Cuando la escuchó —aturdido por el golpe de knock-out— todavía tenía presente, imborrable, la primera vez que la había visto. Él caminaba por el set que tenía en sus oficinas cuando distinguió su rostro entre una multitud de miradas hormonales. Estaba de perfil, el cabello recogido hacia un lado dejando ver el largo cuello y un mentón de líneas decididas. Había algo único, apenas un rumor varonil en ese perfil.
Ella giró la cabeza y sus miradas se cruzaron. Él indagó con apariencia profesional, hurgó en ese rostro, los ojos levemente juntos, los labios entreabiertos y húmedos, la piel joven, la mirada salvaje.
La hizo pasar y la contempló durante largos segundos; a su imaginería le costó otorgar sentido a lo que veían sus ojos: esa jovencita era mucho más que otro inquietante objeto de deseo, tenía delante la más endemoniada máquina de seducción que él jamás hubiera visto.
Con un paciente trabajo de ebanista, esa piedra preciosa podía transformarse en una profesional inigualable, y a tal fin se abocó con irrenunciable celo y gravoso sacrificio de su instinto masculino.
En eso estaba dos años después, cuando su representada le anunció que ya no se llamaba María de las Nieves sino Casandra y que le había hablado un productor para que integrase el elenco de una revista.
Trató de disuadirla. Que no era para ella, que no era una vulgar media vedete, y que iba a tirar por la borda toda su carrera. Que tuviera paciencia y trabajase. Eso necesitaba: trabajo y más trabajo.
Pero fue inútil.
—No te lo permito, de ninguna manera —le gritó.
Iba a sacar unas revistas europeas para mostrarle adónde llegaría con dedicación y su inapreciable guía, cuando ella lo interrumpió.
—Y no voy a seguir más con vos...
“Con vos”, era la primera vez que lo tuteaba.
—Tengo otro representante.
¡Otro representante! ¡Una mierda, seguro que es una mierda!... Y un vividor.
“Sus servicios serán recompensados”, le diría el vividor días después en una confitería.
Diez mil dólares.
Le dijo que no, que de ninguna manera, y el vividor —campera, camisa, pantalón y zapatos negros, el pelo mojado cayéndole sobre la frente y unos anteojitos de armazón blanco que daban asco— le sugirió que recapacitase.
—No estoy dispuesto a romper el contrato —le contestó él.
El vividor lo miraba sin hacer ningún gesto.
—Es mía, me entendés. ¡María de las Nieves es mía!
Y se levantó. ¡Habrase visto!
Es mía, mía.
Yo la vi, yo le puse gente para que aprendiera. Yo dejé tranquilo al gorila del padre, y yo la imaginé conquistando el mundo. ¡Y ahora la muy putita me viene con este mequetrefe de quinta!, ¡este pendejo que tiene edad para ser mi hijo! ¿Qué sabe de hacer una profesional?, ¿qué sabe del negocio? ¡Nada! Seguro que se la coge el muy hijo de puta, ¡y yo que ni la toqué!
Esa misma noche muy tarde, dos o tres de la mañana, lo despertó un llamado telefónico.
—¿Lo pensó mejor?
Lo trataba de usted, como a un viejo.
—Ya te dije, es mía.
—Como quiera, pero sepa que si no acepta ahora, después no le voy a dar nada. Diez mil es más que nada, Roberto.
Cortó, trató de volver a conciliar el sueño, pero fue imposible. Qué horas eran ésas para llamar. Se levantó, preparó un café y trató de alejar un oscuro presentimiento que se le había instalado en el alma. A la mañana recibió otro llamado: la oficina había sido asaltada.
—Se llevaron las cámaras y las editoras —lo enteró el pibe de casting.
Entró en su oficina como un rayo, la caja de seguridad había sido violentada. “No puede llevarse nada por ahora”, escuchó que le decía el policía, el poco de efectivo que guardaba en la caja fuerte ya no estaba, el contrato de María de las Nieves, tampoco.
“Mataron a Casandra”, había tronado la placa roja.
Ya porque no era bien vista, ya porque su paso por la Casa había irritado el delicado colon de la moral pública, nadie tuvo piedad con Casandra. Se refirieron a ella con modos umbrosos. Había sido una hermosa mujer, un cuerpo trabajado, casi perfecto y un rostro único. Pero eso no les alcanzó y buscaron con afán la inteligencia que no encontraron. Ni siquiera les pareció hábil, y eso que Casandra tenía, como cualquier criatura, sus habilidades. Un traficante de chimentos la llamó “trepadora”; un conductor de exitosos programas de tevé, “la rápida”, y una vernácula vedete de exuberantes pechos, “come hombres”.
Por un momento fue, en toda la geografía de un país de pantalla, la única mujer promiscua. Se ensañaron con ella las adúlteras y las cornudas, las solteras olvidadas y las mal casadas. Se burlaron de Casandra los hombres asqueados de sus esposas, los impotentes y los fastidiados de todas las mujeres, los sacerdotes frustrados y los alegres putañeros nocturnos. No es raro, una sociedad necesita, cada tanto, arrojar los excesos que desgarran su estómago, vomitar el odio, disculparse, exorcizar sus intestinos. Y qué mejor que una joven mujer que ya no podía defenderse, una putita de arrabal que se había creído lo de la alfombra roja.
Hasta un filósofo devenido cronista de la cotidianidad no se privó de intervenir y formuló el epitafio:
—Acaso, como la homónima troyana, ha incumplido un pacto —dijo, circunspecto, ante las cámaras—. Quizás, por fin, Apolo se haya vengado.
Nadie tuvo piedad con Casandra, ni siquiera las desheredadas putas de extramuros.
Tato Beraja conducía un programa sobre el espectáculo, o sobre chimentos, como maldecían sus cuantiosos damnificados. “Las malas compañías, qué barbaridad”, lagrimeó una veterana periodista del panel. Luego, alguien pasó de las malas compañías a ciertos hábitos, y otra voz se refirió a su manera de ganarse la vida.
Sin recato ni mesura, sin siquiera el estorbo de un resabio de vergüenza, Casandra fue juzgada en ausencia y ante las cámaras. Entonces alguien, desafiante, la espalda artificialmente vertical y el escote profundo, ensayó su defensa con aquello de que cada una se gana la vida como puede.
—¿De cualquier manera? —preguntó Beraja.
—Cada cual sabe hasta dónde le da —sentenció el escote mientras miraba con belicoso ánimo a la veterana periodista entrada en carnes.
Varios hablaron al mismo tiempo y por unos segundos fue imposible entender lo que se decía. Mientras esto sucedía, un móvil de Canal 6, que hacía horas esperaba en la casa de la madre de María de las Nieves, logró al fin ponerla al aire. Sus grandes ojos parecían ausentes, en la boca tenía instalado un involuntario temblor y el desarreglo ácido de su alma.
3
Ya era de noche cuando creyó ver un líquido negro asomarse por debajo de la puerta de la vecina, pero como el pasillo no estaba bien iluminado y ella cada vez veía peor, siguió de largo. A la mañana siguiente, cuando se iba para su trabajo, se detuvo en seco al advertir que el líquido se había desparramado y ahora invadía una baldosa del corredor. Y que no era negro sino rojo, aunque muy oscuro. Hacia