Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde, hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él, haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus, en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en Palestina, respondió con sobrada concisión a sus preguntas.
No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo leve turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una arruga ancha y profunda.
Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los cristales hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron haciendo sus golpes menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La luz había crecido en tanto, extendiendo por todo el nublado firmamento y mostrando ya los bultos de las colinas lejanas de Occidente, que se veían por la ventana de la pared opuesta. El temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante, formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso por los bordes, obscuro y profundo por el centro.
María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y, sentándose en ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que caracteriza a los libros religiosos.
A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer. Leía el capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.
Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó bruscamente el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:
—¡Genoveva, Genoveva!
—Ya estoy despierta, señorita.
—Levántate; ya tocan en San Felipe.
En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el gabinete de su ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas. Había entrado en la casa cuando María apenas contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la dejó, siendo ejemplar notable de criada fiel y consecuente.
—¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?
—Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas y me engañé. Ahora suenan de veras. No perdamos tiempo; toma los paraguas y vámonos...
—Vamos, vamos cuando usted quiera, señorita; ya estoy lista.
Ambas se pusieron las mantillas, y procurando no hacer ruido bajaron hasta el portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba cerrada, y salieron a la calle, que atravesaron con los paraguas abiertos hasta llegar al soportal de enfrente.
La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles, de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino, bajo, desigual y sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adornos de ningún género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual paraje, donde alguna casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y un pavimento más cómodo. Si todas las casas se restaurasen (y no hay duda que sucederá con el tiempo), la villa, merced a este sistema de construcción, tomaría cierto aspecto monumental que la haría digna de verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos ofrece comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus ilustres fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay población en España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.
Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de sus flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y solitaria. Los honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana. Sólo de vez en cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo capote impermeable que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo gran ruido con sus enormes botas de agua, se dirigía a paso largo hacia el muelle.
—¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!... Parece que estamos ya en enero.
—Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien forrado.
—Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a reñir porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita. Pocas o ninguna llevarán a la edad de usted vida tan santa...
—Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.
—¡Señorita, por Dios!... No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo... Ayer me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y comulgar y que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo... Y razón tiene para desearlo, porque una de ellas, la última, es de la piel del diablo... ¿Querrá usted creer, señorita, que el otro día arañó a su hermana en la iglesia, sobre si había de confesar una primero que otra?... ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza, señorita, da vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que están en su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa del Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su pecado!... ¿No le ha enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su hermano de la Habana? ¡Es una maravilla! Todo de marfil y de oro con un crucifijo grande de oro macizo. Para rezar no hace falta tanto lujo, ¿verdad, señorita?
—Para