Los fieles se apretaron más en torno del púlpito para escuchar el ejemplo y gustaron con deleite su sabor novelesco. La novena terminó con una oración en latín. La muchedumbre rezó un Avemaría y un Credo. El clérigo bajó de la tribuna.
Hubo fuerte y prolongado rumor en la iglesia. El grupo de mujeres se abrió, se ensanchó, se revolvió charlando todas a un tiempo. Volvieron a sonar los chasquidos de las almadreñas sobre las losas húmedas y sucias del pavimento. Un monaguillo fue a despabilar los cirios que ardían en torno de la imagen de Jesús, y de pie sobre el altar, con su cabeza rapada y sus ojos maliciosos, hizo muecas profanas a otros chicos que sus madres tenían orando de rodillas. Algunos clérigos salieron de los confesonarios y cruzaron hacia la sacristía a paso largo. Uno fue detenido en medio de la iglesia por varias señoras y estuvo hablando un buen rato con ellas, aunque con visibles deseos de dejarlas. Por los vidrios emplomados de los grandes rosetones pasaba ya toda la claridad del día que evaporaba el misterio del templo, dejándolo triste, pobre y sucio como en realidad era. Dos o tres pollastres matinales con cuello bajo y los puños muy sacados entraron lanzando rápidas miradas investigadoras a todos los sitios. A un sacristán se le ocurrió abrir el cancel de la puerta de par en par y una multitud inquieta y estrepitosa, que no había madrugado a rezar la novena, fue penetrando en la vasta nave a escuchar la palabra del misionero que en aquel momento subía al púlpito con ademán recogido y fervoroso.
Cuando estuvo en pie dominando el concurso con la sagrada paloma de madera pintada sobre su cabeza, el ruido se fue apagando poco a poco. La muchedumbre, extraordinariamente engrosada, se apiñó otra vez debajo de la tribuna. Había ya muchos hombres que no venían por pura devoción, sino también con el objeto de juzgar el sermón literariamente. Mas por la puerta seguían entrando grandes oleadas de gente que turbaban a los fieles de adentro e impedían establecer el silencio. María y Genoveva fueron arrastradas diferentes veces de un punto a otro por el vaivén de la muchedumbre. El orador aguardó en vano que se apagara el rumor. Al fin, extendiendo el brazo en forma académica hacia la puerta, exclamó con énfasis, como quien se encuentra ya en pleno discurso:
—¡Cerrad ese cancel!
Las puertas se cerraron lentamente, como si nadie las tocara. Los fieles se fueron acomodando en su sitio. Durante un rato se oyeron muchas toses. Al fin cesaron y el templo quedó en un silencio frágil y artificioso, a menudo roto por algún constipado rebelde o por el trompeteo de una nariz al sonarse.
El orador era joven, alto y delgado, con grandes ojos negros enclavados en un rostro pálido y correcto. Vestía también sotana con sobrepelliz y bonete. Infundía respeto por su gravedad dulce y mansa.
Se quitó el bonete y dijo unas cuantas palabras en latín que nadie pudo escuchar. Después, poniéndose de nuevo el bonete y abalanzándose sobre la baranda, exclamó en alta voz:
«Amados hermanos en Jesucristo...»
Poseía una voz clara, de timbre dulce y simpática en extremo, que prestaba mayor realce a la gravedad de su rostro. Principió mostrando un asombro irónico de que aun hubiera quien dejase las vanidades del mundo para escuchar la palabra de Dios y felicitó calurosamente a los fieles que habían acudido a tomar parte en la novena del Sagrado Corazón de Jesús.
Dedicó la primera parte de su oración a describir los tormentos del alma apartada de su Dios por el pecado y trazó un cuadro minucioso y perfecto de las ofensas e injurias con que diariamente traspasamos el dulce Corazón de Jesús. Al pintar los sufrimientos que el pecado origina, abandonó el camino trillado de hablar de las penas materiales del infierno, y sólo describió los padecimientos espirituales, las congojas y las angustias que el alma siente cuando se ve privada por su culpa del amor del Creador; pero los pintó con tan sombríos colores y con tal fuerza de expresión, que aquel padecer infinito, aquella soledad profunda, aquel silencio y obscuridad causaron más efecto en la fantasía del concurso que el fuego y las culebras de costumbre.
María sintió miedo y tristeza. Se acordó de sus pecados y pensó con horror que podía morir de repente y condenarse. Entonces hizo solemne promesa interior de enmendarse. Pero ¿cómo? Para cambiar de vida era preciso romper el lazo que más la ataba a la tierra y al pecado. Acometiole una turbación profunda, preñada de lágrimas, que no pudo verter. La voz clara y armoniosa del sacerdote resonaba en la gran nave relatando sin fatiga, uno a uno, los dolores del condenado. La muchedumbre escuchaba inmóvil y aterrada. Allá en el fondo, cerca del altar mayor, la imagen del Salvador, rodeada de cirios, parecía una gran mancha roja cuyos resplandores hacían pasar algunas sombras fugitivas por las paredes del templo.
«Pero la clemencia divina es inagotable. No hay pecado, por enorme que sea, que no pueda borrarse por la misericordia de Dios. El amor del Salvador a las almas que ha redimido con su sangre no se marchita y fenece como el de los hombres. Como un amante padre, como un esposo enamorado, está siempre dispuesto a abrir los brazos al pecador arrepentido. Si pecaseis, lavad con lágrimas de arrepentimiento los pies del Redentor, como hizo la santa María Magdalena, y seréis salvos. Acordaos de aquella triste pecadora que, transida de pena, desmayada de amor, da consigo a los pies de Jesús y se los lava con sus lágrimas y se los limpia con sus cabellos y se los unge, sin que se escuche una palabra de su boca porque se derrite en fuego de amor. ¡Oh lágrimas derramadas por Dios, y cuánto valéis y cuánto podéis y cuánto acabáis! Para alcanzar perdón más valen las lágrimas que las palabras, porque las lágrimas, como dice San Máximo, son ruegos callados, no piden perdón, sino que lo merecen. Con las lágrimas no se engaña como con las palabras. Por eso San Pedro, para obtener el perdón de su culpa, no usó de las palabras, con las cuales había pecado, había mentido, había blasfemado y renegado, sino que lloró con amargo llanto y fue creído y perdonado. Son las lágrimas moneda que no se puede falsificar, único refugio nuestro: lavan las manchas de nuestros pecados, aplacan la ira de Dios, alcanzan el perdón, alegran el alma, fortifican la fe, aumentan la esperanza y encienden la caridad. El mismo divino Jesús lo ha dicho: «Bienaventurados los que lloran, porque sacarán fruto de consuelo.»
María se sintió enternecida. Aquel fervoroso panegírico de las lágrimas ahuyentó el temor de su pecho. Al considerar la bondad inagotable de Jesucristo, que después de haber sufrido tanto y haber derramado su preciosa sangre por nosotros, olvida a cada instante las mayores ofensas con sólo presentarse a él arrepentido, la conmovió hasta lo último. Representose a la santa de su nombre, María Magdalena, bañada en llanto a los pies del Redentor, y pensó que ella hubiera hecho lo mismo. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos al imaginar que ya estaba postrada delante de Jesús. Las mujeres que se hallaban cerca la vieron llorar y le dirigieron miradas respetuosas de admiración cuchicheando entre sí.
Terminó el sermón exhortando a los fieles, con arranques de elocuencia henchidos de imágenes, a que se muestren devotos del Sagrado Corazón de Jesús. «Un cuarto de hora todos los días de plática amable con este Sagrado Corazón proporciona al alma el gozo más puro que puede tener en la tierra. Gustate, et videte quoniam suavis est Dominus. Probad a conversar un rato con el Señor, y sentiréis las delicias celestiales y los contentos especialísimos que hallan los que le aman. Todo cuanto hay en el mundo es locura y engaño; festines, comedias, tertulias, diversiones y lo demás que los hombres tienen por bienes están mezclados con hiel y sembrados de espinas.