verdaderamente científico. «Así, el autor de tantas concepciones falsas fue también el primero en vislumbrar lo que aún en la actualidad sigue siendo la teoría económica del futuro, para la cual estamos acumulando, lenta y laboriosamente, piedra y mortero, hechos estadísticos y ecuaciones funcionales[45].»
Se presupone, por tanto, que lo que hay que hacer es lo que Marx pretendió hacer; sólo que, para llevarlo a buen término, será preciso, primero, acumular «lenta y laboriosamente» «piedra y mortero», es decir, un material empírico suficiente. La economía, se nos ha dicho, es una «ciencia positiva» que trata de «describir o explicar procesos reales». Nada parece más natural que comenzar, pues, por acumular experiencias y ordenarlas mediante «ecuaciones funcionales» que permitan manejarlas.
Como hemos visto, Marx ha hecho, al parecer, todo lo contrario. Ha sentado un presupuesto metafísico, en el que ha invertido años de trabajo y toda la Sección 1.ª de El capital, y se ha puesto a deducir a partir de él. Seguidamente, ha desarrollado una «teoría insostenible» para, luego, ir asentando sobre ella una «teoría artificiosa». Este «artificio» da sus resultados, sin embargo: las conclusiones de Marx suelen ser correctas, algunas incluso de sentido común para la economía actual, otras son calificadas de geniales, profundas y penetrantes. Habiendo partido de una premisa desencaminada y puramente metafísica, cada uno de estos aciertos se explica, curiosamente, en virtud de fallos en la deducción. Mil errores subsiguientes acaban por compensar el error inicial de haberse aventurado por la «senda perdida» de la teoría del valor. Los aciertos de Marx «no se siguen» de la premisa inicial. En realidad, Marx deduce mucho menos de lo que parece que deduce, o, cuando deduce, deduce mal. Lo que pasa es que ese «trabajador infatigable», mientras tanto, no ha parado de observar minuciosamente los hechos patentes de la realidad económica. Los ha observado con más paciencia y con más sentido que el resto de sus contemporáneos, y Marx nunca tiene reparo, por lo visto, en liberarse de la «servidumbre de su sistema» para acomodarse a sus penetrantes observaciones.
1.3 Observación y teoría. El lugar de la teoría del valor en la arquitectura de El capital
1.3.1 Sobre el juicio a Galileo
La primera línea de El capital dice que en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista «la riqueza aparece como una inmensa acumulación de mercancías»[46]. Esto parece una constatación de hecho. Pero, a renglón seguido, los dos centenares de páginas de la Sección 1.ª se ocupan de desarrollar la teoría del valor, introduciendo su investigación en un tinglado «metafísico» nada habitual en las ciencias positivas.
Así pues, Marx ha ido de la teoría a la observación y no de la observación a la teoría, como parece natural. Sin embargo, la cosa no tiene nada de natural. Si esta alegación fuera definitiva, Francis Bacon debería haber sido, en lugar de Galileo, el padre de la física moderna. De hecho, es sorprendente constatar que el hilo conductor más básico de la argumentación de Schumpeter contra Marx presenta un paralelismo chocante con el tipo de argumentación que se esgrimió, en su momento, contra Galileo, en un tribunal que, por cierto, también fue «adverso» a su «técnica teórica». Sólo que, en este caso, el camino de Galileo logró en muy poco tiempo imponerse sobre el veredicto del tribunal que le juzgó. Hemos visto que Schumpeter mismo está convencido de que lo que habría que acabar haciendo en economía es lo que Marx intentó hacer. Por una parte, Marx debería haber sido el Galileo de la economía; por otra, es cierto que la economía está muy lejos aún de poder ser considerada una verdadera ciencia. Aun así, la economía del momento (1946) está en condiciones de erigirse en tribunal y emitir un veredicto de culpabilidad sobre Marx.
Ahora vamos a recordar los términos en los que se discutió en ese otro tribunal que es el referente fundacional de nuestra ciencia moderna. Esta digresión es, en realidad, vital para nuestros propósitos, no sólo porque queremos tomarnos en serio la posibilidad de considerar a Marx el Galileo de la historia, sino porque sospechamos que si Schumpeter hubiera asistido al nacimiento de la moderna física matemática en el siglo XVI, habría argumentado contra Galileo del mismo modo que le hemos visto hacerlo contra Marx. Quizá este paralelismo pueda contribuir a aclararnos –de aquí hasta el final de este libro– el sentido de esta supuestamente insólita decisión de Marx, quien en lugar de acumular «piedra y mortero» en el terreno de lo empírico para, poco a poco, ir aislando regularidades y esbozando posibles leyes por inducción, ha decidido, de modo ciertamente chocante, anclar el punto de partida de la economía en una discusión metafísica con Aristóteles respecto a una supuesta «sustancia valor» inobservable, y lo ha hecho, además, en un lenguaje marcadamente inspirado por la lectura de Hegel.
Lo que más popularmente se recuerda del juicio a Galileo –tantas veces llevado al cine y al teatro– es que fue condenado por defender el heliocentrismo, lo que, en parte, es cierto; sin embargo, esto no da una idea de los términos en los que se desarrolló una polémica científicamente seria. Galileo aparece, al mismo tiempo, como el representante de la moderna ciencia experimental, frente al saber libresco y especulativo de la sabiduría medieval. Se nos ha representado a Galileo argumentando «experimentalmente» frente a un tribunal de autoridades religiosas empeñadas en consultar siempre a las Sagradas Escrituras, a santo Tomás o Aristóteles, antes que a los hechos mismos. Así, por ejemplo, Galileo ve montañas en la Luna a través de un telescopio. Se le responde que la Luna no puede tener montañas, pues, como ya demostró Aristóteles, si se mueve en círculo es porque es perfecta, esférica y lisa: algo que se mueve siguiendo una circunferencia es algo a lo que le da igual estar en un sitio o en otro, su movimiento es, en realidad, una perfecta imitación del reposo, del mismo reposo absoluto en el que debe encontrarse la perfección suma (las moscas, por ejemplo, no son esféricas porque no son perfectas: les falta siempre algo y por eso lo buscan incansablemente en un movimiento que nunca es circular; están «diseñadas» para buscar eso que les falta y ése es el motivo de que tengan la forma que tienen). De nada sirve a Galileo invitar a su oponente a asomarse al telescopio para comprobar