Su debacle no fue solo económica. Se había acostumbrado al reconocimiento y ahora que nadie se acordaba de él, que no lo paraban en la calle, que no escuchaba ningún suspiro adolescente, ahora que no había miradas vivaces, ni insinuaciones coitales, ni gestos admirativos, ahora, no sabía qué hacer con la languidez de su alma. O, peor aún, no sabía quién era. Porque no podía fingir ser el chico anónimo que había sido antes de entrar en la Casa, ni tampoco aquel competidor tramposo, ni mucho menos la estrella fulgurante y efímera que recorrió estudios y que terminó sin gloria cuando una crisis financiera, una más en la historia del país, se había transformado en espectáculo. No podía simular que nada había pasado, pero tampoco era ninguno de los roles que un destino tan incomprensible como caprichoso le hizo jugar.
Terminó en aquella casona triste que había sido de su abuelo, cerca de las orillas del Reconquista y a la vera de una calle polvorienta por la que nadie transitaba. Una casa olvidada que supo tener glicinas y una parra, y a la que tomó como refugio o guarida. Allí estuvo ocultándose o buscándose, hasta que una noche calurosa alguien golpeó a la puerta.
Inquieto, López no perdió el tiempo, y poco después se presentaba en una iglesia evangelista del barrio de Villa Urquiza.
—El pastor está ocupado —le dijo la mujer, cabello negro recogido y ascendencia aimara—. Si quiere puede esperarlo, no creo que se tarde mucho.
Creía mal la mujer, porque el pastor se tomó una hora y media en aparecer. Tenía sesenta y cinco años, era corpulento y de cara aniñada, piel muy blanca con infinitas pecas y el cabello ondulado y corto de un rojo furioso carente de canas. López creyó necesario asestarle un fuerte golpe de entrada y le dijo que sabía que había recibido un correo del asesino.
—No puedo revelarle cómo lo sé —le aclaró.
—No es un secreto. Además, ya me lo preguntaron esta mañana —le contestó el pastor sin darle al asunto mayor importancia.
—¿Quién se lo preguntó?
—Un colega suyo, por radio.
López sintió que hacía el ridículo, puso cara de póquer y no dijo nada.
—Además, no solo me lo mandó a mí, también se lo mandó a otros cinco —terminó el pastor.
Lo sabe, y yo haciéndome el Philip Marlowe, pensó López, mientras se sonrojaba.
—Pero no solamente a nosotros.
—¿No solamente?
—Conozco por lo menos a una persona que lo recibió y no estaba en la lista. Dígame, ¿a usted también le llegó?
—Sí —mintió—. Dígame, pastor, ¿sabe o sospecha quién es?
No tenía idea, por lo menos eso le dijo.
—¿Por qué cree que se lo mandó?, digo, ya que usted no lo conoce.
—¿Cómo puedo saber que no lo conozco si no sé quién es?
Eso también era cierto, se recriminó López.
—Mire, se lo mandó a personas que de vez en cuando aparecemos en algún medio. Yo que usted me fijaría en lo que hacemos más que en nuestras identidades.
Hizo silencio mientras lo miraba fijo a los ojos.
—¿Entiende? Dos religiosos, una periodista, una psicóloga, un político, un productor discográfico y, además, hasta donde sé, una vidente.
—Una vidente: ¿habló con ella?
—Sí.
—¿Y le dijo qué otras personas lo recibieron?
—Sí, un arquitecto, otro periodista, un semiólogo, un psiquiatra y un filósofo.
—¿Y a usted le llamó la atención esa visión?
—Joven, creo en muchas cosas pero no en los videntes.
Sonrió antes de rematar:
—A ella se lo dijo la policía.
—Los forenses, inspector, afirman que lo mató hace tres semanas —dijo el comisario Bermúdez—. El muy enfermo esperó a que se pudriese para mandar el mensaje.
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