El cerco. Daniel Sorín. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniel Sorín
Издательство: Bookwire
Серия: Espejo Negro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874289360
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a la comisaría.

      Los uniformados encontraron el cuerpo de una mujer colgado de un ventilador de techo. Tenía los dedos meñiques de los pies prolijamente amputados, y por ahí había escapado toda la sangre. El rostro, inmóvil en un gesto si no de placer, por lo menos pacífico, parecía indicar que la mujer había sido dormida antes de la mutilación, quizá, incluso, antes de ser colgada. Por lo demás, no existía la menor señal de lucha.

      El fotógrafo sacó decenas de imágenes y dijo que, por él, ya podían bajarla, “la pobre debe estar incómoda”, bromeó. Fue hacia el termo y se sirvió un café, tomó una medialuna y estaba por morderla cuando reparó en la inconveniente llegada del fiscal. Escondió el termo, las medialunas y cualquier otro indicio de merienda, ese tipo se apegaba estrictamente a las normas y odiaba que se contaminara la escena del crimen.

      El sargento le informó al fiscal lo que se había hecho y le preguntó si podían bajar el cuerpo. El tipo ni abrió la boca, inspeccionó por largos cinco minutos el lugar, entró al baño, salió y preguntó si le habían sacado fotos al botiquín. “¿Al botiquín?”. El fotógrafo fue al baño y obturó la cámara una, dos, tres veces. Después escuchó detrás de él la voz áspera del fiscal:

      —¿Qué hace?

      Iba a decirle que le sacaba fotos al botiquín como él había ordenado, cuando el tipo le dijo con desprecio apenas contenido:

      —Al espejo no, adentro.

      Se disponía a abrir el botiquín cuando volvió a tronar la voz del fiscal:

      —¡Qué hace!

      Se dio vuelta, aunque no iba a responderle nada.

      —¡Póngase guantes!, no quiero sus huellas en el espejo.

      El sargento corrió en su auxilio con un trapo blanco.

      —Parece que empezaron ayer —soltó el tipo.

      El sargento abrió la puerta del botiquín, había como quince frasquitos; no eran perfumes ni pastillas de menta.

      —López.

      —Sí.

      —Mataron a Mora.

      —¿La de la Casa?

      —La misma.

      Tenían mala suerte los de la Casa, pensó, e inmediatamente sintió que todavía no era tarde. No era tarde para el viejo López. El caso tenía que ser suyo. Un pudor infantil le enrojeció el rostro, pasar al frente gracias a la muerte de dos minas lo turbó, claro que él no les iba a cambiar la suerte. Pasar al frente o quedarse en el fondo marrón donde estaba no las reviviría. Se tocó la cara con las manos, sintió el ardor de la vergüenza, por suerte nadie podía verlo.

      —¿Dónde fue?

      —En su departamento. No hay signos de pelea y no forzaron la puerta.

      —¿Cómo la mataron?

      —Estaba desangrada.

      —¿Qué más?

      —Por ahora nada más.

      —¿Hay fotos?

      —Imposible, el fiscal es un intratable, con ese no se jode.

      —Y decime, ¿la violaron?

      Silencio.

      —No sé, pero no me parece.

      El cabo primero Rodríguez revistaba en la comisaría 45 de la calle José Cubas, en el barrio de Villa Devoto. Tenía unos treinta y cinco años, un metro setenta de altura y noventa y cinco kilos de peso, veinticinco de los cuales estaban de más, según el médico de la Repartición.

      El cabo primero estaba inquieto, en media hora comenzaban sus ansiados tres días de franco. Como la Victoria se encontraba en sus pagos visitando a la familia, él viajaría con dos amigos a Chascomús, ya se veía pescando en la laguna, chupando vino y comiendo buenos asados.

      Cuando al minutero le faltaba una rayita para llegar al doce, el cabo primero Rodríguez se acercó a la imagen de la Virgen, colocó la palma de su mano izquierda sobre el vidrio que la protegía y se persignó con la diestra. Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita, salió de su boca tres veces, como una cábala. Lo hacía todos los días después de la llegada y antes de la salida. Al principio, cuando entró en la Repartición, decía protegeme mi Virgen Santa y a continuación repetía tres padrenuestros, rápido, sin comas ni puntos. Pero, por más veloz que fuese, era muy largo y sentía, atrás, la mirada socarrona de los otros. “No tengas miedo, no seas cagón”, le habían dicho. Así que contrajo su penitencia a solo dos palabras tres veces reiteradas. Porque tenía que ser tres veces, de eso no había dudas, y no porque la Victoria le hubiera explicado que tres era el número de la santa Biblia, que tres eran el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sino porque desde chico repetía los deseos tres veces, porque tres era su número en los dados y porque había nacido el tercer día del mes tercero.

      Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.

      Un conjuro.

      No había evocación ni súplica. Menos una oración. Era, nada más que una cábala pagana, como una mano con el índice y el meñique estirados en cuernito, como tocarse las partes para conjurar al mufa.

      Ayudame Virgencita ayudame Virgencita ayudame Virgencita.

      Después, despegaba su mano del vidrio tras el cual esperaba paciente la Virgen, se besaba la uña del pulgar y volvía a apoyarla en el vidrio. Años así, día tras día, y aún estaba vivo. Ni un enfrentamiento, ningún tiroteo, ni un raspón siquiera. Muchas veces se había preguntado si era suficiente, si al irse no podía decir para sí un padrenuestro, aunque fuese solo uno. Como un regalo. Y lo había hecho cierta vez, pero si alguno le preguntaba para dónde iba, o cuándo tenía el próximo franco, cualquier cosa, él tenía que interrumpir el padrenuestro para contestar y eso estaba mal, porque nadie es más importante que la Virgencita. Así que dejó de hacerlo para no faltarle el respeto.

      —Cabo primero Rodríguez.

      Se dio vuelta, dos oficiales sin uniforme estaban parados frente a él.

      —Tiene que acompañarnos —dijo el más alto.

      Rodríguez los miró sorprendido.

      —Yo soy el cabo primero Jorge Rodríguez —dijo—, porque está el sargento Fernando Rodríguez...

      Pero era él nomás. Se subió al auto después de entregar su arma. “Es una orden”, le había dicho el otro, un muchacho joven, peinado a la gomina y con aire a Andy García en El Padrino III. Llegaron al Departamento de Policía cuando faltaba un cuarto para las ocho de la noche, lo tuvieron esperando en una sala hasta las nueve, cuando escuchó que lo llamaban desde el pasillo.

      —Cabo, la anteúltima a la izquierda.

      Para su sorpresa, el que lo estaba esperando era el comisario Bermúdez, el mismo que había estado a cargo de la 45. El comisario le ordenó que se sentara y le preguntó si tenía celular, él no entendió y Bermúdez tuvo que repetir la pregunta, el tono de voz más alto y el ánimo urgente. Claro que tenía celular.

      —¿Hace cuánto que lo tiene?

      —¿Qué?

      —El celular, cabo, ¿hace cuánto que lo tiene?

      No podía creer que lo hubieran llevado al Departamento, custodiado y desarmado, para preguntarle si tenía celular y desde cuándo.

      —¿Recibió últimamente algún mensaje extraño?

      —No —contestó.

      Fue después de decirlo que recordó